Llegamos a la Pascua del Espíritu. Al gran protagonista discreto que nos suele pasar desapercibido.
Llegamos al comienzo de nuestra historia, al presente sencillo y al futuro distinto.
Llegamos, después de cincuenta días de encuentros resucitadores, a la posibilidad de hacer nuevas todas las cosas. A Aquel que nos hace gemir de esperanza en el anhelo que es aliento.
El Huésped que hay que acoger y que va a donde quiere. La libertad liberadora que está por doquier y en ningún sitio. El transeúnte de la paz y del gozo. Quien hace capaces a los amantes de buscar el encuentro y nos da sed de ese agua que sacia lo profundo.
Pone todas las cosas al revés y nos trastoca la existencia que creíamos realizada. Alma, hálito, aliento… todo en el cuerpo frágil y bello que media lo divino, como ya lo había hecho en el Hijo.
Nacer del Espíritu. Nacer nuevos a pesar de los años y las fatigas. Ilusión de niño y de poeta. Portador de amaneceres y de estrellas. Belleza que nos sorprende en un pétalo, en una gota, en una sonrisa o en la mano temblorosa que ya gobierna la enfermedad.
Huésped del hálito. Uno en nosotros y pluralidad bendita. Más allá de las instituciones y atravesándolas hacia lo arriesgado verdadero.
Justicia de misericordia y de invitación a la casa del pecador que es buena noticia.
Amor dilatado y concreto, tierno y empeñativo. Azucena.
Ven Huésped y sana las heridas del egoísmo y la discordia. Ven