Ando, en este tiempo, en el remate de una tesis cuyo argumento fundamental es que la vida consagrada está avocada a una segunda reestructuración, eso sí, apoyada en el Espíritu. Además me atrevo a aventurar que la «solución de lo nuestro» no viene de «macro proyectos», sino de una reubicación de la comunidad local. El descubrimiento no es grande, es verdad, pero para mi definitivo y sin atenuantes.
Ya hace mucho que sabemos que no solemos tener problema con los postulados mayores. Nuestras declaraciones en pro de la solidaridad y humanidad; palabras como «apertura» y «pluralidad» circulan cómodas por los documentos, pero cojean a la hora de determinar la honestidad, generosidad y verdad como estilo de ser. Somos hijos de esta era y parece que no nos cuesta tanto asumir la declaración de los derechos humanos, como repartir una sonrisa concreta y sensible con el que vive a nuestro lado. No se si en algún momento de la historia bastaba con la constatación; en éste, ciertamente no y, de ahí, que desde este observador privilegiado que es nuestra Revista, no pueda quedarse uno tranquilo en la serena conclusión de que las cosas son así y así seguirán.
No es tan sencillo describir y proponer conclusiones que además den vida. Las cosas no son blancas o negras; buenas o malas. Los estilos son en sí ambiguos y cargados de matices. Tantos como personas o historias en las personas. Lejos de un relativismo, nos acercamos, más bien, a un perspectivismo con su posibilidad y dificultad. Y es que dependiendo de dónde te sitúes el horizonte se presenta abierto o despejado; o bien nublado y denso. Hay vidas tan cargadas y con conflictos internos tan intensos y tan explícitos que no es que se empeñen en ver la dificultad, es que solo experimentan dolor.
Entre mis descubrimientos más queridos, en largas horas de estudio y escucha de la vida religiosa, está aquello que lleva siglos descubierto: casi nada es lo que parece. Y cuando parece, no siempre es. Y asombrado o asombrada te dirás, ¡menudo descubrimiento! No te falta razón. Pero permitirás que en mi ingenuidad me entretenga en algo que seguro tu, ya tienes muy solucionado.
El problema de la vida religiosa no reside en los criterios o ideas guía, sino en la encarnación de los mismos en este presente. La forma de organizarnos puede adquirir tantos estilos como el marketing consiga importar. El fondo, o contiene donación total, interdependencia total, libertad en la misión y fe, o sencillamente no es. Tenemos la sospecha de que cierto malestar en la vida religiosa de nuestro tiempo no procede tanto de lo difíciles que son los patrones vitales que nos imponemos o la rigidez de nuestras estructuras, cuanto de la insatisfacción de la propia vida cuando no está sirviendo a una causa grande, profética y libre. Cuando la persona sabe que lo que vive es tibio, no es malo pero, en absoluto, resonante.
He descubierto que me duele la vida religiosa. Me duele porque es mi vida. Pero también he podido comprobar que no es unívoca esta experiencia. Suelo provocar a un hermano hablándole de su «piel de paquidermo» para describir que, casi nada, lo inquieta o conmueve. Supongo que la procesión va por dentro. Pero también he constatado en la tesis —solo hace falta la tesis de la vida para ello— que con los supuestos no se argumenta la comunidad y si lo hace, nace algo equívoco y vacío. Por eso me he preguntado a lo largo de muchas páginas qué mueve y conmueve a la vida religiosa de nuestro tiempo; qué fuerza tienen las palabras; qué significa vitalmente, en cada uno y en cada una, los procesos de reforma, renovación, reestructuración o revitalización… que, sin ser lo mismo, en esta suerte de control gnoseológico del lenguaje, los hemos unificado y hasta domesticado. Me he preguntado por qué algunas cuestiones muy coyunturales, que hemos decidido nosotros y no Dios, mueven tantas pasiones… Léase provincias, gobiernos, decisiones, documentos programáticos, «dafos» o cargos… y he llegado a la misma conclusión que antes les anunciaba. No tenemos problema en las grandes cuestiones, pero sí en las más pequeñas.
Si alguien repara excesivamente en lo pequeño y concreto es meticuloso; si no repara es disperso y bohemio; si alguien vive al detalle es detallista y si lo lleva al extremo es escrupuloso; si alguien se fija únicamente en los grandes ideales sin saber poner una lavadora es un idealista y convierte la vida de comunión, con su infinidad de minutos prácticos, en un dolor… La dificultad no la encontramos a la hora de la definición, pero sí a la hora de la integración. Cabe incluso la tentación de querer enmendar la plana al mismo Dios porque pudiendo llamar a personas bien complementarias y completas, ha llamado a incompletos que viven el conflicto cada vez que sueñan la complementariedad.
Sufre el que sostiene unos horarios y unas prácticas comunitarias porque es consciente de que el engranaje puede acabar con el misterio y la belleza de la comunión. Sufre además cuando hay hermanos y hermanas que con su vivir están diciendo que esas prácticas no son para ellos. Sufren aquellos que participan a medias o no participan porque, aunque no les dice nada lo que dejan, sienten que están a otro ritmo, otro gas y otro amor. Es preocupante la distancia que experimentamos por ejemplo entre el amor descrito como contenido de la vida religiosa y el amor vivido como protagonista de la misma.
Se han relajado y disminuido los círculos de compartir la experiencia de fe, los echamos de menos, pero cuando se nos proponen no los vemos para nosotros porque los consideramos artificiales, poco concretos y sin vida.
Resulta muy doloroso y hasta hiriente cuando percibimos la acepción de personas, porque no nos vemos tratados con el mismo cariño, confianza o respeto que otros se tratan. No nos duele, cuando somos nosotros quienes creamos praderas cómodas para los nuestros y montañas de sospecha para los otros.
Nos resulta dolorosa la fragmentación y hasta el enfrentamiento. En momentos de consciencia sabemos que es lo que dificulta la misión y la vocación. No sabemos solucionar un círculo vicioso para el que preferimos sea el tiempo quien lo solucione. Eso sí, íntimamente, sabemos que no se va a solucionar.
La infinidad de constataciones de dificultad sobre nuestros estilos de vida superpuestos, nos hace caer en la cuenta que el problema no está en el guión sino en los matices que cada uno introducimos al interpretarlo. Nos consolamos diciendo que somos así; es nuestra época y hay que aceptarlo.
En esas ideas de luz que la tesis me va ofreciendo, veo palpable que nos sobra ropaje. Muchas palabras y bien articuladas que den la impresión de que todo es acogido y, por tanto redimido, no consiguen, sin embargo, implicarnos a todos. Son tiempos de exhaustividad en los que sabemos decirnos todo, de maneras diversas, para que nadie se sienta dolido y todos se vean reflejados. Todavía tenemos corazón provinciano y cuando vemos nuestro nombre escrito, nuestra obra señalada o nuestro «logro», por mínimo que sea, subrayado, se nos pone el corazón contento, olvidando otros vacíos. Sin embargo es una alegría efímera que no llena ningún vacío interior. Hay una segunda cuestión que es la de la información. Cuanto más densa y fiel sea. Cuanto más se prodigue y se multiplique, tenemos también la vana sensación de que la integración se logra. Sin embargo, no solo no es así, sino que conduce a una soledad mayor. Siempre ha habido personas que no se conforman con leer el periódico, lo estudian… y desgraciadamente, no abren un milímetro la capacidad para comprender o ver de otra manera, sino desde la que traían antes de ojearon el titular de la primera página.
Exhaustividad e información por ser amplias y plurales, no mueven adhesión alguna. La clave está en la emoción. La vida religiosa necesita emoción que brota de la vida compartida, el proceso recreado y la fe explícita. Esa emoción será la que haga nacer para este tiempo la vida religiosa que el Espíritu necesita. No son muchos los que han percibido la llamada, pero son varios. Tienen edades diferentes. Conocen la vorágine de la acción denominada misión, siguen creyendo en las personas a pesar de desconciertos y decepciones. Son aquellos y aquellas que cada mañana le dicen a un Jesús, que sigue a la espera: «seguro que hoy es un día diferente». Son los que todavía creen en la oración como fuente de vida y en la vida como fuente de oración. Se emocionan y cantan, escuchan con atención. Tienen tiempo para todo y para todos, no viven a lomos del estrés en una carrera sin destino. Son gente con visión porque no se quedan en los nudos de la cuerda, sino donde ésta puede llegar para atraer a más… Hay religiosos y religiosas que viven intensamente este tiempo y lo leen como tiempo de oportunidad y salvación. Siguen desgranando salmos, pero gozan cuando hay intervenciones en primera persona, cuando abren el corazón y oyen que hermanas y hermanos también lo hacen. Creen en la comunidad, por supuesto, pero no se fijan en la organización sino en la persona. Saben que horarios y ritmos son bien efímeros y solo sirven para que la persona madure y busque su tiempo para la vida: Dios, los demás y uno mismo. Viven apasionados por la misión. Se emocionan cuando oyen, presencian y colaboran con decisiones, que naciendo de la fe, cambian la vida de quien llora, padece o está solo. Han descubierto que la seguridad de la misión no está en plataformas y redes, en coordinadoras o secretariados, sino en un Dios que se mueve en el desconcierto, la incertidumbre, la fragilidad y la libertad.
Viven en las estructuras actuales de sus congregaciones y órdenes. Son responsables y sacan adelante el servicio encomendado, pero su sueño es otro. No tiene ni cadenas, ni ritmos, ni historia, ni inercias que les obligue a seguir haciendo así, lo que lleva años haciéndose. Saben bien que lo que se les ha ofrecido es un papel en blanco para escribir amor y gratuidad con rasgos que la gente de este tiempo entienda.
Son los que, poco a poco, van entendiendo los dones carismáticos de la vida religiosa como aquellos que te impulsan a la presencia no formal ni funcionarial; a la palabra profética alternativa y hasta subversiva. Son consciente de ser dones — es su única protección— con presencia en la presencia en la calle, en la interacción con la vida de tantos contemporáneos que no leerán otra palabra de Dios, que las vidas de hombres y mujeres urgidos por un reino —signo preclaro de la utopía — que tensiona, constantemente este, nuestro mundo-mercado.
Son hombres y mujeres de lo pequeño. De los minutos cuidados y las conversaciones desde lo profundo y para lo profundo de la vida. Son adultos —casi niños— que siguen creyendo que lo bueno no se compra y creen en un mundo que no se mueve por el dinero o la fama. Son así el modo práctico que usa Dios para decirle a esta sociedad que se puede ser feliz sin tener… ¡Toda una osadía!
Estos hombres y mujeres, religiosos, son, ante todo personas. Abiertas al amor, capaces de amar. Los sufrimientos que comporta la vida no están centrados en sí mismos, sino en la impotencia cuando otros, que quieren, lo pasan mal. Saben que hablar de castidad es pronunciar palabras mayores que superan a la persona. Cada día, como niños, aunque bien mayores, le dicen a Jesús que quieren seguir aprendiendo a amar de verdad, —no en texto—, para tener bien lleno el corazón, porque sino no hay consagración. Son de los que saben que la raíz de esta forma de seguimiento —creo que de todas— es el enamoramiento. De otra manera hay cumplidores, organizados y organizadas, adultos jueces… pero muy poca vida y menos vida para dar. Y la vida religiosa no encuentra mejor definición que vida para regalar, en abundancia y en nombre de Dios. Aquellos que esclavizan su propia alegría ahorrándola, deben saber que se pierden la mejor parte de esto nuestro. Una vida regalada es una vida feliz y auténticamente virgen, porque entregada totalmente, no piensa en sí.
Hace algunos años, un buen profesor, utilizaba con sus alumnos, entre los que me encontraba, el término «bandolero» como adjetivo. Lo decía cada vez que veía que no estábamos donde teníamos que estar, o utilizábamos mal el idioma o nos saltábamos el trabajo que se nos había encomendado. Nos hacía tanta gracia que, entre nosotros, también, de vez en cuando, nos llamábamos bandoleros. Quizá se sumaba que en aquel tiempo las pocas series que un adolescente podía ver en la pobre televisión del momento, tenía especial fuerza una sobre bandoleros.
Lo cierto es que esto nuestro tiene mucho de héroes y de bandoleros. Con el debido respeto a cada vida hay mucho de héroe y, me temo, alguna aventura de bandolero. Y casi hasta me alegro. Me ha ayudado mucho a ayudarme y ayudar; a comprenderme y a comprender… y, sobre todo, a creer en el milagro de Dios porque su encarnación en la vida religiosa y en cada persona es tan real como la vida misma. Como me decía un religioso mayor, la presencia de Dios «es tan real como este dolor de huesos…».
Sí, también forma parte de mi descubrimiento académico que hay algo de bandolero y bandolera en aquel y aquella que jaleamos la misericordia como ley de vida. A veces estamos tentados de apropiarnos aquello que solo necesita nuestro aliento. O queremos hacer una justicia que se acomode a nuestro corazón más que al corazón de Dios… A veces, con nuestra buena intención, asaltamos, desconfiamos o ignoramos a quien nos parece no comparte lo mismo que nosotros. A veces, incluso, reducimos la pertenencia a la vida religiosa a caminar en la noche y en manada, para dar miedo y quitarnos el miedo. Reduciendo así nuestra vida religiosa a unos pocos, escogidos y compañeros de fechorías en la clandestinidad, donde circula poco aire porque respiran solo los mismos. A veces, hemos podido ser un poco bandoleros.
Hay, sin embargo, una parte del bandolero que le recuerda que es héroe. Reparte, piensa en los pobres, le duele la injusticia… A veces, aquellos bandoleros de la serie de televisión sólo necesitaban, andar en la luz, asearse y cantar el magníficat… porque sus gestas eran heroicas, aunque clandestinas y un pelín pasadas en la justicia «tomada por su mano».
Por eso he titulado este artículo así. En cada vida hay heroísmo… mucho. Y también alguna gesta de bandolero que hay que saber mirar con amor. Y además, —prometo que es el último descubrimiento— me atrevo a sospechar, porque he podido comprobarlo, que hay muchos religiosos, ellos y ellas, que dejan las actividades furtivas, cuando encuentran espacio de amor en sus congregaciones. Es el momento de aprovechar lo mejor de cada uno, de suprimir los cánones de uniformidad, de acoger, respetar y dar juego. No puede la Iglesia, ni cada congregación, seguir en un discurso comprensivo de un nosotros, si en verdad, no se comprende a cada uno.
Los que nos dedicamos a escribir y proponer, caemos, con frecuencia, en un voluntarismo integrador que es estéril. En el fondo, hablamos de «nosotros» o «de todos», pero tiene un trasfondo de singularidad porque queremos seguir los mismos en lo mismo. Ha tomado cuerpo en nuestra era que para saber qué piensa cada uno, no queda otro camino sino el acercamiento a cada uno, y esto no es fácil.
Más que preguntarnos dónde o de qué manera, la urgencia de este tiempo es sanar, serenar y emocionar a quienes tienen que significar la redención de todos. Es doloroso, pero la vida religiosa no se ha hecho heridas en las duras veredas de la calle, ni en las sombras de la noche solamente, las más dolorosas y sangrantes, se las ha hecho en sus casas, en lo que venimos llamando vida comunitaria. Y eso hay que solucionarlo porque algo que hiere no es vida y, mucho menos, anuncio de comunión