Jesús se acerca hoy al centro de la soledad: una viuda que acababa de perder a su hijo único. Una mujer a la que ya no le quedaba nadie, como lo iba a ser su propia madre María un tiempo después.
Lo importante en este evangelio es el movimiento de las entrañas de Jesús («le dió lastima») y las dos palabras que cambian la vida de la viuda anónima: «no llores».
A partir de aquí todo es vida recuperada, todo esperanza colmada, todo resurrección anticipada. Ya no importan ataúdes o cortejos funerarios, ya no hay dolor infinito, ya no hay soledad impenetrable.
A las afueras de Nain se produce el gran milagro de la victoria sobre la oscuridad del que se va y la negrura de los que se quedan, como primicia de lo que va a ser de nosotros y los nuestros gracias a este Señor de Vida al que se le siguen conmoviendo las entrañas cada vez que la fría muerte se empeña en dejar su soledad profunda en nuestro corazón. Él sigue habitando soledades.
Dios haga que nos sigamos conmoviendo y poniendo manos a la obra.