Se trata de entender que no envejeces para morir. Pienso en la extraordinaria y precisa forma en que el Libro del Génesis describe el viaje del patriarca Abraham: «Abraham expiró… viejo y lleno de días» (Gen 25,8). Envejecemos para saciarnos de la vida y así sentimos que, aunque sea escasa o vacilante, la vida es el milagro más asombroso, indecible y pródigo que nos ha tocado en suerte. Con razón, James Hilmann escribió: «Envejeciendo revelo mi carácter, no mi muerte. La vejez es un laboratorio de la vida presente y no solo de la vida pasada, una escuela donde se profundiza el significado de la esperanza y el amor. Cuando estos sentimientos, ya despojados de la contaminación de los cálculos, lejos del afán engañoso de las metas que nos hemos fijado, finalmente revelan su naturaleza. Lo que es el amor en sí mismo y lo que es la esperanza sin más los ancianos lo saben mejor.
Hace cien años, a principios de la década de 1920, Max Weber escribió que, a diferencia de las generaciones anteriores, «los hombres ya no mueren saciados de vida, sino simplemente cansados». El dogmatismo con el que nos enfrentamos hoy a la productividad, la eficiencia y el consumo nos ha convertido en una sociedad desconectada de dimensiones esenciales. Tenemos que reconciliarnos con la vejez.