Pablo VI pasará a la historia por muchos títulos que harán sea recordado como un gran Pontífice. Durante estos días en diversas publicaciones, se le ha ido evocando desde distintos aspectos y por sus grandes actuaciones. Que yo sepa, no se ha mencionado aún, y me parece un deber reconocerlo abiertamente, su amor y solicitud por la vida religiosa. Sin afán panegirista, simplemente constatando un hecho, el Papa fallecido deja un legado impresionante sobre su sentir, pensar y actuar en favor de los religiosos. Ahí están todos esos discursos y alocuciones a Superiores Generales, Capítulos de renovación y Asambleas de Superiores Mayores. Aprovechó las canonizaciones y beatificaciones de religiosos y otros muchos encuentros para expresar su gran preocupación y aprecio por la vida y misión de los religiosos en la Iglesia y en la sociedad. Como documento escrito hay que resaltar su exhortación apostólica «Evangélica Testificado», una de las más bellas y densas cartas sobre el testimonio de vida de los religiosos. Por eso, no sería de extrañar que, durante largo tiempo, la figura de Pablo VI se hiciera memoria agradecida y estímulo creciente en el corazón de cuantos, de una manera especial, han consagrado por entero su vida al servicio del Evangelio.
Existen actualmente en el mundo más de un millón de religiosas. Por cada 250 mujeres católicas, una es religiosa. Los religiosos ascienden a 270.000[1]. No faltan en nuestros días, incluidos algunos cristianos, quienes se preguntan si estos hombres y mujeres no estarán perdiendo el tiempo, si no sería mejor que trabajasen en algo más rentable y positivo para la sociedad, si no serán residuos de una casta a punto de desaparecer. Los ojos de la eficacia, del consumismo o de la ignorancia de los valores fundamentales que anidan gratuitamente en el corazón humano, no tienen luz para ver ni valorar este género de vida. Se necesita una elemental apertura hacia lo trascendente y, sobre todo, fe para reconocer lo que son y para lo que están estos hombres, que —como decía Pablo VI en su primer discurso al mundo entero— «incansable y silenciosamente, y a menudo privados de ayuda en su solicitud, dedican su vida al engrandecimiento del reino de Dios sobre la tierra». A él le acompañaron siempre esta apertura y esta fe. Amaba entrañablemente a los religiosos. Siendo arzobispo de Milán, el 11 de febrero de 1961, se atrevió a decir a las religiosas: «Sois la Iglesia en su más genuina, más auténtica, más completa y más vibrante expresión». Reconocía, apoyaba y pregonaba sin cesar los valores que los religiosos están llamados a presencializar en este mundo. De ahí que, saliendo al paso de toda sospecha sobre la validez y actualidad de este estilo de vida, en su exhortación apostólica citada, preguntara sin rodeos: «¿Quién se atrevería a sostener que la Iglesia podría prescindir de estos testigos excepcionales de la trascendencia del amor de Cristo, o que el mundo podría dejar sin daño suyo apagar estas luces, las cuales anuncian el Reino de Dios con una libertad que no conoce obstáculos y que es vivida cotidianamente por millares de sus hijos e hijas?» (Cf ET 3).
Muchos observadores de la evolución de la Iglesia en estos últimos quince años han afirmado que, tal vez, el sector que mejor ha emprendido y está llevando, con sus luces y sus sombras, como es lógico, la tarea de renovación conciliar ha sido la vida religiosa. Si queremos ser leales, a la hora de reconocer méritos, hay que decir que el magisterio de Pablo VI ha jugado una baza decisiva. Si la renovación de la vida religiosa había comenzado a prepararse en tiempos de Pío XII con el asesoramiento del Cardenal español Arcadio Larraona, y no se había detenido en los años de Juan XXIII, Pablo VI, con un especial cariño y un admirable sentido pastoral, la ha impulsado y urgido de forma apremiante. Todos podemos comprobar la importancia extraordinaria que tuvo aquel discurso «Magno gaudio» del 23 de mayo de 1964, que marcó definitivamente el rumbo para cuanto el Concilio dijo después sobre los religiosos. Todos sabemos también cómo a lo largo de estos años difíciles, pero esperanzadores, ha sabido dirigir una palabra de aliento en medio de un continuo recordar las exigencias íntimas de la consagración religiosa. Tuvo una gran clarividencia para señalar criterios fundamentales de renovación y no sintió reparo alguno a la hora de avisar los posibles riesgos o desviaciones.
Algunos esperaban que los Institutos religiosos dieran un vuelco total, con una transformación completa de sus instituciones o estructuras. Al no comprobar este espectacular cambio —sólo a veces nos impresiona lo espectacular—, no se han molestado en observar, y menos en reconocer, que la levadura está fermentando la masa. En la renovación de la vida religiosa como sucede a nivel de Iglesia o sociedad, no se trata de hacer un mero traspaso de intereses o egoísmos, sino de mejorar el corazón humano a la luz del misterio que se hace exigencia, en nuestro interior. Las nuevas estructuras ayudan, sí, y son imprescindibles. Las comunidades religiosas se han dado cuenta y ahí está, como un exponente, la evolución que han experimentado estos años. Pero generalmente hay que hacerlas brotar a golpe de un nuevo espíritu; nunca de un nuevo egoísmo. Pablo VI introdujo la levadura en la masa para fomentar, desde el interior, unas nuevas actitudes de comportamiento. Por eso no hizo otra cosa que inculcar a los religiosos, por activa y por pasiva, una profunda experiencia de Dios, un perfecto seguimiento de Cristo, una vivencia más explícita de la dimensión eclesial de su vocación, un recuperar y revivir en autenticidad el espíritu profético de sus Fundadores, que fueron todos ellos hombres y mujeres sagaces para comprender y salir al paso de lo que la Iglesia y el mundo necesitaban en cada momento histórico.
Al terminar este pequeño recuerdo de gratitud, estoy seguro de interpretar el común sentir de todos los religiosos, afirmando que Pablo VI fue y seguirá siendo un Padre y Pastor para nosotros, porque su dedicación prendió y se ha hecho inquietud y esperanza en nuestros corazones.
[1] Cf Documento: Criterios pastorales sobre las mutuas relaciones entre obispos y religiosos en la Iglesia en VIDA RELIGIOSA 45 (1978) 292.