(José Manuel Vidal. Laico. Director de Religión Digital). Malaquita, corazón y levadura son las tres figuras que, a mi juicio, simbolizan los ‘brotes verdes’ de la vida religiosa. Que haberlos, haylos. La primera figura, la malaquita, es una piedra preciosa, que según dicen, tiene poderes mágicos. Pero no la he elegido por eso, sino por ser uno de los iconos más conocidos de la creatividad.
La vida religiosa ha estado siempre en frontera en la Iglesia o en las periferias, como se dice ahora, tras la estela del papa Francisco. Ha sido y, a mi juicio, sigue siendo, esa parte de la
Iglesia más activa, más rebelde, más genuina y, por lo tanto, más creativa. De ahí la proliferación de organizaciones, asociaciones y carismas, que fueron naciendo y consolidándose al albur de los signos de los tiempos. Porque la creatividad es una cualidad que se activa y se afina en consonancia con la actualidad más rabiosa.
Esa creatividad lleva a la vida religiosa a reinventarse continuamente. Y hoy, bajo las cenizas, que algunos consideran apagadas, soplan los aires de la primavera de Francisco y descubren las brasas ardientes de una vida religiosa más auténtica. Y refundada con dos brújulas: El Evangelio de Jesús y su seguimiento radical con los tres votos, así como el espíritu y la letra del Concilio Vaticano II, que el Papa está descongelando y reactivando. ¡Que se derrita la nieve y baje, desde la cima, a los valles del pueblo santo de Dios!
La segunda figura es la del corazón. Primero, porque la vida religiosa es todo amor. Amor total y desinteresado y completo. “Corazones partidos yo no los quiero y, si doy el mío, lo doy entero”. Un corazón que transforma al religioso solterón o a la religiosa solterona en personas fecundas. Con la fecundidad plena de la paternidad espiritual. Solo la fecundidad sana los corazones y los plenifica. Desde aquí, desde el corazón, la vida religiosa vuelve a colocar a las personas en el centro. Se ha terminado el tiempo en que la institución estaba por encima de las personas. Las congregaciones no son el fin, sino el medio, para que un grupo de hombres y mujeres se junten, para vivir la entrega, al estilo de los primeros cristianos, que lo compartían todo y lo tenían todo en común.
Y la tercera figura, a mi juicio esencial para la vida religiosa, es la levadura. Una levadura que provoca autenticidad. Primero, hacia adentro, en la propia comunidad. Y, después, hacia fuera, en la masa del mundo, que Dios quiere y bendice, porque ha salido de sus propias manos. Autenticidad que conduce a la entrega total y desinteresada por todos, pero especialmente por los vicarios de Cristo, los pobres. Dedicando a los preferidos de Dios sus obras y, para eso, llevándolas a las periferias geográficas y existenciales, alejándolas de los centros de las ciudades en manos de los más ricos y poderosos.
Autenticidad que es garantía de libertad. Con la mochila siempre al hombro y la tienda del nómada en la mano. Sin asentarse nunca, sin acostumbrarse a una vida cansina, sacudiendo continuamente las entretelas de la Iglesia. Desde la libertad de los seguidores de Jesús. Amén.