FORZAR LA AURORA A NACER

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«La situación de confinamiento, especialmente cuando las medias de edad son altas, puede generar una especie de “miedo líquido”, indefinido, pero fuerte»

(Emili Turú. Marista. Secretario General de la USG). Me parece que la reflexión sobre “la vida consagrada después del Covid-19” debemos hacerla desde la perspectiva más amplia de “la humanidad después del Covid-19”. Porque creo que no debiera preocuparnos tanto qué va a pasar con nosotros, como qué va a pasar con las mujeres y hombres de hoy, puesto que el Espíritu nos suscitó para estar a su servicio, y solo desde esta perspectiva tiene sentido nuestra vida y, por tanto, nuestra reflexión.

¿Qué nos dice el Espíritu en el aquí y ahora de este momento histórico tan peculiar?

El papa Francisco nos ha recordado que “este es el tiempo favorable del Señor”, durante el cual estamos llamados a “asumir el impacto y las graves consecuencias de lo que estamos viviendo” (meditación publicada en la revista Vida Nueva, 17 abril 2020).

La situación de confinamiento, especialmente cuando las medias de edad son altas, puede generar una especie de “miedo líquido”, indefinido, pero fuerte, que origine cerrazón y pérdida de perspectiva. Cuando lo más inmediato y urgente es sobrevivir, no hay mucho espacio para grandes reflexiones de futuro.

¿Pudiéramos quizás empezar reflexionando sobre “lo que estamos viviendo” para intentar ver con más claridad por dónde avanzar, asumiendo su “impacto y graves consecuencias”?

Mismatch

“The evolutionary mistmach” (discordancia evolutiva) es el nombre dado a una hipótesis barajada por estudiosos de biología evolutiva, según la cual hay momentos en el proceso evolutivo en que se dan estados de desequilibrio entre un organismo y su entorno. Un caso clásico de discordancia sería cuando las adaptaciones que contribuyeron a la supervivencia y a la reproducción en entornos previos son inadecuadas en el entorno cambiado. Mayor es el desajuste, mayores son los riesgos para la supervivencia del organismo o de enteras especies.

Simplificando un poco las tesis de Ronald Giphart y Mark van Vugt, que publicaron en 2018 su libro Mismatch, podríamos decir que nuestras mentes tribales de la edad de piedra se encuentran mal equipadas para tratar con los graves problemas existenciales actuales, y por eso se dan toda una serie de “desajustes” o “discordancias”.

La situación mundial creada por el coronavirus-19 ha puesto en clara evidencia el cambio de época (un cambio muy profundo de nuestro entorno) del que venimos hablando desde hace años, y para el cual da la impresión de que no estamos ni de lejos preparados. Desgraciadamente, estamos viendo cada día, especialmente a través de algunos líderes políticos, cómo se proponen, de manera reactiva y espontánea, respuestas a esta nueva situación que parecen más de la edad de piedra que del momento evolutivo actual: respuestas “desajustadas”.

¿Cómo se puede superar esa “discordancia evolutiva”? Normalmente se podría hacer de tres maneras: en primer lugar, a través de un cambio del entorno (pero todo parece indicar que este cambio de época no tiene marcha atrás); en segundo lugar, por evolución genética (y probablemente hablamos de miles de años) o bien, en tercer lugar, por acomodación de la conducta o cambio cultural (que es donde nos queda alguna esperanza de actuar).

Cambio cultural

El cambio cultural, pues, aparece como lo más deseable y urgente en el momento actual. De hecho, ya hace años que el papa Francisco está insistiendo en evolucionar de una “cultura del descarte y de la indiferencia” hacia una “cultura del encuentro y el diálogo”, una “civilización del amor”.

Esta es la cultura que corresponde a la nueva era que está naciendo entre dolores de parto y tratando de superar las resistencias de nuestras mentes tribales, que afloran de manera especial en momentos de crisis y dificultad como los actuales.

Si queremos dar ese paso evolutivo hacia una cultura distinta, entonces creo que tendremos que profundizar en una serie de “desajustes” tanto a nivel social como eclesial, que no son en absoluto nuevos, pero que el momento que vivimos ha hecho más visibles. Destacaría algunos de ellos, que creo nos iría bien explorar de cara al futuro, sobre todo preguntándonos cuál es el rol de la vida consagrada en cada uno de esos temas.

El desastre perfecto para el capitalismo del desastre

Naomi Klein publicó hace 13 años su libro La doctrina shock: el auge del capitalismo del desastre. Partiendo de lo que ocurrió en Estados Unidos después del 11 de septiembre, analiza, de manera muy detallada, la estrategia política de utilizar las crisis a gran escala (por ejemplo, la provocada por el huracán Katrina) para impulsar políticas que sistemáticamente profundizan la desigualdad, enriquecen a las élites y debilitan a todos los demás.

La especulación de los desastres y de la guerra no es un concepto nuevo, pero en momentos de crisis, la gente, que está bajo shock (de ahí “la doctrina shock”), tiende a centrarse en las emergencias diarias de sobrevivir a esa crisis, sea cual sea, y tiende a confiar demasiado en los que están en el poder. Es durante esos momentos que las industrias privadas surgen para beneficiarse directamente de las crisis a gran escala.

Covid-19 es, evidentemente, el desastre perfecto para ese capitalismo del desastre. Y, con toda probabilidad, se van a dar el mismo tipo de políticas que en el pasado, que hacen que la brecha entre ricos y pobres se abra cada vez más. Lo confirmaría, por ejemplo, el hecho de que en Estados Unidos quien coordina la “task force” crea-da para el Covid-19 es el vicepresidente Mike Pence, el mismo que ya coordinó el grupo de Katrina.

La Pontificia Academia para la Vida, en su nota del 30 de marzo, decía que “una emergencia como la del Covid-19 es derrotada en primer lugar con los anticuerpos de la solidaridad”. Exactamente lo contrario de la filosofía del “capitalismo del desastre”, hija legítima de la “cultura del descarte”.

¿Cerrar fronteras o hacerlas porosas?

El filósofo Byung-Chul Han ha puesto en evidencia recientemente (El País, 22 de marzo) las contradicciones de ciertas decisiones, como el cierre de fronteras, que califica de “sobreactuación inútil”: “Los cierres de fronteras son evidentemente una expresión desesperada de soberanía. (…)Pero eso es una huera exhibición de soberanía que no sirve de nada. Serviría de mucha más ayuda cooperar intensamente dentro de la Eurozona que cerrar fronteras a lo loco. Entre tanto también Europa ha decretado la prohibición de entrada a extranjeros: un acto totalmente absurdo en vista del hecho de que Europa es precisamente adonde nadie quiere venir”.

Sabemos bien que los países no pueden protegerse cerrando permanentemente sus fronteras. Recordemos que las epidemias se propagaban rápidamente incluso en la Edad Media, mucho antes de la era de la globalización. Dice Yuval Noah Harari que “en la lucha contra los virus, la humanidad necesita vigilar de cerca las fronteras. Pero no las fronteras entre países. Más bien, necesita vigilar la frontera entre el mundo humano y la esfera de los virus” (Time, 15 marzo).

Los cierres de fronteras, pues, como expresión de esas políticas del “nosotros primero”, que están teniendo éxito en algunos países. Una vez más, aflora una mentalidad tribal que no se corresponde al momento evolutivo actual.

Según el papa Francisco, “si algo hemos podido aprender en todo este tiempo, es que nadie se salva solo. Las fronteras caen, los muros se derrumban y todos los discursos integristas se disuelven ante una presencia casi imperceptible que manifiesta la fragilidad de la que estamos hechos” (Papa Francisco, Vida Nueva).

Como humanidad nos enfrentamos a una elección importante: “entre el aislamiento nacionalista y la solidaridad mundial. Tanto la propia epidemia como la crisis económica resultante son problemas mundiales. Solo pueden resolverse eficazmente mediante la cooperación mundial” (Yuval Noah Harari, La Vanguardia, 5 de abril).

La salud de la humanidad y la salud del planeta

El Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) ha publicado hace poco un estudio (“Pérdida de naturaleza y pandemias”) sobre la relación directa entre la destrucción de la naturaleza, el cambio climático y el aumento del riesgo de pandemias como la actual Covid-19: “Virus y bacterias conviven con nosotros desde siempre. En hábitats bien conservados, con gran diversidad de especies que se relacionan en equilibrio, los virus se distribuyen entre las distintas especies y no afectan al ser humano. Pero cuando la naturaleza se altera o destruye, se debilitan los ecosistemas naturales y se facilita la propagación de patógenos, aumentando el riesgo de contacto y transmisión al hombre, con los consiguientes efectos negativos sobre nuestra salud”.

En este estudio subrayan que, en el actual contexto de crisis sanitaria global provocada por el coronavirus, la prioridad es detener la expansión del virus y luchar con todos los medios posibles para salvar todas las vidas humanas posibles. Pero insisten en que tenemos que recordar que esta crisis está directamente vinculada con la destrucción del planeta y que, después de la emergencia sanitaria será necesario replantearse la prevención y lucha de futuras pandemias.

Parece que “hay consenso entre todos los científicos de la ONU de que tenemos una pequeña ventana de oportunidad de una década para revertir el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y evitar adentrarnos en la catástrofe, llena de futuras pandemias… Somos la primera generación consciente de que estamos en ese límite, y si no lo revertimos, nuestros hijos no podrán. Hay una gran oportunidad, hay que darle la vuelta a este modelo de desarrollo en el que vivimos, basado en una relación muy depredadora de la naturaleza” (Juan Carlos del Olmo, secretario general de WWF España).

¿Cómo superar esa ruta peligrosa? El Papa responde: “con un cambio de rumbo. Nunca hemos maltratado y lastimado nuestra casa común como en los últimos dos siglos… estas situaciones provocan el gemido de la hermana Tierra, que se une al gemido de los abandonados del mundo, con un clamor que nos reclama otro rumbo” (53).

“Muchas cosas tienen que reorientar su rumbo, pero ante todo la humanidad necesita cambiar. Hace falta la conciencia de un origen común, de una pertenencia mutua y de un futuro compartido por todos. Esta conciencia básica permitiría el desarrollo de nuevas convicciones, actitudes y formas de vida. Se destaca así un gran desafío cultural, espiritual y educativo que supondrá largos procesos de regeneración” (202).

El falso dilema seguridad sanitaria-libertad

Todos hemos podido experimentar durante este tiempo de crisis que se han limitado nuestras libertades para evitar contagios y que los servicios sanitarios se colapsaran. Con gusto hemos aceptado esa limitación de nuestra libertad, sabiendo que era para nuestro propio bien y el de las demás personas.

Por otra parte, hemos aprendido a través de los medios de comunicación que algunos países asiáticos han sufrido menos los efectos del Covid-19, especialmente porque estos apostaron fuertemente por la vigilancia digital, en un contexto donde prácticamente no existe la protección de datos. Por ejemplo, los proveedores chinos de telefonía móvil y de Internet comparten los datos sensibles de sus clientes con los servicios de seguridad y con los ministerios de salud.

Hoy, por primera vez en la historia humana, la tecnología hace posible vigilar a todo el mundo todo el tiempo. En los últimos años, los gobiernos y las empresas han recurrido a tecnologías cada vez más sofisticadas para rastrear, vigilar y manipular a las personas. Sin embargo, si no tenemos cuidado, la epidemia podría marcar un importante hito en la historia de la vigilancia.

“En los últimos años se está librando una gran batalla en torno a nuestra intimidad. La crisis del coronavirus podría ser el punto de inflexión en ella. Porque, cuando a la gente se le da a elegir entre la intimidad y la salud, suele elegir la salud.

En el hecho de pedir a la gente que elija entre intimidad y salud reside, en realidad, la raíz misma del problema. Porque se trata de una falsa elección. Podemos y debemos disfrutar tanto de la intimidad como de la salud. Es posible proteger nuestra salud y detener la epidemia de coronavirus sin tener que instituir regímenes de vigilancia totalitarios, sino más bien empoderando a los ciudadanos” (Yuval Noah Harari, ídem).

Estamos, pues, ante un momento muy importante, en el que los gobiernos pudieran tomar decisiones en la línea de aumentar el control de sus ciudadanos, amparados en el miedo de la población. Pudiera ser que, casi sin darnos cuenta, estuviéramos renunciando a nuestras más preciadas libertades, convencidos de que ésa es la única manera de salvaguardar nuestra salud.

¿Una Iglesia de mentalidad clérigo-céntrica?

Por razones muy válidas y fáciles de comprender, se han suspendido los actos litúrgicos que implican reunión de personas sin que se puedan asegurar los mínimos imprescindibles para la seguridad de todos. Como el confinamiento ha coincidido con la Semana Santa, esto ha significado que la mayor parte de los cristianos no han podido celebrar su fe en comunidad durante un tiempo litúrgico muy importante.

Se han ofrecido algunas alternativas muy creativas, invitando a celebraciones domésticas, o a compartir la fe a través de los medios digitales. En otros casos, se han ofrecido las celebraciones por televisión o Internet, con un mínimo de participantes presentes, o incluso estando el celebrante solo.

Me ha parecido muy interesante el debate que se ha abierto entorno a este tipo de celebraciones, especialmente el que he podido seguir a través de “La Croix International”. Más allá de los debates estrictamente litúrgicos, que creo se deben profundizar a la luz de la doctrina del Vaticano II, me parece importante explorar la mentalidad que se manifiesta detrás de las decisiones tomadas.

Por ejemplo, si tomamos el decreto de la Congregación para el Culto Divino sobre cómo celebrar el Triduo Pascual (“En tiempos del Covid-19”, marzo 2020), cuando se refiere a la participación de los fieles laicos, todo se resume en una frase: “Los fieles deben ser informados de los horarios de las celebraciones, de manera que se puedan unir en oración desde sus casas”.

  1. P. Grayland, un sacerdote de Nueva Zelanda, comenta así el texto: “Si esta frase resume la comprensión y el enfoque del Vaticano sobre la liturgia, entonces no debería sorprendernos ver la celebración de rituales locales pintorescos y populares en los escalones vacíos de una iglesia vacía. Y, si esta frase ilustra que es solo cosa de clérigos y que no nos tomamos en serio el lugar litúrgico y teológico de los laicos, entonces deberíamos saber que la renovación del Concilio Vaticano II ha sido solo superficial. Espero estar equivocado en ambos supuestos” (Pandemic and the dilemma of Catholic liturgy, La Croix International, 11 de abril).

He recogido cinco temas –entre los muchos que sin duda se pudieran señalar– que me parecen muy importantes para el momento que estamos viviendo, y en los que se juega ese cambio cultural del que hablamos: avanzar hacia una cultura del encuentro y el diálogo, o bien el regreso a una cultura del descarte y la indiferencia.

Cada uno de estos temas necesitaría ser explorado en profundidad, siempre desde la perspectiva de cómo podemos servir mejor a nuestras sociedades y a la comunidad eclesial.

Una oportunidad histórica

En todos los campos señalados, la vida consagrada está ya haciendo su contribución, de una manera u otra. Lo que está emergiendo ahora a nivel social confirma muchas de las grandes líneas adoptadas por las familias religiosas: la opción por las personas más vulnerables y descartadas, que se sitúa en las antípodas del “capitalismo del desastre”; el profetismo de un mundo sin fronteras, con la disponibilidad para servir donde más falta haga en el planeta, y visibilizando, a través de estructuras internacionales y de comunidades interculturales, que otro mundo es posible; el compromiso con la conversión ecológica y la promoción de una cultura del cuidado; el empoderamiento de las personas a quienes servimos, lejos de paternalismos o mecanismos de control; el compromiso por promover una Iglesia servidora y fraternal, tratando de superar todo tipo de clericalismo, etc.

Esta confirmación es también una invitación a continuar profundizando y a abrirse a la acción del Espíritu, siempre presente y actuante; en palabras del Papa, se trata de “sumarse a su movimiento, capaz de ‘hacer nuevas todas las cosas’”.

Algo está ocurriendo en la humanidad, fruto de esta parada que nos hemos visto obligados a hacer. El periódico “The Times” del día 18 de abril comentaba una encuesta realizada en Gran Bretaña, según la cual, el 85% de las personas entrevistadas no desean retornar al estilo de vida que llevaban antes, sino que quieren incorporar a sus vidas algunos de los cambios personales y sociales vividos durante el confinamiento. Hablan, por ejemplo, de la mejoría observada como fruto de una menor contaminación, y de un sentido comunitario más fuerte.

Estos tiempos en que vivimos no son “normales”. Y en un momento de crisis, las mentes pueden cambiar con rapidez. Se nos ofrece, pues, una oportunidad histórica, y sería una pena que se nos escapara.

“Es el soplo del Espíritu que abre horizontes, despierta la creatividad y nos renueva en fraternidad para decir “aquí estoy” ante la enorme e impostergable tarea que nos espera. Urge discernir y encontrar el pulso del Espíritu para impulsar junto a otros las dinámicas que puedan testimoniar y canalizar la vida nueva que el Señor quiere generar en este momento concreto de la historia” (Papa Francisco, Vida Nueva).

La noche está terminando

“Ojalá que también vosotros, al escrutar los signos de los tiempos, podáis decir: la noche está terminando, porque el sol está ya inundando el horizonte” (Mons. Tonino Bello).

Aún en medio de la oscuridad propia de la noche, creemos en que un nuevo día se está avecinando. “Es hermoso que en la noche creamos en la luz”, solía repetir Giorgio La Pira, el popular “sindaco (alcalde) santo” de Florencia. Y añadía, citando siempre al poeta francés Rostand: “hay que forzar la aurora a nacer, creyendo en ella”.

Creer en la aurora no es un ejercicio poético o intelectual, sino que exige acción: hay que forzar, empujar a esa aurora para que nazca. Estamos al alba de una nueva época, que reclama creatividad, imaginación, novedad, juntar manos y esfuerzos.

Hay que empujar juntos para que ese enorme cambio cultural que deseamos y que el Espíritu está promoviendo, pueda seguir avanzando.

Muchas personas han despertado, han abierto los ojos durante este período de confinamiento, y han sentido la necesidad de un cambio personal y social. Algo que pudiera perderse cuando volvamos a “la vida de siempre”.

La vida consagrada sigue teniendo una enorme actualidad en este nuevo contexto: “¡Despertar al mundo! ¡Sean testimonio de un modo distinto de hacer, de actuar, de vivir! Es posible vivir de un modo distinto en este mundo… Los religiosos siguen al Señor de manera especial, de modo profético. Yo espero de ustedes este testimonio. Los religiosos deben ser hombres y mujeres capaces de despertar al mundo… La prioridad de la vida consagrada debe ser la profecía del Reino, que no es negociable. El acento debe caer en el ser profetas, y no en el jugar a serlo” (Papa Francisco, en diálogo con los miembros de la USG, noviembre 2013).

No podía haber tarea más hermosa y apasionante que ésta que se nos confía. Estoy seguro de que la vida consagrada sabrá estar a la altura de la responsabilidad, como ya hizo tantas veces en el pasado.