Zaqueo quería conocer a Jesús, pero nunca se hubiese imaginado que ese Jesús del que tanto había oído hablar y que ahora pasaba por su Jericó se iba a adelantar.
Mirando hacia ese árbol que arreglaba por un momento la pequeña estatura del cobrador de impuestos Jesús supo ver más allá de la evidencia plana. En ese pequeño cuerpo no sólo estaba el que cobraba impuestos para el Imperio y aprovechaba para robar de cuando en cuando. Jesús ahí supo ver también la gran talla de alguien que nunca se sintió tan bien acogido en su propia casa.
Es más, cuando Jesús se autoinvita hace que Zaqueo descubra la hermosura de dar a los pobres. Y no unas migajas sino la mitad de su patrimonio. También descubre el milagro de la restitución exagerada: a los que había robado les devolvió cuatro veces más.
Zaqueo convertido en ese Reino desbordado, multiplicado, empeñado en ir más allá de lo estipulado por justicia o convenciones.
Zaqueo desbordado por ese Jesús que sabe que las casas de pecadores son en las que come a gusto, donde planta su tienda para hacer el gran milagro de convertir desde el amor lo que antes era mero interés personal y búsqueda de beneficio cicatero.
Y los demás que digan lo que quieran. Nunca podrán comprender que Zaqueo es mucho más que un cobrador de impuestos para los invasores. Los que acusan a Jesús de ser pecador por comer con pecadores siempre verán a Zaqueo como ese hombre pequeño por dentro y por fuera porque su justicia mezquina les impide percibir la grandeza del que recibió en su casa a la misma salvación.