Por su relevancia y en homenaje a su fecunda misión, publicamos Sobre el discernir comunitario. Reflexión que publicó en la Revista Vida Religiosa en 1997.
Sobre el discernir comunitario
Las cosas perennes e importantes
Leyendo las constituciones de la Compañía de Jesús, hacen impresión unas palabras de Ignacio de Loyola cuando habla de los casos en que se tendrá Congregación general (cf. n. 680). Fuera del caso en que se ha de elegir al Prepósito General, dice que se tendrá “cuando se hubiese de tratar de cosas perpetuas y de importancia”. Lo de las cosas “de importancia” es algo que se da por descontado. Llama la atención, más bien, lo de “las cosas perpetuas”. Y surge espontánea la pregunta sobre el significado, tal vez escondido, de estas palabras.
Es que, en tiempos recientes, nos hemos estado manejando con la idea de que la justificación de los capítulos está sobre todo en las cosas nuevas: nuevas situaciones, nuevos desafíos, nueva cultura, nueva evangelización, etc. Un “mundo nuevo”. Además, ha sido la Iglesia posconciliar la que ha confiado a los capítulos la renovación de la vida religiosa, que para ellos ha sido de hecho la gran tarea de estos años.
La cosa podría ser interpretada como un contradictorio muy llamativo entre el pensamiento ignaciano y el magisterio conciliar. Más realísticamente, es probable que se trate de dos perspectivas que, sobre todo en situaciones de encrucijada, la existencia cristiana habrá de conjugar siempre. “Hallar la voluntad de Dios” y “hacer elección” son dos expresiones del libro de los Ejercicios que, como fibras de perennidad y actualidad, de eterno y de nuevo, han de ir tejiendo a dos colores un único proyecto de vida cristiana.
Según un paralelismo que emerge del pensamiento ignaciano, lo que los Ejercicios son para el creyente es el capítulo general para una congregación: momento para “hallar la voluntad de Dios” y para “hacer elección”; tiempo de obediencia al Espíritu y de respuesta a urgencias de misión; por lo tanto, hora de gracia para el discernir comunitario. En este sentido, los capítulos han venido a proponerse con cierto carácter paradigmático del actual camino de las comunidades, en que el discernimiento, con sus propios tiempos e instancias, ha sustituido a la categoría de la “observancia”, de tanta significación en el pasado. De ahí que cuanto podamos decir de los capítulos corresponda también, con total normalidad, a otros momentos comunitarios más frecuentes y más próximos a situaciones locales, aunque puedan gozar de menos autoridad formal.
La gracia del discernimiento
Puede sernos útil tener en cuenta algunas indicaciones de San Pablo sobre el discernimiento. Por una parte, Rm 2, 14 da como característica de los hijos de Dios el ser guiados por el Espíritu de Dios. Hecho hijo de Dios pero no arrancado de este mundo (cf. Jn 17, 15-18), el cristiano tiene que orientarse y realizarse en él, que, según Gal 1, 4, es un “mundo perverso”, que no recibe al Espíritu de la verdad (cf. Jn 14, 17) y que odia al discípulo de Jesús (cf. Ib 15, 18-19).
Por otra parte, en ICor 12, 10, San Pablo habla de un “discernimiento de espíritus” que es un don, un carisma especial, concedido a algunos para utilidad común. Un don que tiene que ver con la animación comunitaria; que parece otorgado a aquellos —no sólo personas físicas— de quienes se espera este servicio.
Según el análisis que hace el Evangelio, en la escena de este mundo están en acción diversidad de “espíritus”, “inspiraciones”, mociones, ideas, impulsos. Diversos por proveniencia (de Dios, del hombre, del maligno…) y por orientación (los propósitos que llevan a actuar). Basta recordar la parábola de la cizaña (cf. Mt 13, 24 ss).
En este panorama, la urgencia de discernir los espíritus no resulta simplemente del ansia de tener ideas claras o de hacernos más sabios. El discernimiento es don para el cristiano en cuanto lo habilita, en su concreta encrucijada, para hallar la voluntad de Dios con vistas a realizarla. En eso estaba el alimento y el quehacer del Hijo de Dios (cf. Jn 4, 34; Mt 26, 42). No puede ser de otro modo para quien integra la comunidad fraterna de Jesús (cf. Mt 12, 50).
Para ser fiel realizadora de la voluntad de Dios, una congregación ha de mantener lubricados los dinamismos del discernimiento, tanto en lo cotidiano de cada comunidad como en la hora especial de un capítulo. Tiene que actualizar la conciencia del “espíritu” que le dio vida, con vistas a favorecer su crecimiento y tonificar sus expresiones y sus obras. No cerrar los ojos a la realidad de que hay otros “espíritus” que, como en la parábola evangélica, siembran silenciosamente en nuestro campo también ahora: conformismo, espíritu secular, hedonismo, consumismo, autonomía de la acción, mesianismo socio-religioso…
En el proceso del crecimiento evangélico llega un momento en que tanto la persona como la comunidad-congregación tienen que ocuparse también de un “discernimiento del Espíritu”. No basta sustraerse a inspiraciones no evangélicas y dedicarse a obrar bien. Es preciso, “en el Espíritu”, buscar lo que es mejor, lo que da mayor gloria a Dios, lo que es de mayor servicio al prójimo. Allí, tal vez, el cambio, la conversión que se nos va requiriendo; las cosas nuevas que adquieren cuerpo en razón de las cosas perennes. ¿Qué es lo que hoy el Espíritu dice a esta fracción de Iglesia con vistas a la realización de la voluntad de Dios? Habida cuenta de nuestro propio don carismático ¿dónde está hoy lo mejor, lo de mayor servicio, que como personas y como comunidad hemos de vivir y realizar?
Estamos, a todas luces, ante un acto que, más allá de análisis eruditos y elaboradas estrategias, es sobre todo una instancia religiosa, evangélica; es obediencia al Espíritu que, como enseña la historia, es quien actúa las transformaciones más radicales en el mundo de los hombres.
El clima del discernimiento
El discernimiento es, por tanto, instancia vital para el creyente. Es una búsqueda de sintonía con el Espíritu que, en definitiva, es el principal realizador de la misión y de la santificación.
Aunque tal vez en forma no conceptualizada, cuando elegimos a quien nos represente en un capítulo o asamblea semejante estamos, con toda probabilidad, señalando a un creyente que expresa esta sintonía y está familiarizado con los dinamismos del discernimiento espiritual. Es obvio que, si este discernimiento no fuera algo consolidado en lo personal y cotidiano, resultaría muy difícil de improvisar en las grandes ocasiones comunitarias.
A su vez, en la hora significativa de un capítulo, se hace necesario asegurar el clima del discernimiento. Es un plus que, por si solos, ni el reglamento capitular, ni la organización, ni la buena convivencia pueden sustituir. Resultará de las actitudes más profundas de las personas.
Dependerá, ante todo, de nuestra costumbre de orar y de pasar por la oración todas las cosas. En lo pequeño y en lo grande, discernir significa búsqueda de la voluntad de Dios nuestro Padre. Y esta búsqueda implica decir como Jesús, de rodillas en el Huerto de los Olivos: «Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, hágase tu voluntad» (Mt 26, 42). Una oración de súplica cuyo fondo sea esta actitud de Jesús tiene que aflorar de continuo a lo largo de la jornada capitular. Digo más: un capítulo es un Getsemaní en que se nos dan a beber cálices muy amargos. Y puede suceder que en esa hora, por falta de costumbre, no demos con las palabras de Jesús…
El clima de discernimiento dependerá de nuestra capacidad contemplativa de leer la realidad del mundo en que nos movemos a la luz de la Palabra de Dios: una Palabra que hemos experimentado como fuerza creadora y regeneradora, como juicio, como anuncio, como pedagogía de salvación, como consuelo y prenda de vida futura. Desde los momentos que dediquemos a escuchar y meditar esta Palabra creceremos en la comprensión evangélica de las situaciones en que hoy se debate el pueblo de Dios y alumbraremos nuevas inspiraciones para la vida y la misión que nuestra comunidad está llamada a expresar.
Segundo elemento necesario para asegurar un clima de discernimiento: la libertad de espíritu. La cual es, por encima de todo, gracia del Espíritu y espiritualidad que hay que desarrollar personal y comunitariamente (cf. Act 4, 18-20; 5, 29; 2Tim 2, 9). Por lo mismo, es algo más radical y decisivo que un derecho a reivindicar, que los otros habrían de asegurarnos desde fuera.
Hablando de esta libertad de espíritu Ignacio de Loyola emplea una palabra escueta y tal vez poco simpática: indiferencia. Para hallar la voluntad de Dios y realizarla nos es necesario ser profundamente libres respecto de toda otra categoría de realidades y valores: pasadas por el fuego de la indiferencia, estas cosas quedan luego asumidas en el dinamismo del “tanto-cuanto”. Hay, de hecho, muchas cosas que secuestran nuestra libertad interior: vínculos del corazón, posiciones ideologiza- das, pequeños intereses de grupo, falta de familiaridad con el horizonte de las mayores urgencias y necesidades… Es claro que, a un cierto nivel, la libertad que necesitamos, más que un resultado sociológico, es el producto de una regeneración interior: la que actúa en nosotros el Espíritu haciéndonos tomar conciencia de que no somos esclavos sino hijos (cf. Rm 8, 14-17).
Es una libertad que, según el pensamiento agustiniano, no es sólo estar exentos de cadenas, de temores o de debilidades: es también capacidad de decidirse por lo bueno y por lo mejor; y, consiguientemente, de actuarlo. El liderazgo que un Instituto espera de su capítulo ha de percibirse en la capacidad de trazar un camino, de ser operativo, de optar por una siempre mejor realización del objeto del mismo Instituto, de dejarse libremente guiar por la acción del Espíritu.
El clima capitular de discernimiento ha de surgir también del ejercicio del diálogo. Las Constituciones de mi Congregación dicen (n. 29) que “en la búsqueda y cumplimiento de la voluntad divina todos estamos obligados a ofrecer nuestra ayuda a los hermanos con la oración, el consejo y el diálogo fraterno”.
Es ésta una praxis cristiana ya desde la experiencia de comunidad apostólica que se describe en el libro de los Hechos (cf. 4, 23- 31; 15, 4-22; etc.). Las más antiguas formas de vida cenobítica han propuesto, junto con la guía del padre espiritual, el oir a los hermanos como camino de discernimiento. De hecho, los capítulos son desde siempre un foro de intenso diálogo en que, con la participación responsable de los hermanos, se maduran los propósitos comunes que dan lenguaje al querer de Dios respecto de la comunidad. Ahí se tiene la benéfica oportunidad de escuchar mucho, de dejarse interpelar por la palabra y el testimonio de los hermanos. Es también tiempo de brindar, con actitud transparente, la propia capacidad propositiva de cara al futuro. Por este camino se llega a aquel lenguaje único que nos da la seguridad de comprendernos y que, más allá de la pluralidad, hace compacto el “nosotros”, sujeto capaz de expresar y generar comunidad en cuanto acuerda.
Siendo una instancia de espiritualidad, este diálogo comporta una ascesis: no resulta de pura espontaneidad o camaradería. Ha de alimentarse de continuo en las fuentes de la caridad teologal, que no hace acepción de personas, que construye comunión, que no excluye los planteamientos de la abnegación personal, puesto que busca en todo la gloria de Dios.