Las ovejas escuchan la voz del pastor y le siguen porque la conocen. Se fían de él porque las cuida, las apacienta y les da la vida.
Nosotros somos parte del rebaño de Cristo; al menos eso deseamos. Pero, ¿escuchamos su voz? ¿Le damos crédito? ¿Aprendemos?
Estas preguntas no son aleatorias ya que de preguntas está el evangelio lleno. Preguntas, de aquellos que, estando con el Señor, comprenden poco de su Misterio y del futuro que a ellos les depara junto a Él.
El que seamos ovejas de su rebaño no significa que no nos cuestionemos. Tarde o temprano, hemos de preguntarnos -como Tomás y Felipe- por Jesús, “la piedra angular desechada por los hombres”, y su relación con el Misterio de Dios: ¿Cómo podemos saber el camino? ¿Cómo es el Padre? No sé si todos llegamos a ese grado de curiosidad o de necesidad de comprender, pero lo cierto es que si Jesús significa algo en nuestra vida hemos de ponerle en el lugar que le responde.
Ante los cuestionamientos de los discípulos el Señor les dice: “Yo soy el camino y la verdad y la vida”. Tres realidades presentadas en mismo nivel, pero ordenadas desde lo presente a lo futuro.
Primero, hemos de ponernos ante la humanidad de Jesús y transitar por el camino de la renuncia, de la cruz, del dolor, pero también de la alegría y fecundidad. Una humanidad que escandalizó a los judíos y de la que huimos razonablemente. ¡Si, huimos! Porque nos pasamos media vida dando vueltas alrededor de Cristo: buscando interioridad, paz y sosiego…, por otras tradiciones, religiones y filosofías; para acabar descubriendo en Cristo la respuesta a nuestros anhelos. Y ansiando la comunidad perfecta, la significatividad social, la cantidad de hermanos…, asistiendo a miles de cursillos, experiencias y espiritualidades nuevas; para acabar de rodillas ante la Cruz.
Después, continúa diciendo Jesús: “Yo soy la verdad… quien me ha visto a mí, ha visto al Padre”. Él trasparenta el Misterio de Dios. ¡Ya lo habían experimentado en la transfiguración! Pero, el verle tan humano dificultó a aquellos discípulos el comprender su divinidad. Nos pasa a nosotros; dibujamos a un Jesús etéreo y dulzón. Un Jesús al que quitamos el mérito de haber dejado todos sus planes y deseos y gustos, para que primaran en Él los planes del Padre. Un Jesús tan humano que precisó de momentos de oración, para descubrir quiénes eran los preferidos por el Padre y las maneras y modos para llevarles su amor. La Verdad es que su humanidad y su obrar manifiestan su Misterio de Hijo. Y resulta que tú y yo somos hijos, y si aceptamos nuestra humanidad y obramos como hijos, nos convertimos en “instrumentos de Dios”. Y hacemos las obras que Él precisa.
¡Aún hay más! Jesús añade, “soy la Vida”. Y hay que recordar que cuando Jesús elige a aquellos hombres lo hace “para que estuvieran con él”. Hoy apostilla que quiere que “donde estoy yo, estéis también vosotros”. Esa es la esperanza; esa es la vida eterna. No hay que elucubrar cómo ni dónde, sino con Él y en la casa del Padre. ¡Si nos diéramos cuenta de esta preferencia viviríamos más tranquilos!
Por eso, yo no quiero perderme ni una sola de sus palabras. Como le ocurrió a los discípulos -al comenzar su vida de predicación- necesito escuchar la verdad que rezuman, la guía que me ofrecen y la esperanza que destilan.
Palabras de vida salidas de la boca del Buen Pastor. ¡Ojalá no me olvide del timbre de su voz y no me vaya nunca tras otros pastores!