La enfermedad del tiempo tiende a progresar y acelerase cada vez más. Vivimos en un contexto de celeridad y prisas, del que es difícil sustraerse y que nos determina.
Esta enfermedad se desarrolla tanto en el cuerpo como en el espíritu. No entra en nuestros baremos de ética o moralidad. Pero ¡puede ser mortal! ¡No solo para los individuos, también para los grupos y la sociedad! Es la enfermedad que deteriora las relaciones interhumanas, que no se responsabiliza suficientemente de tantas cosas como realiza y va dejando tras de sí superficialidad, endeblez… y hasta castillos en el aire.
La enfermedad del tiempo ¿en qué consiste?
Carl Honoré ha escrito hace ya unos cuantos años un libro que mantiene su actualidad. Me sorprendió apenas aparecido y provocó en mí serio autoexamen. Desde entonces, mi mente me ha pedido no colaborar con las prisas, ni con la inquietud. También he ido descubriendo que no es fácil convertirse del todo, porque estamos acosados por un sistema de prisas y de crecimiento cuantitativo y no cualitativo. Lo importante para el sistema es “ganar”, “crecer”, “obtener beneficios” aunque sea engañando. El sistema se ha vuelto muy obeso. Nuevas generaciones lo siguen alimentando. Parece que no hay marcha atrás. Siempre queda la posibilidad de activar las alarmas, especialmente cuando la prisa enfermiza se agrava. Carl Honoré tituló su libro “El elogio de la lentitud”.
Antes de ofrecer la terapia, el autor hace un diagnóstico de “la enfermedad de nuestro tiempo”, que me parece muy certero. Inspirado por sus ideas, ofrezco ahora una reflexión que nace también de mi experiencia vital.
¡Hay que ir más rápido!
El tiempo no da de sí. No tenemos suficiente tiempo. Hay que ir más rápido. Hay que apresurarse más.
Somos muchos quienes escogemos “el carril rápido” para conducirnos por la vida. Somos “contrarrelojistas” con cara de prisa. Nuestros pasos son acelerados. Nuestros cuerpos y rostros van un poco desencajados cuando “no llegamos a tiempo”. Los nervios se tensan más de la cuenta cuando algo se interpone a la velocidad de crucero de nuestra vida, cuando algo o alguien entorpece el ritmo frenético que llevamos.
Por eso, rezamos deprisa, comemos deprisa, nos desplazamos de un lugar a otro deprisa. Conversamos con otros lo mínimo haciéndoles ver que tenemos prisa. Cuando estamos somos, no somos capaces de concentrarnos. Nuestra vida personal se convierte en un zapping permanente: de una parte a otra, de una tarea a otra, dejándolo todo a medias. Se nos ofrece “comida rápida”, “lectura rápida”, “noticias en poco tiempo”…
La aceleración es, ante todo, una enfermedad social. No se valora la lentitud. Todos los encargos que hacemos a alguien (de cualquier tipo que sean) conllevan siempre una petición: “pero hágamelo cuanto antes”. Entramos en una de las salas de consultas de un hospital. Todo está organizado desde el criterio de aprovechar bien el tiempo y de las listas de espera.
El turbo-capitalismo
La sociedad capitalista imprime velocidad en todo: en la producción, en la distribución, en las ventas. Estamos en la sociedad capitalista, metidos en el vértigo de un mundo totalmente cronometrado: los medios de comunicación, la hora de entrar y salir del trabajo… la producción que se espera de cada uno, la programación que hay que cumplir, los resultados que hay que obtener. Es un mundo que no nos da tregua. Éste es, como decía Anthony Giddens, “un mundo desbocado”, o cómo podemos decir nosotros, una partitura en “accelerato perpetuo”. Y quien no se atenga a ese ritmo, queda aparcado, pierde oportunidades.
Tenemos una vida superorganizada. Como si todos estuviéramos movidos por un telemando. Es llamativo escuchar a nuestros jóvenes decir que “no tienen tiempo”, que no llegan, que han de hacer “horas extra”. ¿Qué tiempo nos queda para orar, para contemplar, para la lectura personal, para disfrutar de la conversación serena?
Hay personas cuya ética consiste en “no perder el tiempo”. Que, cuando creen que esto sucede, miran y remiran su reloj impacientes, para dedicarse a lo que está programado y les espera.
Tenemos tan fraccionado el tiempo que apenas podemos respirar. ¿Y así, quién puede dedicarse a la creación artística, a la creación filosófica? ¿Cómo puede acontecer la inspiración si se nos concede un tiempo siempre fragmentado?
Esta sociedad –civil o religiosa también- nos ofrece posibilidades o tal vez mandatos para el tiempo libre. Lo que se nos ofrece es, frecuentemente, muy extenuante. Se organizan encuentros de fines de semana que suponen desplazamientos, cambio de chip. Tales encuentros no dejan respiro: si no es escuchar varias conferencias, es dialogar en grupos, es destinar un breve tiempo a la reflexión personal, después están los imprescindibles momentos de comidas, pausas no excesivas… y para concluir el día, una celebración festiva. Concluido el fin de semana –domingo a medio día- viajar de nuevo a casa y seguir la tarea de la semana.
¿Cómo curar la enfermedad?
Existe en Japón una palabra singular: “karoshi”, que significa “muerte por exceso de trabajo”.
El frenesí del trabajo es tal que llega un momento en que el cuerpo no aguanta más. La prisa no es solo prisa. Es aceleración. Buscamos los medios de traslado más rápidos. Aprovechamos el tiempo hasta el último momento para después ir acelerados a otra parte. Los medios de comunicación nos lo permiten. Es la vida “a contrarreloj”. ¿Y cuáles son las consecuencias? ¿Habrá algún remedio a esta enfermedad del tiempo?
Dicen que los consultorios médicos están llenos de personas con dolencias producidas por el estrés: insomnio, jaquecas, hipertensión, asma y problemas gastrointestinales… La actual cultura del trabajo está minando nuestra salud mental. El exceso de trabajo es un riesgo para la salud en otros aspectos: deja menos tiempo y energía para el ejercicio y nos hace más proclives a tomar demasiado alcohol o alimentarnos de una manera cómoda, pero inadecuada. Algunas personas para mantenerse al ritmo del mundo moderno, para aumentar la celeridad, recurren a estimulantes. Nuestra impaciencia hace que incluso el ocio sea más peligroso.
¿Elogio de la lentitud o “el tiempo justo”?
Milán Kundera escribió hace años una preciosa novela titulada “La lentitud”. Carl Honoré escribió cinco años después (2005) “El elogio de la lentitud: un movimiento mundial desafía el culto a la velocidad”. Son como dos profetas de nuestro tiempo que nos advierten y también nos abren caminos. Carl Honoré nos dice que “la ética del trabajo es saludable, pero con moderación”, sin desmadrarse.
Hay que poner en tela de juicio nuestra obsesión por hacerlo todo más rápido. Correr no es siempre la mejor manera de actuar. El apresuramiento en la vida es como soplar y soplar en un globo para que el aire lo estire y al final lo haga explotar.
Esto no quiere decir que declaremos una guerra a la velocidad, ni al ritmo vital. Necesitamos la velocidad de internet, los vuelos rápidos de un reactor. El problema está en que nuestra obsesión por hacer más y más rápida nuestra vida, disponemos cada vez de menos tiempo Hemos llegado demasiado lejos. Es una adicción, una especie de idolatría.
La reacción excesiva por parte de los lentos.
Intentan frenarlo todo. Además se sienten tan autosuficientes que ellos se convierten en el reloj de los demás, en la norma que se impone. Se convierten en un martirio de los grupos. Producen el efecto contrario. Los que frenan desgastan mucho. Les falta eso que el sentido musical denomina “il tempo giusto” (el tiempo justo, ni más ni menos). Como les falta el sentido de la moderación, ralentizan hasta la exasperación y al mismo tiempo imponen “el imperio de su lentitud”. Son las personas que se vuelven metrónomo de los demás, elevando su voz autosuficiente….
La comunidad humana encuentra el ritmo del tiempo justo cuando se armoniza, se escuchan unos a otros, asumen todos un ritmo común, consensuado. Después cada uno por su parte llevará sus ritmos personales.
El ritmo justo es aquel que no depende de los constantes estímulos, sino del dinamismo interior, del corazón, de la inteligencia. El ritmo justo es aquel que procede de la contemplación serena, de la opción por dejar que una idea se cueza a fuego lento en el fondo de nosotros.
Nos quejamos de nuestros horarios frenéticos, pero ¿quién los volverá más racionales, más humanos? Ya hay gente dispuesta a ello: gente que no quiere vivir aceleradamente ninguna de las grandes actividades humanas. La desaceleración produce sus buenos efectos.
No se hacen las cosas mejor, por hacerlas más despacio. Cuando uno apenas pedalea se puede caer de la bicicleta o hacer ridículos equilibrios, cuando un poquito más de velocidad resolvería el problema. Hacer las cosas más despacio nos devuelve la salud, nos hace felices en lo que hacemos. Todo mejora cuando se renuncia al apresuramiento. Me decía mi padre: “Vísteme despacio, que tengo mucha prisa”.
Rápido no quiere decir mejor. La persona rápida es impaciente, apresurada, controladora, estresada, hiperactiva. Es la persona que está siempre cansada y cansa a los demás. La persona rápida sólo quiere resultados, sin control de calidad.
La persona lenta es serena, cuidadosa, receptiva, silenciosa, intuitiva, pausada, paciente y reflexiva. Crea en torno a ella un clima dinámico y entusiasmante. No maltrata los límites (Papa Francisco).
Es importante conservar un estado de lentitud interior, de equilibrio espiritual. Ello no impedirá actuar rápido, cuando hacerlo tenga sentido, o actuar lentamente cuando lo que se lleva entre manos lo requiera. Nuestra vida es como una sinfonía clásica en la que se distinguen diversos tiempos: El Allegro, el Moderato, el Appassionato… En cada circunstancia “il movimento giusto” (el movimiento justo). Actuar siempre con lentitud es estúpido, como inaguantable sería una sinfonía en tiempo lento, sin más.
Estamos llamados a establecer los ritmos necesarios en cada momento; unas veces por el carril lento, otras veces por el carril rápido. “Cada cosa tiene su tiempo”, nos dice el sabio Eclesiastés. Como el ser humano no mida al tiempo, el tiempo nos medirá.