Predica en el desierto, sacudiendo las conciencias de los que están a la expectativa. Y muy pronto comienzan a reunirse discípulos a su alrededor. Las autoridades de Jerusalén, fariseos y sacerdotes se alarman. Si se hubiera dedicado simplemente a predicar, el asunto podría haber quedado en el desierto. Su vida y su ascesis hubieran sido para los jefes un asunto personal sin mayores consecuencias. Pero desde el momento que reúne multitudes, y sobre todo que bautiza e incorpora discípulos, la cosa ya entraba a otro terreno. Por eso le mandan una comisión investigadora. Y esta comisión lleva el encargo de hacerle una pregunta muy sencilla en apariencia:
– Tú ¿quién eres?
Evidentemente, Juan el Bautista entiende la pregunta. Porque en el fondo la cuestión que se quería investigar sonaba así:
– Tú ¿eres el Mesías? ¿Eres el profeta que viene a anunciar al Mesías? O tal vez… ¿Eres Elías?
Entonces Juan – y lo dice el evangelio- dio testimonio y no se negó a responder. Frente a una comisión que tenía la autoridad para interrogarlo, él va claramente al centro de la cuestión. Le preguntan quién dice ser, y contesta directamente:
-Yo no soy el Mesías.
Curiosamente, le preguntan quién es, y empieza aclarando o quizá respondiendo a la pregunta más profunda, quién no es.
Os propongo en esta lectio una invitación para que dejemos que la Palabra de Dios vaya hasta adentro y se encuentre con nuestras preguntas. Juan Pablo II nos habló de una nueva evangelización: nueva en su ardor, pero también nueva en sus métodos y expresión. Y es tan fácil cuando evangelizamos, o anunciamos una noticia, que nosotros ocupemos su lugar. O que terminemos por hacer nuestro el éxito. Que del cómo suceden las cosas nuestras, imaginemos que así tienen que estar sucediendo las cosas de Dios. Es muy bueno preguntarnos con sinceridad y desde Dios: ¿quién no soy yo? Yo no soy el Mesías. Yo no soy la Palabra de Dios. Yo no soy el profeta, ni soy Elías que tiene que venir.
Evidentemente, la respuesta del Bautista no deja satisfecha a esta comisión. Porque a ellos no les interesa saber lo que no es. Sino el porqué no siendo todo eso, bautiza y tiene discípulos. Por qué incorpora gente para que lo sigan, si él no es nadie. Y ahí sale una respuesta que si la meditamos, y la rumiamos un poco, nos puede resultar muy fuerte y valiosa. Citando a Isaías, aclara la misión que el Señor Dios le ha encargado:
– Yo soy una voz que grita en el desierto: Preparad los caminos del Señor.
Fijaos, de nuevo la palabra “camino”. Podría haber dicho: yo no soy el camino. Yo soy quien prepara caminos. Caminos que abren camino. Juan tiene muy clara la consciencia de ser el primer evangelizador, de ser quien anuncia, pero que él no es la Palabra. Él es simplemente una voz. Pero una voz que grita y se hace escuchar. Juan el Bautista tenía la certeza de parte del Espíritu Santo, que lo había llenado desde el vientre de su madre, de que el Señor estaba a las puertas. Que ya estaba en medio de su pueblo. Y esa convicción lo va a acompañar siempre: el que va a venir, ya está y yo ni siquiera soy digno de ser alguien que le limpie los zapatos. Es consciente de ser alguien que tiene que alertar los corazones de todos, preparándolos para lo que va a venir.
Pero él mismo está equivocado respecto a la forma en que esto sucederá. Cuando los fariseos, escribas y otros personajes se acerquen para recibir el bautismo y quieran de alguna manera ser seguidores de Juan, él los interpelará con un insulto:
– Raza de víboras ¿quién os enseñó a disparar de la quemazón? Haced frutos dignos de penitencia y no penséis que con hacer esto la cosa se arregla. Mirad que el hacha ya está a la raíz. Mirad que vendrá con el fuego, que vendrá como zaranda a discernir.
Juan el Bautista estaba profundamente convencido de que el Mesías, el enviado, el que tenía que venir, lo iba a hacer de esa manera. Así que lo lógico hubiera sido que cuando apareciera, y el Espíritu Santo se lo revelara, el gritaría:
-¡He aquí al León de Judá que va a vencer!
O por lo menos que dijera:
-Éste es el Hijo de David que todos estamos esperando. Éste es el fuego, ésta es la zaranda, éste es el hacha.
Esto es lo que probablemente nosotros hubiéramos esperado, y tal vez también lo que imaginaba Juan el Bautista. El camino no es la meta. El mismo va a llegar a decir con sinceridad, que él no lo conocía. Y sabemos que si hay una virtud que caracteriza a Juan, es la de la sinceridad. Uno podría decirle que era imposible que no lo conociera, que ya se había encontrado con él desde el vientre de su madre. Siempre había vivido en la expectativa de él. ¿Cómo podía ahora decir que no lo conocía? Lo que pasa es que se había formado una imagen, que ahora tiene que abandonar, para ponerse a total disposición de esto nuevo. Él es sólo camino. Y en un determinado momento se da cuenta que tendrá que irse, lo mismo que el lucero, para que pueda venir el sol.
Y ¿qué pasaría si en este tercer milenio, no-sotros como Iglesia, – o nosotros dentro de ella como consagrados- tuviéramos que decir como Juan que conviene que nosotros disminuyamos para que Él pueda crecer? El Papa Juan Pablo II en Ut unum sint, documento que trata del servicio del sumo Pontífice en la Iglesia, llegó a pedir a los hermanos separados que recen por su conversión. Evidentemente no está hablando de la conversión moral de su persona como tal. Está hablando de la conversión del servicio del sumo Pontífice para la unidad de la Iglesia. Comentando esto, un pastor evangélico, inaugurando el ciclo lectivo en la Universidad monástica católica de San Anselmo en Roma, tomaba este tema y hacía una bonita reflexión sobre este documento del Papa. Y admirado de ello, afirmaba que estamos frente a uno de los signos mesiánicos proclamados por Isaías cuando habla de que las espadas se convertirán en rejas de arado, y las lanzas en podaderas. Esta conversión se asemeja a la “reconversión” de una fábrica de armamentos, para hacer de ella una fábrica de maquinaria agrícola. Pienso que esto es lo que como cristianos tenemos que preguntarnos muy seriamente en este tercer milenio: ¿Quién no soy yo?. Porque si podemos responder con fidelidad que nosotros no somos el Mesías, entonces también diremos que nosotros no somos los poseedores de la verdad. A lo sumo somos, con muchísima suerte, poseídos por la verdad. Nosotros no somos el camino. Incluso más, podemos haber sido obstáculos en el camino, si no hubiéramos sido fieles al Camino. En un momento, la opinión que tenía el Bautista sobre el Mesías, y a pesar de que era alguien que tenía que preparar los caminos del Señor, hubiera sido un obstáculo para el camino, si Juan se hubiera empecinado en ella. Y de hecho, en el futuro muchos discípulos de Juan se van a escandalizar. Jesús dirá: dichoso quién no se escandalice. La figura de Juan va a ser tan importante que él mismo se va a dar cuenta que tiene que retirarse, irse apagando y disminuyendo para dar lugar al que es el Mesías.
Es enorme la importancia que tendrá Juan el Bautista en la misma vida de Jesús hombre. Será quien le hará conocer, no que Él es el Camino, sino cuáles son los caminos por los cuales tendrá que realizar esa misión que ha venido a cumplir a este mundo. Porque Jesús tendrá que aprender lo que es la obediencia. Será tentado por el maligno que le sugerirá cumplir la voluntad de salvación por otros caminos que los que el “Tata” Dios le está marcando desde su bautismo en el Jordán. Tendrá que aceptar su realidad humana, igual que la nuestra, a fin de encaminarla hacia el plan de Dios. Porque lo que no se asume, no se redime. De lo contrario no hubiera sido camino para nosotros. Y si la Iglesia primitiva se aferró con tanta fuerza a esas verdades de Verdadero Dios y Verdadero Hombre, fue porque se dio cuenta de que si cualquiera de las dos realidades era negada, toda la redención se derrumbaba. Si se negaba que fuera verdadero Dios, todo su sacrificio hubiera sido simplemente un gesto moral más. No hubiera tenido el carácter redentor. Si no hubiera sido verdaderamente hombre, no nos hubiera salvado a nosotros.
Juan el Bautista, finalmente se encuentra con Jesús en el Jordán, e iluminado por el Espíritu Santo descubre de inmediato que es Él. Pero Jesús le llega de una manera humilde, para pedirle también él un bautismo para la conversión. Los evangelistas nos dicen que Juan bautizaba con agua para la conversión, para que al recibirlo cada uno se pusiera totalmente en una nueva dirección: la de Dios.
Pero ¿de veras Jesús necesitaba convertirse? De hecho Juan el Bautista parece preguntárselo. Y tenemos que responder que sí, si lo entendemos en el sentido que nos decía Isaías. Desde el momento de su bautismo Jesús pondrá toda su realidad al servicio de algo nuevo. Tendrá que empezar a vivir el misterio pascual, el misterio de la redención de los hombres, el proyecto del “Tata” Dios que es el Reino de Dios. Y todo esto de una manera nueva. Podríamos decir que Jesús mismo tuvo que convertirse. Conversión significa girar, darse vuelta y poner a disposición de algo o de alguien todo lo que uno tenía divertido en su vida. A partir de su Bautismo, Jesús va a convertir toda su realidad humana poniéndola al servicio de algo que es nuevo dentro de su camino como hombre. El Espíritu Santo le revela a Juan que Jesús es el esperado. Pero no sólo eso, sino que le hace conocer algo que Juan tendrá que revelarle a Jesús como camino en su misión redentora. Porque en lugar de todo aquello que Juan imaginaba, descubre que tiene que señalarlo como el Cordero de Dios.
Nosotros de tanto oír esta frase, quizá le hayamos hecho perder toda la “tremendidad” (con perdón del barbarismo) que esto significaba para los oyentes de Juan. Porque el cordero era el animal del sacrificio. Era el animal que se convertía en vicario del sacrificio de la propia vida que, como gesto hubiera correspondido que cada uno de los fieles hubiera entregado al Señor. Era aquel que había reemplazado a los primogénitos en un determinado momento. Anualmente para la expiación del pecado del pueblo se elegían del rebaño dos chivos o dos corderos, que eran traídos delante de los sacerdotes y de la asamblea. Uno de ellos era quemado en holocausto. Y al otro le imponían las manos sacerdotes y pueblo, descargando sobre él el pecado de toda la comunidad. Era el cordero de Dios que quitaba el pecado y se lo llevaba al desierto. Hablando en criollo, lo cargaban con el pecado de todos y lo mandaban al diablo, expulsándolo de la comunidad como a un maldito.
Miremos entonces a Jesús, verdadero Dios, pero también verdadero hombre, que de repente se sintió señalado ante el pueblo como el cordero de Dios. Y esto nada menos que por el gran Juan, que lo acaba de bautizar para que se cumpliera toda justicia. Juan era el hombre de Dios para su pueblo, destinado a preparar los caminos del Señor, y con la misión de señalarlo presente cuando se cumpliera el tiempo. Esta identificación tiene que haber provocado en Jesús un fuerte impacto. Una sacudida que comprendió, porque estaba lleno del Espíritu Santo, y porque el Padre lo reconocía como su hijo amado. Por eso, a imitación del cordero o chivo expiatorio, fue llevado al desierto para ser tentado por el diablo.
Y otra vez nos surge la pregunta: ¿pero Jesús podía ser tentado? Él era Dios. Además, como hombre no tenía pecado. Porque la tentación para poder engancharnos, necesita de la mancha que traemos por el pecado original. Es decir, una cierta “fallutería” hereditaria que nos predispone para ceder frente al mal que nos seduce. La tentación se apoya en algo exterior, malo pero placentero. Al encontrarse con nuestra predisposición al pecado, nos lleva a ceder a esa llamada haciéndonos caer en lo que es contrario a la voluntad y proyecto del “Tata” Dios. Evidentemente, Jesús no podía tener este tipo de tentación, porque en Él todo estaba claramente dirigido a cumplir con la voluntad de su Padre, estando lleno del Espíritu Santo. Es evidente que Jesús no tenía la abolladura de la concupiscencia.
Pero hay otro tipo de tentación. Y son los mismos evangelistas los que nos aseguran que Jesús la padeció, y la enfrentó. Porque si frente al primer tipo de tentación la única actitud razonable es no aceptarla, huyendo de ella, de esta otra no nos queda más remedio que enfrentarla decididamente, armados con la Palabra de Dios. Porque es una que nos viene desde afuera, del maligno. Y surge cuando Dios nos señala un camino estrecho para cumplir su voluntad, una puerta angosta. Cuando es un camino de renuncia, de no triunfo, de vaciamiento. Entonces aparece “mandinga” con su contrapropuesta. Como apareció en el paraíso terrenal. Y como va a aparecer en la vida de Jesús. En principio el tentador no nos propone una meta diferente. Por el momento nos deja suponer que se trata de la misma meta. Lo que nos sugiere es no aceptar el camino de Dios, sino elegir otro más fácil y que aparentemente tiene mejores resultados. Esta fue la tentación que los evangelios nos cuentan que Jesús tuvo que enfrentar en el desierto al cabo de los cuarenta días de oración y ayuno con los que el Espíritu lo invitó a prepararse para su misión. De esta tentación insisto que no se debe huir. Hay que enfrentarla humilde y valientemente, haciendo una clara opción por el proyecto del “Tata” Dios. Apoyándose en la Palabra de Dios.
“Mandinga” viene, mira a Jesús, debilitado en su carne, pero más fuerte que nunca en el espíritu, y le dice:
-Si eres el Hijo de Dios. Si quieres llevar a todos los hombres hasta tu Padre, y quieres que todos los hombres te sigan, dales de comer. Convierte todas estas piedras en pan. Porque en definitiva no te hagas ilusiones, el hombre es un animal más, y sigue al que le da de comer.
Jesús le hace frente armado de la Palabra de Dios, afirmando que el hombre no vive sólo de pan. Ya que tiene otras necesidades fundamentales. No es un mero animal que sólo necesita alimentarse con la comida material.
Entonces “mandinga” lo tienta con la religión-espectáculo. Le propone el milagro llamativo, que seduce y muestra el poder que el hombre tiene sobre Dios cuando quiere disponer de él.
-Llena la plaza (o la cancha) de gente, súbete a lo más alto de la torre, golpea las manos y diles: ¡Atención! Ahora voy a mostrar que yo soy el Hijo de Dios, aquel que tiene en sus manos el poder de hacer milagros. Alguien que tiene bajo sus órdenes y a su capricho a los mismos ángeles. -Y “mandinga” llega a utilizar la Palabra de Dios para reforzar su propuesta-: Ya que si eres el Hijo de Dios, no le quedará más remedio a Él que enviar a sus ángeles para que te sostengan en la caída a fin de que no te estrelles contra el suelo. Y toda la gente, al ver tu poder gritará entusiasmada ¡gloria a Dios! ¡Aleluya!
La propuesta es querer tener a Dios a nuestra disposición. Y Jesús dice:
-No. Si Dios es Dios, soy yo el que tiene que hacer su voluntad. No Él la mía. Porque también está escrito que no hay que poner a prueba a Dios.
A esta altura del diálogo el diablo se saca la careta y le dice:
-Mira, si tú quieres que los hombres te sigan, tienes que hacerte rey. El mundo está bajo mi poder, y soy yo quien te lo puede someter. Hagamos un trato. Tú te pones de mi lado, y yo te entrego todos los reinos de la tierra.
Y Jesús dice:
-¡No! Sólo Dios es Dios.
De esta manera Jesús rechaza esas tres grandes tentaciones que tienen que haber sido las que tuvo que vencer permanentemente, y no sólo en un determinado momento puntual en el desierto. Allí no hubo más testigo que Jesús. Y salvo que Él las haya comentado a sus discípulos, éstos no podrían haberse enterado de lo acontecido. Pero estas tres son las que siguen permaneciendo en la Iglesia. La tentación de querer construir nosotros el Reino siendo una gran sociedad de beneficencia que solucione todos los problemas físicos del hambre o de la salud. Jesús se va a preocupar de todos esos problemas, porque nunca pasó indiferente ante el sufrimiento humano. Pero no mediante el milagro fácil y sin exigencias. Sino mediante una fe activa y solidaria, poniendo a disposición de Dios y de los demás lo poco que se tiene y se es.
Jesús tampoco optará por la evangelización mediante el espectáculo. O mediante el milagrismo fácil de cancha de fútbol, entusiasmando multitudes y demostrando que Dios existe porque me ha hecho caso.
Y finalmente rechaza también la oferta de triunfar mediante el uso diabólico del poder, con el cual los poderosos dominan a los pueblos haciéndose llamar salvadores.
Juan lo había señalado como el cordero de Dios, y Jesús toma consciencia de que el camino que el “Tata” Dios le va a pedir para construir el reino y llevar los hombres de regreso a la casa del Padre, va a ser la entrega de su vida. Tendrá que hacerlo mediante el sufrimiento. A través del anonadamiento.
Jesús no construyó la Iglesia con los cinco mil hombres que alimentó con los cinco panes. La edificó sobre su misterio pascual de muerte y resurrección, utilizando como cimiento al grupito de los doce apóstoles. A ellos les va a pedir que lo dejen todo, y lo sigan. Jesús nunca nos aseguró que el cumplimiento de la voluntad del “Tata” Dios pase por nuestro éxito humano. Al contrario. Nos garantiza la persecución y el fracaso. Nos asegura que nos van a expulsar y que no nos van a escuchar. Nos previene que no esperemos un éxito mayor que el que tuvo Él, y que fue la cruz. Aunque ciertamente la cosa no terminó allí. Porque el “Tata” Dios lo resucitaría sentándolo a su derecha para hacerlo juez de vivos y muertos, para la salvación de todos. Pero en definitiva será el éxito del Padre. No el nuestro.
Esta palabrita: el cordero de Dios, con la que el Bautista señala a Jesús mostrándoselo a los que estaban allí presentes, y que Jesús escucha al pasar, tiene que haberlo sacudido profundamente. Y Juan fue alguien que ayudó a Jesús hombre a descubrir que el camino mediante el cual Dios le pedía construir el Reino, exigía que lo dejara todo. Comenzaría dejando a su madre, su pueblo, su trabajo. Ya no tendría donde reclinar la cabeza. Ni siquiera una morada propia, cosa que hasta los zorros tienen. Tendrá que pedir hospedaje cada día, con la certeza de que muchas veces será rechazado. Tanto por los extraños, cuanto por los suyos. El camino no será el del triunfo, el del León de Judá rugiente y rampante. No va a ser como rey davídico, guiando multitudes al combate y a la victoria. No va a ser mediante el fuego devorador que los profetas hacían descender como castigo, ni tampoco sería mediante la zaranda que divide a los hombres quedándose con los justos y rechazando a los pecadores.
Tendrá en cambio que tomar sobre sí el pecado del mundo, que lo va a llevar al fracaso de la cruz. Y San Pablo nos dice que ese acta de condenación que pesaba sobre nosotros, Jesús la canceló, borrándola con su sangre en la cruz. Lo mismo que hacía el cordero vicario, reemplazante que asumía la realidad del pecado y haciéndose víctima del sacrificio, la borraba con su sangre.
Fijémonos como Juan el Bautista va a tener desde este momento un papel fundamental para ayudarle al mismo Cristo hombre, no a descubrir que Él es el camino, -¡si para eso vino!- sino cuáles van a ser los caminos mediante el cual el “Tata” Dios le pide que realice esta misión. Jesús la acepta y va al desierto para ponerse totalmente a disposición de Dios, realizando un duro proceso interior. Más adelante Juan volverá a tener, indirectamente, otro momento revelador en la vida de Jesús. Será a través de su muerte. Cuando le anuncien a Jesús que el Bautista ha sido asesinado en la cárcel, sabrá que se acerca su propia hora. Y comenzará a preparar a sus discípulos, y los hará pasar a ellos también por las mismas tentaciones, a fin de que logren aceptar el misterioso plan de salvación, que incluirá su muerte y anonadamiento.
Aquellos que ya habían aceptado a Jesús como su maestro tendrán que realizar un camino de laborioso reconocimiento del Mesías, aceptando también el camino mediante el cual Él conduciría a los hombres hacia el Padre.
Preguntémonos qué significaría para no-sotros el que hoy escuchemos al Bautista que nos señala diciendo: ¡éste es el cordero de Dios! El que tiene que cargar con el pecado del mundo. Porque normalmente preferimos hablar del Reino de Dios. Y entonces corremos el riesgo de que ciertas imágenes que el Bautista tuvo que quitarse de la cabeza, vuelvan a aparecer en la nuestra y con ello recuperen fuerza las tres tentaciones. Por eso es bueno volver siempre a aquel momento inicial y sentir que en la persona de Cristo se nos vuelve a señalar a nosotros, diciendo:
Ese es el cordero de Dios, que nos redime.
Sugerencias
-Preguntémonos con sinceridad ¿quién no soy yo?. Porque quizás la gente espera que yo sea el que soluciona los problemas. Y tengamos que decirle: yo no soy eso que vosotros pensáis. Entonces, ¿quién eres? Yo soy alguien que prepara el camino para que te encuentres con el Señor.
-El primer tipo de tentación se aprovecha de algo que hay en nosotros y nos seduce para el mal. La mejor manera de vencerla es rehuirla. Nuestros viejos maestros espirituales nos advertían diciéndonos: con la tentación no se dialoga.
-El segundo tipo de tentación viene del maligno. Y tenemos que enfrentarla con la palabra de Dios, para que no nos desvíe del camino estrecho y de la puerta angosta por la que Dios nos pide que cumplamos su voluntad.