ES EL MISMO JESÚS…

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Mamerto Menapace es un místico. Lleva unos cuantos meses colaborando en Vida Religiosa. Su presencia en nuestras páginas nos hace caer en la cuenta de algo obvio: el tiempo merece la pena, cuando se gasta bien. Parece sencillo pero no lo es. La queja más frecuente es: "no tengo tiempo". Curiosamente solemos gastarnos en preocupaciones y estrategias para un bien, que no siempre llega a realizarse. Los retiros que ofrece nuestra revista sólo pretenden que encuentres tiempo, el mejor, para dedicarlo a la mejor causa. Así es como vitalmente descubres que la existencia no se vive en parcelas. No hay momentos de Dios y otros que nada tienen que ver con Él… La risa, el llanto; el trabajo y descanso; la oración y el encuentro… todo es de Dios.

¿Quién es Él…?
Él es el mismo ayer, hoy y siempre. Pero, como les pasaba a los discípulos, también en nosotros se nos da esa misteriosa ambivalencia que a veces nos desconcierta: por un lado una intimidad que nos hace compartir su cercanía humana. Y por otro, a veces, el desconcierto de entrever su divinidad. Los apóstoles podían despertarlo de su sueño con gritos:
-¡Sálvanos! ¿No te importa que nos hundamos?
E inmediatamente después, asombrados decirse, entre ellos, en voz baja: -¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?

¿Quién es Él? (Jn 1, 1-18)
Para responder a esto tendríamos que irnos muy atrás. A ese momento fuera de la historia, que la Biblia no nos lo trae de esta forma, pero me gustaría relatarlo así: “«Tata Dios» estaba un día en ese diálogo íntimo y vital con el Hijo y el Espíritu Santo. «Tata Dios», usando terminología de la Biblia, estaba como triste, como arrepentido. Y se decía: ¡Caramba! Nosotros hemos creado al hombre a nuestra imagen y semejanza, para que fuera feliz, para que nos reconociera, para que aceptando nuestro proyecto y nuestro plan, dominara el mundo y lo llevara a la plenitud. Para que un día nos lo pudiera devolver en pleno y así compartir con nosotros nuestro proyecto. Pero lamentablemente, el hombre giró para el lado del diablo. Y haciendo caso a «mandinga», nos desobedeció. Y cuando quisimos presentarnos ante él, cuando quise arreglar las cosas, el hombre no supo reconocer su falta. Cada uno le culpó al otro, y así tuve que echarlos del Edén. Pero expulsarlos del paraíso fue como patear un fuego en la maleza. La maldad empezó a cundir sobre la tierra, de tal manera que todos los pensamientos del hombre estuvieron como guiados, dirigidos hacia el antiproyecto de lo que nosotros habíamos hecho. Y entonces me vi obligado a mandarles un diluvio, donde se ahogaron hasta los peces.
Pero de los ocho que se salvaron, uno, de entrada, tiró de nuevo por mal camino. Y aparentemente esa realidad lo siguió llevando al mal. El hermano mató al hermano, el hombre dominó a la mujer, y la tierra se rebeló contra el hombre. Y allí comenzaron toda esa cantidad de «porqués» que todavía están sin respuesta. El hombre llegó en un momento a querer conquistar el cielo a través de su propio esfuerzo y no por la obediencia a mi Palabra. Y en la Torre de Babel tuve que confundirles el idioma, para que no se entendieran ya ni entre ellos mismos.
Después les mandé los patriarcas con mi proyecto de salvación. Y la cosa tampoco fue entendida ni aceptada. Les mandé a los profetas, y no les hicieron caso. A los sabios no los escucharon. Y entonces, como naciéndole de lo profundo de su corazón, el «Tata» dice:- ¿A quién enviaré? En ese momento, dicen que el Espíritu Santo le sugirió al Hijo la respuesta diciéndole: – ¡Ofrécete tú! ¡Ofrécete Tú! Y el Hijo, inspirado por el Espíritu Santo, se dirige al «Tata» y le dice: -¡Heme aquí para hacer tu voluntad! ¡Mándame a mí! (esto es una palabra escrita en el Libro, no imaginación mía).
Entonces el «Tata», emocionado, abraza al Hijo con el Espíritu Santo. Como un decir: lo unge de Espíritu Santo, y lo envía a la tierra, para que se haga camino. No sólo para que nos ilumine el camino, mediante la Ley o mediante su Palabra, sino para que Él mismo se haga camino. Para que viviera profundamente esta realidad de ser hombre.
Y lo realizará tan plenamente, que durante treinta años Jesús se va a dedicar a vivir esta realidad humana siendo plena y sencillamente hombre. Para eso elige un pequeño pueblo, desconocido casi dentro de la historia del mundo. Dentro de este pueblo no elige ninguno de los estamentos de poder religioso, ni político. Lo vive desde la realidad plenamente humana. Va a venir y a vivir entre nosotros los hombres. Durante treinta años va a vivir las bienaventuranzas, que luego una tarde predicará desde el monte, como proyecto de Dios. Y de esta manera explicitará el camino mediante el cual el «Tata» va a atraer todas las cosas hacia sí, mediante Cristo. Todo esto, contado así puede parecer un poco romántico. Puede parecer un lenguaje demasiado antropológico. Cosa que le gustó utilizar también a ciertos escritores de la Biblia.
Nosotros lo conocemos a Cristo tanto por su realidad histórica vivida en la tierra, cuanto por todo lo que la fe nos dice a través del Espíritu Santo. Por eso es lógico que nos preguntemos: -¿Quién es Él?
Y para poder entender quién es Él, se nos mezclan las dos realidades: la naturaleza humana y la divina. Nosotros lo conocemos a través del testimonio de los evangelistas y de la Palabra de Dios. En Él se cumplen las promesas hechas a los patriarcas, los anuncios que nos dejaron los profetas, la reflexión que nos legaron los sabios. Toda la esperanza de un pueblo que entre fracasos, penas, alegrías, traiciones y arrepentimientos fue haciendo historia hasta la llegada de Cristo.
Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Una frase dicha así como muy naturalmente. A nosotros los cristianos de hoy día nos puede parecer algo sencillo de decir, y hasta creemos entenderlo sin dificultad. Sin embargo, para poder llegar a decir esa frase, la Iglesia pasó por luchas, por cismas, por guerras, por mártires, y necesitó de varios concilios. En los inicios, unir estas dos realidades: verdadero Dios y verdadero Hombre, sonaba a algo tan duro, que a muchos les pareció imposible compaginar.
Y aparecieron en la Iglesia primitiva hombres, quizá muchos bien intencionados, que dijeron: – Si, sí, es cierto. Dios apareció en forma humana. Pero eso no significa que se haya hecho verdaderamente hombre. Apareció en figura de siervo, en figura humana. Así como -imaginaban- el Espíritu Santo también apareció en forma de paloma, en forma de fuego, en forma de viento. Pero a nadie se le ocurre decir que el Espíritu Santo se encarnó en una paloma, o se hizo fuego o viento. Simplemente apareció en forma de…
A estos pensadores herejes, la Iglesia los llamó los docetistas. Del verbo griego dokein, que significa: parecer. La Iglesia decididamente los rechazó y les dijo: “no”. San Juan en el evangelio nos dice claramente que la Palabra que estaba desde el principio en Dios y que era Dios, se hizo carne y habitó entre nosotros.
Un poco más tarde aparecieron otros, que fueron llamados los arrianos (por su maestro, el cura Arrio), los cuales afirmaron lo contrario diciendo: – No. ¡No!: Fue plenamente hombre. Indudablemente. Lo hemos visto y sabemos que comió, que durmió, que sufrió, que murió y que resucitó. Pero fue un hombre en el cual, en un determinado momento vino a habitar Dios. Tomó posesión de él. Es una criatura, la primera, la más perfecta, la única totalmente obediente a Dios. Pero… pero no es Dios. Dios vino a habitar en él, que era un hombre.
Y ahí de nuevo aparece este prólogo de San Juan, clarísimo, fuerte, afirmando que el Verbo, la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Nosotros lo hemos tocado, hemos comido con Él. O sea: no fue una mera apariencia. Y por otro lado tenemos la certeza de que el Verbo que existía desde el principio en Dios, y estaba en Dios y era Dios, Él mismo vino a este mundo, se encarnó y plantó su tienda entre nosotros.
¿Cómo compaginar estas dos realidades? Creo que nos ayudaría mucho releer este himno que trae San Juan como prólogo. Leerlo con corazón abierto, asombrado, dispuesto. Y luego rumiarlo para hacerlo oración, como hizo la primera Iglesia. Y así darnos cuenta, casi sintiéndolo sensiblemente, que la Palabra que estaba en Dios, su Verbo eterno, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, se hizo hombre en las purísimas entrañas de aquella joven de Nazaret que fue feliz porque escuchó y creyó de una manera existencial, obedeciendo al proyecto de Dios para ella y desde ella para todos nosotros. La Palabra era la luz que ya estaba en el mundo desde que el mundo fue hecho, pero ahora va a estar de una manera totalmente nueva, desde que fue aceptado el anuncio del Ángel.
Entonces, frente a esta primera pregunta: ¿Quién es Él?, nuestra reflexión, junto con la de Iglesia, nos lleva a decir con sencillez y con agradecimiento: – Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Que desde el principio estaba con el Padre, que era Dios. Hijo Unigénito del Padre, que por la inspiración del Espíritu Santo se ofreció al Padre para venir al mundo a cumplir su voluntad. Para venir a instaurar el proyecto de Dios. El mismo, que era verdad y vida, vino a hacerse camino para nosotros.
«Tata Dios», luego de haber mandado su Palabra a la tierra de diferentes maneras, en los diversos tiempos anteriores por medio de los patriarcas, profetas y sabios, ahora decide que su Palabra se encarne para hacerse camino de regreso. Y esto nos permite a nosotros regresar a nuestro Padre por el camino de la obediencia a su voluntad.
San Mateo nos muestra en su evangelio cómo Jesús tuvo clarísimo, desde el principio, que había venido para cumplir la voluntad del «Tata». Quizás los caminos mediante los cuales la iría a cumplir, y la forma en que habría que recorrerlos, Jesús mismo tendrá que ir descubriéndolos como hombre. Pero incluso como hombre que era, tuvo siempre esa obsesión: cumplir la voluntad del «Tata». A los doce años se queda en el templo, en la casa del Padre. La Virgen no lo comprende y sufre esta actitud de Jesús. Y su respuesta a la angustiada pregunta de María, va a ser: -¿Y vosotros no sabéis que yo tengo que estar en las cosas de mi «Tata»?
O sea: Jesús niño, Jesús adolescente, ya tiene muy claro que él vino precisamente para eso. ¿Jesús, como hombre, sabría ya en ese momento todos los caminos por los cuales tendría que hacerlo? Quizás él mismo tuvo que ir haciendo camino. Él, que era el camino, tuvo que ir descubriendo la voluntad del «Tata» y tuvo que crecer, no sólo en estatura, sino en sabiduría y gracia, delante de Dios y de los hombres. La realidad humana fue asumida plenamente por Jesús, en todo menos en el pecado. Lo progresivo en el conocimiento, es algo constitutivo de lo humano. El bebé es plenamente hombre, aunque no esté desarrollado en su estatura. Aunque esté lleno de gracia, tendrá que hacer crecer el «envase» para recibir gracia sobre gracia.
Ésta es la pregunta importante, ardiente. El Papa nos propuso para el final del milenio pasado y de entrada al nuestro, que tomáramos figura del Hijo, del Espíritu y del Padre. Pero lo primero que tenemos que hacer es preguntarnos quién es Él. Y tenemos que respondernos, así, con todas las letras: Jesús es la segunda persona de la Santísima Trinidad (como luego nos lo ha desarrollado la teología.) Es el Hijo Único del Padre, que desde el principio estaba con Dios y que de diversas maneras estuvo presente en el mundo y en todas las culturas en forma de semilla del Verbo. Este mismo, en un momento se hizo camino a través de esta realidad única, irrepetible, que divide la historia en dos: el Verbo, la Palabra de Dios se hizo carne. Jesús es hombre y fue plenamente humano y aceptó toda la realidad de ser hombre. No pudo aceptar el pecado, porque este es extraño al hombre original y le vino de afuera. Porque el pecado es la oposición al proyecto del Tata.
El pecado nace del deseo de hacer el propio camino, de buscar la propia realización, fuera del proyecto de Dios. Eso Jesús no lo vivió, por la sencilla razón de que eso no pertenecía a la naturaleza humana. El pecado nos vino de afuera, por instigación del maligno. Y Jesús vino justamente a combatir esa realidad. A hacerse él mismo, camino de obediencia. Y dice la Carta a los Hebreos, que tuvo que aprender por obediencia lo que significaba ser Hijo. Tuvo que aprender a conocer, descubrir, aceptar, y sobre todo a realizar esa voluntad. Y vamos a ver que fue tentado. Y que hubo momentos supremos, como el de la agonía, en que toda su realidad humana rechazó profundamente lo que se le proponía. No rechazaba hacer la voluntad del «Tata», porque eso nunca lo rechazó, sino ese camino de cruz, de anonadamiento, de kénosis, de vaciamiento, que significaba el misterio pascual: el sufrimiento, el padecer su muerte y el descenso a los infiernos. Pero aceptó que la voluntad del «Tata» se realizara. Al final se iba a cumplir en plenitud cuando el Padre lo devolviera a la vida. Y no sólo a la vida que tuvo en Dios. Retomaría esta vida humana que el «Tata» le había regalado cuando, ungiéndolo con el Espíritu Santo, lo había hecho engendrar por el anuncio del Ángel en el seno puro de María.
Jesús verdadero Dios y verdadero hombre. Esta frase es la primera respuesta, quizás sencilla en apariencia, pero profunda, incomprensible, y a la que sólo a través de la «rumia» podemos acercarnos asombrados. Sencillo de decir, y sólo alcanzable en la contemplación.
Jesús, el Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, Hijo Unigénito del Padre. Que desde siempre estuvo con Dios. Pero en el tiempo se encarnó en el seno puro de María. Se hizo hombre y vivió con nosotros. Se hizo camino. Dio su vida por nosotros. La recuperó en la Resurrección y ahora está glorioso junto al «Tata» de vuelta, para interceder por nosotros. Y desde allí nos envió al Espíritu Santo. Un día vendrá con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos.
Y con eso comienza todo este proceso que es lo que estamos viviendo nosotros como Iglesia, desde hace dos mil años. Y que tenemos que anunciar y dar a los demás.

Un cuento
Erase una parroquia de barrio. Gente sencilla de fe tradicional, simple y de buena voluntad. Acostumbrada a santificar sus alegrías y sus dolores mediante los sacramentos en el templo al que todos consideraban la casa de Dios. Todo ello fruto de los muchos años de atención espiritual de un viejo sacerdote a quien los cambios no habían hecho dejar ni la sotana ni las costumbres tradicionales aprendidas concienzudamente en sus tiempos de seminario.
El obispo, que no quería a su edad sacarlo de esa feligresía, le había puesto como vicario a un joven sacerdote dinámico y formado en la nueva honda clerical, expresada tanto en su trato con la gente, como en su vestimenta y en sus costumbres. Nada tenía esto que ver con la santidad personal de cada uno. Cosa que sólo a Dios tocaba juzgar, y que pienso aprobaba con amplia sonrisa derramada sobre ambos. Cosa que redundaba en beneficio de los mismos fieles.
El joven sacerdote, llamado Fabián, se ocupaba especialmente de los grupos juveniles, numerosos y activos en la parroquia. Por eso el anciano P. Saturnino se extrañó que aquella joven pareja le pidiera a él, y no al P. Fabián que fuera quien bendijese su matrimonio. Pero los jóvenes insistieron:
-No, Padre. Nuestra ilusión es que sea usted. Usted casó a nuestros padres, nos bautizó a nosotros, nos dio la primera comunión y nos preparó para la Confirmación. Queremos que sea usted quien complete la obra de Dios en nosotros y bendiga nuestro sacramento del matrimonio.
Ante tanta insistencia, el viejo cura se conmovió, y terminó aceptando complacido. Pero en realidad el asunto tenía también otra motivación. Ellos también pensaban hacerle otra petición más difícil, como era solicitarle permiso para hacer la fiesta familiar en el mismo templo parroquial. A lo que el P. Saturnino respondió muy seriamente: -No, queridos. No. Eso no corresponde. La iglesia es la casa de Dios y está reservada para las celebraciones religiosas. La fiesta familiar es otra cosa, y además ustedes los jóvenes son muy ruidosos y convertirían el templo en un salón de fiesta.
-Precisamente, padre -respondieron los jóvenes insistiendo- el P. Fabián siempre nos dice que la casa de Dios es la casa del pueblo de Dios, donde debemos celebrar todas nuestras alegrías y dolores para que Dios los bendiga y los comparta con nosotros con su presencia.
-Sí, hijos: ya sé lo que piensa el P. Fabián. Pero a mí no me gusta que se convierta al templo en un lugar de jolgorio, porque le quita la dignidad que tiene que tener.
El diálogo se prolongó exponiendo cada uno sus razones con respeto y con convicción. Pero en realidad los jóvenes ya le habían ganado el corazón al viejo párroco. Y ustedes saben que a nosotros los curas viejos, los jóvenes siempre nos van a ganar si van por ese lado. Por eso llegaron a un acuerdo. El P. Saturnino les concedía permiso para hacer la fiesta familiar en el templo con dos condiciones: que no hubiera alcohol, y no se hiciera baile. A lo que los novios accedieron prometiendo todo. Porque cuando piden algo, los novios prometen todo sin dificultad… hasta llegar a horario. ¡Cosa que nunca hacen!
Y se celebró el Sacramento. Terminada la ceremonia religiosa el viejo cura se despidió de todos, y se dirigió a la habitación del fondo donde tenía su dormitorio cerca de el del P. Fabián. Y se durmió profundamente con el sueño de los justos. Hasta que, avanzada ya la noche terminó por ser despertado por el bullicio de los que estaban celebrando. Se encaminó hacia el templo, abotonándose aún la sotana, para ver que pasaba. Y montó en cólera al ver lo que sucedía. Los contrayentes y sus amigos habían corrido los bancos de la Iglesia y armado una pista de baile. Sonaban un par de guitarras, y hasta había hecho acto de presencia una damajuana de vino del bueno, evidentemente sustraído de la sacristía.
Cuando ya estaba por intervenir airadamente se cruza con el P. Fabián que venía saliendo del templo. Al verlo tan enfadado y dispuesto a expulsarlos a todos, le preguntó el joven vicario:
-¿Qué le pasa padre?
-¡Cómo, qué me pasa? No estás viendo lo que estos están haciendo en el templo. Han organizado un baile, y hasta han traído vino.
-¡Pero padre! Esto es una fiesta de bodas. No es un velatorio. Fui yo mismo quien al ver que a la fiesta le faltaba lo principal fui a buscar a la sacristía un par de guitarras y hasta les traje la damajuana grande con vino bueno. No podía faltarles el vino en esta fiesta. Usted sabe que una boda sin vino, es como una bandera sin viento.
-Pero ¿cómo se te ocurre? ¡Todo esto en el templo de Dios! Es una falta de respeto beber y bailar, donde Dios tiene su morada!
-¡Pero padre! En la fiesta de bodas de Caná estaban los apóstoles, estaba la Virgen. Y fue ella misma la que le avisó a Jesús que a la fiesta le faltaba vino. Y allí Jesús hizo el milagro, no de una damajuana, sino de cinco tinajas de cien litros cada una. Y no fue una falta de respeto, aunque allí estuvieran los apóstoles, la Virgen y el mismo Jesús.
-Sí. ¡Pero allí no estaba el Santísimo!

Ese mismo Jesús que adoramos reverentes en el Santísimo Sacramento del Altar, es el que encontraremos en el aula detrás del alumno desganado y rebelde. O a la salida del templo en el extranjero indocumentado que nos pide ayuda. O en mi cohermano de comunidad al que me cuesta tanto soportarle sus manías.
En fin. ¡Primer misterio de gozo: la encarnación del Hijo de Dios!

UNAS SUGERENCIAS

.-Exponer el Santísimo y quedarte en su presencia. Dejando simplemente que tu corazón se mueva entre estas dos realidades: Jesús mi amigo, débil, necesitado de sueño y de cariño. Y el Verbo Eterno que estaba en Dios y era Dios.

.-Durante ese rato, leer despacio el Prólogo de Juan. No pretendas entenderlo. Dedícate a atenderlo. Saboréalo sin buscar conocimiento. Deja que Él te hable. Como si hubieras prendido un fuego, y te quedaras simplemente contemplándolo y gozando de su cercanía, calor y belleza.

.-Si todavía conservas la piedad de tu juventud, reza lentamente con María los cinco Misterios Gozosos que te enseñó tu madre…