Solemos evitar en nuestro discurso eclesiástico ordinario (y también en el lenguaje teológico) cualquier referencia al “eros”. Y más todavía dentro de las reflexiones que hacemos sobre la vida religiosa o consagrada. El voto de castidad es entendido y explicado de tal forma que se vuelve innecesaria cualquier referencia al amor erótico.
Superando el posible tabú, es necesario decir –ya de principio- que la reflexión sobre el eros o el amor erótico –en este momento- nos puede ofrecer claves para el discernimiento ético sobre la conducta tanto matrimonial como celibataria y para otros fenómenos (la política, el arte, el pensamiento, la espiritualidad).
El Papa emérito Benedicto XVI se atrevió a tratar el tema del eros en su encíclica “Deus Caritas est”. No pocos autores y autoras de nuestro tiempo están abordando el tema en diversas perspectivas. Y llama la atención una cierta coincidencia. Algo está ocurriendo en nuestra humanidad –respecto al eros- que no va bien. Es un síntoma de un malestar de nuestra cultura amorosa. Y esto explicaría también muchas de las situaciones –de las que poco hablamos- pero que acontecen en la Iglesia y en la vida consagrada.
El fin del amor: ¿eros en agonía?
Así de radical se muestra Han Byung-Chul en su libro “La agonía del Eros”, cuando reflexiona sobre la situación del Eros en nuestro tiempo[1]. Según este famoso autor coreano, el eros –el amor erótico- está agonizando en nuestra sociedad.
Coincide con este sorprendente diagnóstico la pensadora hebrea Eva Illouz[2], aunque no comparte el porqué. Según ella el eros está agonizando porque somos víctimas de una ilimitada libertad de elección. Son tantas las posibilidades de elección de compañero o compañera a lo largo de la vida, que el “amor duele” cuando uno es abandonado, cuando una personas trata de escoger entre muchísimos “otros” u “otras” posibles. Una ejemplificación de este dolor se encuentra –según Eva Illouz- en un texto de Stefan Zweig titulado “Carta a una desconocida[3]”.
Byung-Chull, en cambio, defiende que el eros está agonizando porque “el otro”, “la otra” se encuentran en un proceso de erosión a causa del narcisismo que afecta a nuestras personas y también a la sociedad actual. A la persona narcisista no le interesa “el otro”, sino sólo aquello que sea reflejo y extensión del propio ego. Si el eros es una tendencia amorosa hacia “el otro”, es obvio –dice Byung-Chull- que el eros está agonizando, que se encuentra en situación dramática y pocos lo advierten.
El narcisismo
El narcisismo es una “-patía” que nos afecta cada vez más y a más personas. Está presente tanto en la vida matrimonial o en pareja, como en la vida celibataria; tanto en el laicado como en el clero. Hay tal vez grupos más propensos a esta especie de contaminación narcisista; y quizá lo sea la vida consagrada, cuando el celibato queda contaminado por el narcisismo. ¿No existe el narcisismo en la vida clerical, en la vida religiosa? ¿Porqué hay entre nosotros personas que solo hablan de sí mismas y sólo les interesa lo que tiene relación con ellas, con su ego?
Hablar de narcisismo individualista es hacer referencia al mito griego del joven Narciso[4]. Fruto de un rapto y violencia del dios-río Cefiso en la náyade Liriope, era muy hermoso y atractivo; él, en cambio, no se enamoraba de nadie, porque le apasionaba insaciablemente su propia imagen, que descubrió reflejada en el agua del río. Se retrajo de toda posible relación amorosa, e incluso de atender sus propias necesidades básicas. Su cuerpo se fue consumiendo hasta terminar convertido en una flor, el narciso, flor hermosa y maloliente-.
El mito nos ayuda a explicar formas semejantes de conducta en no pocos de nosotros. El narcisismo –sin entrar en aspectos técnicos- consiste en una sobreestima de nuestras propias habilidades y en la necesidad excesiva de admiración y afirmación; lo cual nos vuelve egoístas en exceso y desconsiderados hacia las necesidades de los demás. El narcisismo hace difícil e imposible una auténtica relación de amor con “el otro” en cuanto otro: el narcisista se busca a sí mismo en el otro; busca “lo igual”, aquello en que se refleja, se extiende. El amor pierde su encanto cuando queda sometido al dictado del rendimiento; cuando el sexo es un servicio que se vende y se compra, una mercancía. El otro, privado de su alteridad, es sexualizado como objeto de excitación: no se trata de que sea amado, sino que sea objeto de consumo. El otro no aparece como persona.
Para el narcisista el único escenario posible es aquel en el cual sólo él actúa; no tolera un escenario de interrelaciones entre personas diferentes. El narcisista no sabe mantener diálogos; sólo monólogos. En el fondo-fondo el narcisista no sabe establecer sus propios límites o fronteras: considera el mundo como una especie de prolongación de su propia sombra y la proyecta sobre todo.
Este trastorno no conduce a una vida feliz y buena, sino -a la larga- a un infierno, cuyo final es la depresión, el agotamiento, el estar enfermo de sí mismo. Eros y depresión son totalmente contrapuestos. El eros saca al sujeto de sí mismo y lo vuelve hacia el otro. La depresión, al contrario lo precipita sobre sí mismo.
El narcisismo se extiende. Tiene una versión social, por ejemplo, en el imperio de la pornografía. Ésta refuerza el narcisismo del ego; no le interesa el encuentro con “el otro”, sino únicamente la extensión y exageración de la libido por uno mismo. La transformación pornográfica del mundo se realiza como profanación de la auténtica sexualidad, del auténtico eros. La desnudez expuesta a la vista de todos sin misterio ni expresión, sin misterio, sin alteridad no expresa nada.
El narcisismo tiene también una expresión en el imperio del neoliberalismo. El “hombre económico” neoliberal no habita ya en la sociedad del deber (Michel Foucault). Con sagacidad la sociedad neoliberal reemplaza “el deber” con “el poder”. Aparentemente nos deja en libertad. No nos agobia con deberes. Nos lisonjea y fuerza diciéndonos: “Tú puedes”, “Podemos”. Quien lo escucha se siente motivado no ya desde el exterior, sino desde su más profundo interior. La sociedad de la producción se ha dado cuenta de que se consigue más con una buena motivación interior que con una lista de deberes o con el látigo. El sujeto de producción es libre de todo, menos de si mismo. Uno se autoimpone obligaciones muy pesadas; uno se auto-explota; uno se convierte en un programa a realizar y cuando falla se autoculpabiliza y trata de autoredimirse con una fortalecimiento del “puedo”, que lleva hasta el stress, el agotamiento y hasta el suicidio.
En este sistema neoliberal falta la conexión con el otro. Uno se recluye en el narcisismo del propio poder. El resultado no es una vida feliz y buena, sino cada vez más cercana a la depresión, a la insatisfacción más profunda, al ahogarse dentro del propio egocentrismo narcisista.
El Eros
El Eros nos lleva siempre hacia “otra” persona; nos hace salir de nosotros mismos, no se deja dominar por el “régimen del yo”. El amor erótico es un “escenario para dos”; hace entrar en escena al “otro diverso” y dialoga con él. El otro es siempre distinto. No ocupa mi lugar. Es atópico (¡así describe Platón a Sócrates en El Banquete). El eros no se confunde con el deseo de uno mismo. Conduce al encuentro con “el otro”. Nos confronta con el misterio, lo inalcanzable, lo inefable, lo inclasificable, lo indefinible, lo no-manipulable. ¡Qué contrapuesta a esta forma de relación erótica es la violencia sexual, el acoso, la pedofilia, la prostitución, la pornografía! La virtud que sirve para crear escenarios de interpelación -desde el absoluto respeto a la identidad del “otro”, a la vocación del” otro”- la llamamos “castidad”, el arte de amar, la integración del eros y el agape. Más todavía: el eros hace posible una experiencia del Otro -¡con mayúscula! .
Se tiene una comprensión bastante superficial del eros, cuando queda reducido al ámbito meramente sexual. El sabio filósofo Platón –en cambio- pensaba que el Eros -que integra obviamente la sexualidad- es el guía del alma y le ofrece un fuerte impulso espiritual. El eros influye en el deseo, en el ánimo y en la razón. Sin eros el deseo se vuelve ineficaz y mortecino, el ánimo se vuelve insatisfecho, colérico, presa de la acedia; la razón dispone de datos (gogglelización), pero no pasa a la teoría, no sobrepasa los límites de lo dado[5].
El eros es tan omniabarcante que podemos hablar de un eros interpersonal, comunitario, carismático, místico, artístico, filosófico, político. El eros actúa en el enamoramiento interpersonal entendido como “estado naciente”, en el arrebato carismático-grupal sea religioso, sea político, en el deseo colectivo y compartido por una forma de vida diferente, por un mundo “otro”, en la creación artística de lo otro que todavía no ha visto la luz.
Hay eros en movimientos políticos y religiosos que vislumbra “lo otro” y luchan por ello. De Sócrates decía Platón en sus Diálogos que era un seductor a través de la palabra; con ella seducía y embriagaba; escucharle era caer fuera de uno mismo; Alcibíades decía que cuando escucha a Sócrates, le latía el corazón intensamente. Hay que prestar atención a este hecho extraordinario de que justamente en los inicios de la filosofía y de la teoría, el logos y el eros mantienen una estrecha relación. La filosofía es la traducción del eros en el logos. Platón llama al Eros filósofo, es decir, amigo de la sabiduría[6]. Sin el eros el pensamiento pierde su vivacidad, su inquietud, se vuelve repetitivo y reactivo o reaccionario: llegamos al fin de la teoría[7].
El Eros es una relación con el Otro, que nos sitúa más allá del rendimiento y del poder. El Eros es imposibilidad de poder. Constitutiva de la experiencia erótica es la atopía del Otro, que no se deja acaparar por ningún tipo de poder. La esencia del otro es su alteridad.
Cuando el poder se absolutiza, aniquila al Otro. La relación con el otro tiene éxito cuando se produce en una especie de juego, de alianza viviente, y se respeta la distancia, y se acepta el relato, la trama, el drama, la emoción y la excitación con sus consecuencias.
Eros y Agapé
El contexto contemporáneo que acabo de exponer sumariamente nos hace entender mejor –eso creo- el sabio magisterio del Papa emérito Benedicto XVI cuando nos habla del Eros en su encíclicla “Deus Caritas est” (=DCE).
Benedicto XVI nos dice que el amor es una realidad única con dos dimensiones, una ascendente (el eros) y otra descendente (el agapé). Indica que ambas se influencian mutuamente.
Recuerda que el eros era presentado por los griegos como un arrebato, una locura divina que prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación de su existencia y, en este quedar estremecido por una potencia divina, le hace experimentar la dicha más alta. “Omnia vincit amor”, decía Virgilio en las Bucólicas. y añadía: “Rindámonos también nosotros al amor”.
En las religiones el eros se celebraba como fuerza divina, como comunión con la divinidad (DCE, 4). Aunque el Nuevo Testamento no utiliza nunca el término eros y lo sustituye por agapé, sin embargo, no es verdad –como nos acusaba Nietzsche- que el cristianismo haya tratado de “envenenar” o destruir el eros. Sólo se ha opuesto al eros divinizado, al “eros ebrio e indisciplinado que no es elevación, éxtasis hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre” (DCE, 4). Pero cuando el amor promete infinitud, eternidad, algo mucho más grande y distinto que nuestra existencia cotidiana, entonces el amor está en relación con lo divino. Para que esa relación sea más auténtica es necesario dominar el instinto, purificarse, madurar. No se trata de “envenenar” el eros, sino de sanearlo (DCE, 5). El eros nos lleva en éxtasis hacia lo divino, más allá de nosotros mismos, por eso, precisamente necesita ascesis. Renuncia, purificación y recuperación (DCE, 5).
El eros adquiere su verdadera grandeza cuando carne y espíritu aman al mismo tiempo. En cambio cuando el eros se convierte en puro sexo, en mercancía, en simple objeto de compra-venta, entonces queda degradado. El amor en su dimensión más sublime aspira a lo definitivo: en cuanto exclusividad y en cuanto totalidad (también de tiempo) (DCE, 6). “En la narración de la escalera de Jacob, los Padres han visto simbolizada de varias maneras esta relación inseparable entre ascenso y descenso, entre el eros que busca a Dios y el agapé que transmite el don recibido.” (DCE, 7).
Algunas conclusiones: ¡cuando el eros resucita!
La reflexión que he realizado hasta el momento –inspirado por diversos autores y por el Papa Benedicto XVI- me permite aterrizar en algunas conclusiones que considero importantes a la hora de pensar en la visión cristiana del amor erótico y también en la visión cristiana del celibato.
1. Las referencias al “eros” no deben ser –en principio- negativas. El eros es una dimensión transversal en nuestra forma de amar. Sólo el “eros divinizado”, el “eros idolátrico”, “el eros recluido en el ego” desajusta y corrompe la vida humana. El cristianismo no “envenena” el eros; lo resitúa. Habla de la necesidad de orientarlo, de purificarlo, de integrarlo. La dimensión erótica –así entendida- no está ausente del celibato cristiano. Le ofrece al celibato nuevas perspectivas y energías y lo libera del no infrecuente narcisismo.
2. Existe un malestar en nuestra cultura amorosa, que se manifiesta en el nuevo desorden y caos amoroso[8] y en el dolor que produce el amor[9]. A la hora de detectar el origen de ese malestar, algunos apuntan –y creo que con bastante acierto- a la transformación narcisista del sujeto humano que se está produciendo. El eros pierde su meta que es “el otro”, o “lo otro”, o “los otros” y se ahoga en el ego, sin salir nunca verdaderamente de él. Ello produce un ahogamiento o estrangulamiento del eros… su agonía[10].
3. El mayor atentado contra el eros –en cualquiera de sus dimensiones (interpersonal -en el matrimonio, en la vida en pareja o en el celibato- política, artística y mística)- es la contaminación narcisista. El mito griego del joven Narciso se reproduce en el fenómeno del nuevo individualismo que nos vuelve incapaces de “reciprocidad”, en el culto “ego”, al propio cuerpo, en la preocupación excesiva por la salud, por hacer crecer “lo mío” y al desinterés por el otro, por lo diverso. La contaminación narcisista nos cierra el camino hacia “el totalmente Otro”: mata el eros del conocimiento, el eros místico.
4. El narcisismo celibatario es más frecuente de lo que pensamos. Suele ir unido a un individualismo –que se camufla, para no parecer tal-. El célibe se crea su propio mundo: extiende su ego en todo aquello que es y hace. Se preocupa solamente de sí mismo y del crecimiento de aquello que él produce o genera. Utiliza el lenguaje de un falso “nosotros”, porque no ama “lo otro”, sino sólo aquello que reproduce el propio ego, el reino de lo “lo igual”. El narcisista habla siempre en primera persona (singular o plural). El eros queda encarcelado en un auto-eros, amor a sí mismo. El narcisismo matrimonial o en pareja es también más frecuente de lo que pensamos. La incapacidad para entrar en el mundo del “otro” convierte la relación en un imperio de “egos”, que pronto chocan y frecuentemente se separan. El “otro” no satisface la necesidad excesiva de admiración y autoafirmación y, por eso, deja de ser deseado. Parecería que el sexo es la solución al desencuentro. Es entonces cuando se convierte en mercancía, cuando el otro queda convertido en objeto de deseo, sexualizado… pero no persona amada y deseada por sí misma, ¡solo por sus prestaciones!
5. Crear escenarios para el encuentro, para el diálogo, para la reciprocidad, facilita la resurrección del eros interpersonal, purificado de egocentrismo, capaz de alteridad. Los escenarios de encuentro son tierra de nadie y al mismo tiempo tierra de todos. En ellos cada persona tiene el deber y el derecho de ser ella misma, distinta, misteriosa, de no ser confundida con nadie. Y, sin embargo, el encuentro enriquece, configura, hace trascender los propios límites. Sólo así uno escapa de la dictadura infernal y explotadora del propio ego, de la depresión final. Hay escenarios que la sociedad narcisista pone a nuestro alcance: el pornográfico, el neoliberal y consumista. Ellos alimentan la contaminación narcisista individual: unas veces como auto-eros que se prolonga en la visión o acción (pornografía), otras como exigencia auto-explotadora que sobrevalora el ego y lo fuerza hasta romperlo (“tú puedes”).
6. El eros forma parte de la realidad única del amor. No es el todo. En él se expresa la dimensión ascendente. En el agape se muestra la dimensión descendente. “En la narración de la escalera de Jacob, los Padres han visto simbolizada de varias maneras esta relación inseparable entre ascenso y descenso, entre el eros que busca a Dios y el agapé que transmite el don recibido” (DCE, 7). Buscar al otro es –en última instancia- situarse en la pista que lleva al “absolutamente Otro”. Acoger el don del otro es –en última instancia- recibir a Quien nos busca. Ambas dimensiones interactúan. Al encontrarse con el otro, el eros es transformado por el agape. Al encontrarse con el otro, el agape es transformado por el eros. Esta experiencia integral del amor promete infinitud, eternidad, algo mucho más grande y distinto de aquello que nos ofrece la existencia cotidiana. El eros nos lleva en éxtasis hacia lo divino, más allá de nosotros mismos, por eso, precisamente necesita ascesis.
7. Cuando el eros guía al alma, introduce en ella y en cada una de sus potencias un fuerte impulso espiritual. El eros vuelve eficaz el deseo; diligente y creativo el ánimo; abierta, trascendente e innovadora la mente. El eros de lo divino nos introduce en el espacio místico donde nos encontramos “toda sciencia trascendiendo”. Relaciones interpersonales, política y mística son resultado de la presencia del eros no contaminado por el narcisismo. Lo decía muy bien Olivier Clement en su libro “Sobre el Hombre”: “el eros no hay que matarlo; hay que resucitarlo”. Lo que debe agonizar es el excesivo influjo de Narciso. Llega el tiempo de la verdadera reciprocidad, del descubrimiento del otro, del Otro. No hay que envenerar el eros. Hay que sanearlo.
[1] Cf. Han Byung-Chull, La agonía del eros, ed. Pensamiento, 2014.
[2] Cf. Eva Illouz, Why love hurts: a sociological explanation, Polity Press, Cambridge, 2012.
[3] Publicada en 1922, cuenta la historia de un escritor que recibe la carta de una mujer que no conoce y que ha estado enamorada de él toda su vida. En una de sus páginas dice: “Sólo quiero hablar contigo, decírtelo todo por primera vez. Tendrías que conocer toda mi vida, que siempre fue la tuya aunque nunca lo supiste. Pero sólo tú conocerás mi secreto, cuando esté muerta y ya no tengas que darme una respuesta; cuando esto que ahora me sacude con escalofríos sea de verdad el final. En el caso de que siguiera viviendo, rompería esta carta y continuaría en silencio, igual que siempre. Si sostienes esta carta en tus manos, sabrás que una muerta te está explicando aquí su vida, una vida que fue siempre la tuya desde la primera hasta la última hora”: Stefan Zweig, Carta a una desconocida, ed. Acantilado, 2010.
[4] Cf. Ovidio, Las Metamorfosis.
[5] “La acción política, como deseo compartido por una forma de vida diversa, por un mundo distinto, más justo, está relacionada con el eros en un plano profundo”: Han Byung-Chall, La agonía del eros, 6. Política del Eros.
[6] Platón, El Banquete,
[7] Christ Anderson publicó en la revista Wired un artículo titulado “El fin de la teoría”. Allí defiende que la ingente y excesiva acumulación de datos de los que disponeos, vuelve totalmente supérfluos los modelos teóricos: “Hoy las sociedades como Google, crecidas en una época de datos masivamente abundantes, no deben establecer modelos equivocados. No deben establecer ningún tipo de modelo en general”, en Wired Magazine, 16 July 2008.
[8] Cf. Pascal Bruckner – Alain Finkielkraut, El nuevo desorden amoroso, ed. Anagrama, 2001; Ulrick Beck, El normal caos del amor: nuevas formas de relación amorosa, ed. Paidos, 2001.
[9] Cf. Eva Illouz, Why love hurts: a sociological explanation, Polity Press, Cambridge, 2012.
[10] Cf. Han Byung-Chull, La agonía del eros, ed. Pensamiento, 2014.