martes, 23 abril, 2024

¡”EN MISIÓN COMPARTIDA”! ¿QUÉ PARADIGMA?

“Misión compartida” es una expresión nueva dentro del lenguaje de la iglesia y de la vida consagrada. Los adjetivos que hemos dado al sustantivo “misión” en los años posconciliares han sido otros:

Misión “evangelizadora”, salvadora, salvífica, “liberadora”, profética, apostólica, universal, educativa, sanitaria:

Misión específica: eclesial (de la Iglesia, del pueblo de Dios), misión ministerial (episcopal, presbiteral, diaconal), misión laical, misión de la familia, misión de la vida religiosa y consagrada, “ad gentes”, misión ecuménica, parroquial, popular, urbana,

Solo en éstos últimos años hemos comenzado a hablar de “misión compartida”. Esta nueva perspectiva no es una mera ocurrencia. Tiene su sentido. Nos preguntamos, entonces, ¿a qué se debe este nuevo adjetivo? ¿Qué hace necesaria esta forma de hablar?

El cambio de lenguaje 

Cuando cambia el lenguaje, algo está cambiando en nuestra vida, en nuestra actuación. Nuestra forma de vivir y actuar configura el lenguaje y el lenguaje configura la forma de vivir y actuar. Por eso, Wittgenstein entendía el lenguaje como actividad, quehacer en el mundo, forma de vida. La lengua es inseparable de la vida, del quehacer. Son los pueblos que hacen la historia, los que, en virtud de esta inserción de la lengua en el quehacer, inventan las palabras correspondientes a su acción.

En cada época se habla de una determinada manera. Los medios de comunicación utilizados en cada sociedad le imprimen una fisonomía propia. Tenemos la convicción de que, para obtener cambios en la iglesia, en la sociedad hemos de maniobrar en el lenguaje. El lenguaje construye la realidad de cada individuo y lo define dentro de la cultura del grupo en el que vive, familiar, popular, político, eclesial. ¡Eso es lo que ocurre con la expresión “misión compartida”!

El adjetivo “compartida” añadido a la palabra “misión” nos centra en un aspecto sumamente importante de la vida actual de la Iglesia:

que la misión es mucho más eficaz y esplendorosa, cuando es realizada por una orquesta de carismas, y no cuando es llevada a cabo por individualidades;

que solo entonces la misión tiene el rostro, la configuración que Jesús soñó para ella.

La iglesia lo ha reconocido en estos últimos años

En todos los Sínodos de Obispos dedicados a las diversas formas de vida cristiana, se ha puesto de relieve la necesidad de colaborar todos en la misión: “Christifideles laici” (sínodo sobre los fieles cristianos laicos), “Pastores dabo vobis” (sínodo sobre los ministros ordenados), “Vita Consecrata” (sínodo sobre la vida consagrada).

La Iglesia sabe que la diversidad de carismas y ministerios, armonizados en la misión, es fuente de vida y de transformación. La iglesia actual está valorando la diversidad y está diseñando – con mucho más conocimiento de causa, que en el mismo concilio Vaticano II- la eclesiología de la comunión.

Dos modelos de misión compartida

Si en el medioevo la iglesia era considerada como una realidad formada por diversos estados de vida cristiana, estados bien delimitados y jerarquizados, hoy nuestra sensibilidad cultural es muy diferente.

 

El modelo católico

Hoy consideramos a la iglesia como una gran comunión de los diferentes, en la que se produce un admirable intercambio de dones. Más que de “estados de vida” preferimos hablar de “formas estables de vida”. Sabemos que lo fundamental no es ni el estado, ni la forma, sino la vida. Entender la iglesia como una comunidad de vida, una biocenosis, hace que todo lo que ella realice, se haga en comunión de vida y de sus formas.

Jesús dijo: Yo soy la Vida. A quien quería seguirlo, le invitó a entrar en la Vida. El cuarto evangelio encuentra la quintaesencia de todo en la vida que se nos ha dado, que es vida sobreabundante, vida eterna. ¡Esta es la raíz de la misión compartida! ¡La vida compartida! No podemos vivir en la iglesia los unos sin los otros. Solo la comunidad de vida nos hace vivir en plenitud, con todos los resortes necesarios para tener vida abundante.

Por eso, hoy sabemos que no se vive la existencia cristiana en compartimentos estancos, en estados de vida cristiana bien delimitados y separados. Al contrario, la eclesiología de la comunión nos pide el mutuo reconocimiento y la mutua relación para descubrir no solo las otras formas de vida, sino para encontrar la auténtica identidad de nuestro peculiar don.

La eclesiología de comunión nos pide hacer de la vivencia de la fe una auténtica con-vivencia, de la vocación una auténtica con-vocación, de la espiritualidad una auténtica espiritualidad común, del sacerdocio un sacerdocio común, de la misión, una misión compartida.

A este primer modelo de misión compartida podríamos denominarlo “católico”. Utilizo esta denominación en su sentido más propio: es la misión realizada “según todo”, “según la totalidad”, contando con todas las formas de vida cristiana, con todas las confesiones cristianas, con todo el pueblo de Dios.

El modelo carismático

Detrás de la misión compartida está también la nueva situación en que se encuentran no pocos institutos religiosos. No podemos se puede ocultar que en diversas partes de la tierra la vida religiosa y consagrada está en situación de decrecimiento: somos cada vez más mayores y contamos con pocos jóvenes para el re-emplazo en la tarea misionera. Esto nos ha llevado a tomar diversas iniciativas y a adquirir una nueva conciencia:

Nos hemos visto obligados –para mantener las obras recibidas-a contar con otras personas para llevarlas adelante. Poco a poco, silenciosamente, hemos ido encontrando las personas adecuadas para asumir las funciones que en otro tiempo recaían exclusivamente sobre los mismos religiosos o religiosas. El proceso sigue su curso y se prevé que en poco tiempo la presencia de religiosos/as en nuestras obras propias será cada vez menor. Tanto en nuestras parroquias, como en nuestros colegios, en nuestros hospitales o centros de acogida, en el compromiso con justicia, paz y cuidado de la creación, en la “missio ad gentes” actividades itinerantes . Se hace cada vez más necesario “contar con otros”. Es justo y honesto reconocerlo. Es justo y legítimo que así sea

Este ha sido un tiempo propio también para descubrirnos más fuertemente como “familia carismática”. Hemos reconocido que no tenemos “en monopolio” el carisma de nuestros Fundadores o Fundadoras. Lo compartimos con otras personas que también los reconocen como inspiración y guía. Más todavía, crece el número de personas, pertenecientes a otras formas de vida cristiana que se adhieren a nosotros, para compartir nuestro carisma, nuestra espiritualidad y nuestra misión.

Por todo esto, también nosotros hablamos de “misión compartida”. Se trata, de misión compartida dentro del carisma colectivo y de su función en la iglesia y la sociedad. Es la “misión compartida” propia de la Familia carismática, que, aunque reconocida a nivel teórico, no siempre funciona adecuadamente a nivel práctico.

“Misión compartida”, no tiene entonces un sentido meramente eclesiológico y abierto, sino cerrado o delimitado: compartir la misión peculiar y carismática llevada adelante por los misioneros claretianos. A este segundo modelo de misión compartida podríamos denominarlo “carismático”.

Des-clericalizar la misión: tres pasos progresivos

Des-clericalizar la misión y -también en cierta manera des-congregazionarla- no nos resulta del todo fácil. Asumir con seriedad el estilo participativo de misión -comunitario y dialogante- es tal vez todavía un poco prematuro para nuestros hábitos. Creo que hay que dar tres pasos progresivos hacia delante:

La coadjutoría: los laicos son llamados a ofrecer servicios puntuales, sin participar auténticamente; son únicamente meros coadjutores de nuestras tareas, bien sea eclesiales (en el modelo católico), bien sea carismáticas (en el modelo carismático).

La colaboración: los laicos son llamados a participar en nuestra misión de manera cualificada; con ellos se dialoga, se proyecta, se llevan a cabo las iniciativas; pero los presbíteros dirigentes (en el modelo católico) o el instituto (en el modelo carismático) se reservan el derecho a diseñar la línea que hay que seguir: ellos son los responsables, institucionales y económicos, de todo; los laicos son colaboradores, pero no tienen ningún derecho de propiedad sobre la misión;

La co-participación: desde la perspectiva del modelo católico, se reconoce que en base a nuestro común bautismo-confirmación, todos somos sujetos de la vida y misión de la iglesia, dotados de la misma dignidad y responsabilidad; por lo tanto, nadie puede monopolizar la misión; todos somos sujetos de ella, si bien, cada uno desde su propio carisma y ministerio. Desde el modelo carismático, se reconoce también que el don carismático del Instituto ha sido concedido a otros creyentes que no pertenecen a la vida religiosa, a hombres y mujeres de la forma de vida seglar y laical; desde ese planteamiento común –compartir el mismo carisma- se dan pasos para formar una auténtica familia y compartir la misión carismática en plan de igualdad, de mutua colaboración y referencia.

Superando el modelo carismático y eclesio-céntrico de la “Misión compartida” 

Habría un nuevo sentido de “misión compartida”, en la cual lo que más resalta no es lo carismático y peculiar del instituto, sino la “misión eclesial” en cuanto  tal, o incluso la “misión”.

La misión, así entendida nos supera a todos. Nadie tiene el monopolio de ella. Por lo tanto, nadie se arroga el poder de permitir a otro compartir la misión. Todos la comparten en clave de igualdad, pero desde funciones y carismas diferentes. Es obvio que no actúa en la misión de la misma forma el presbítero que el laico, el religioso que pertenece a una comunidad que la persona casada que pertenece a una familia o el soltero.

Es claro que en esta última acepción, la “misión compartida” no tiene un predeterminado color carismático: no es jesuítica, ni salesiana, ni claretiana. Ese tono carismático puede estar dentro, pero diluido con otros tonos. Nadie puede imponer una identidad carismática. Diríamos que ahí la misión tiene una identidad carismática “compleja”, no única.

De aquí surgen algunas preguntas:

¿estarán los institutos de vida consagrada dispuestos a diluir de esta forma su aportación carismática a la misión de la iglesia?

Mi respuesta a estas cuestiones es hipotética.

Más allá del modelo carismático: misión eclesial compartida

Para el modelo católico la misión no es monopolio de ningún grupo en la iglesia. Se rige por el principio conciliar: “Est in Ecclesia unitas missionis, pluralitas autem ministerii” (“hay en la iglesia unidad de misión, pero pluralidad de ministerio”) (AA, 2). Si en la iglesia la misión es una sola y lo que es plural son los servicios y ministerios a través de los cuales, la misión se realiza en cada tiempo y lugar, entonces no podemos ni debemos hablar de misión compartida en sentido carismático, sino sólo en sentido católico.

Por lo tanto, es inadecuado hablar de la misión que llevan adelante los agustinos, o los carmelitas, o los presbíteros diocesanos, o los obispos, o las religiosas de clausura, o los laicos comprometidos. La misión es una sola. La llevamos adelante todos, todos los bautizados, todas las iglesias particulares, la iglesia universal. Jesús no nos confió diversas misiones. El Señor Resucitado nos confió una sola misión, una gran Misión, en la que habríamos de participar todos los que creamos en Él a través de los siglos y de los espacios.

Por lo tanto, que nadie, ni persona, ni grupo, hable de “su” misión. Lo único de lo que está autorizado a hablar con verdad es de su forma peculiar de colaborar y servir a la única misión de la Iglesia. Y, para que esto sea así, se hace necesario integrarse en el cuerpo eclesial, compartir con todos la única misión. Cada creyente, cada grupo, aporta su propio don, su peculiar servicio, sus carismas y  ministerios.

Más allá del modelo católico: misión ecuménica, misión del Reino de Dios

Podríamos dar un paso más adelante y preguntarnos: ¿tiene la iglesia católica el monopolio de la misión? Esta pregunta es especialmente importante. El panorama religioso de nuestro mundo es plural y diversificado.

Si pensamos en las, comunidades cristiano-católicas la misión adquiere una característica eminentemente “pastoral”.

Si nos orientamos hacia las diversas confesiones cristianas y las iglesias de otras denominaciones la misión adquiere una característica eminentemente “ecuménica”: entendemos entonces la misión como “missio Ecclesiae”, sin más adjetivos, ni distinciones. Cuando los miembros de las diversas confesiones cristianas nos entendemos y sentimos como “hermanos”, estamos dando un gran paso hacia la comprensión de la misión: “que sean uno para que el mundo crea”.

Cuando nos confrontamos con el Islam, el Judaísmo, y las grandes religiones del mundo entramos en la misión como “diálogo inter-religioso” o como “missio inter gentes”.

Cuando nos relacionamos con hombres y mujeres de buena voluntad que, o bien se han alejado de la fe cristiana o religiosa, o viven en el indiferentismo religioso, en el agnosticismo o en el ateísmo, nos preguntamos también: ¿en qué consiste la misión? Y surge aquí una perspectiva, que no hemos explicitado en nuestra comprensión de la misión.

¿Están todas estas personas, a veces grandes pensadores, artistas, políticos etc. al margen de la misión?

Algunos teólogos, yo creo que, con gran acierto, han dicho que hay algo más profundo y amplio que la misión de la iglesia o eclesiástica y es la misión del Reino de Dios. En esa misión participan y se sienten llamados a participar todos los hombres y mujeres de buena voluntad. La misión del Reino de Dios es única; pero se realiza a través de múltiples servicios y ministerios; es sagrada y secular, escatológica e histórica, trascendente e inmanente.

Esta es la misión que Dios confió al ser humano, a los seres humanos, en la Creación del Mundo. Esta es la misión relanzada por Jesús de Nazaret, el Hijo del Dios Creador, al inaugurar el Reino y al morir en sacrificio por la llegada e instauración del Reino y enviar el Espíritu a la tierra, a toda la tierra, a toda carne.

Si esto es así ¿tiene la iglesia o las iglesias el monopolio de la misión? ¿No es la misión algo mucho más fundante y amplio? ¿No será “el movimiento de los pueblos, de los grupos proféticos de cualquier tipo, hacia el reino de Dios, tal como Michael Amaladoss lo describe? “Misión compartida” significa, entonces participar del movimiento de los pueblos hacia el Reino de Dios y colaborar con hombres y mujeres de buena voluntad –desde el propio don– en todo aquello que sea necesario para acelerar el movimiento o sostenerlo.

 

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