Se explicaba su finalidad en el motu proprio, o carta apostólica, Apostolica sollicitudo, publicada el día siguiente (15 de septiembre de 1965): “En esta nuestra época, agitada ciertamente y llena de tantos peligros, pero también abierta de manera patente a los influjos saludables de la gracia divina, la experiencia diaria nos enseña hasta qué punto es útil para nuestro oficio apostólico dicha unión con los Obispos, razón por la cual tenemos sumo interés en fomentarla y aumentarla por todos los medios posibles, para que no nos falte el consuelo de su presencia, la ayuda de su prudencia y experiencia, el apoyo de sus consejos y la aprobación de su autoridad”.
Una larga serie
Incluyendo el Sínodo sobre la Nueva Evangelización, se cuentan 25 “asambleas sinodales”, no todas del mismo tipo. Ha habido 12 “ordinarias” (a partir de 1967) y la próxima será la número 13. Son las experiencias más amplias y complejas, con una convocación universal en representación de todas las principales realidades eclesiales (de la Curia y de las conferencias episcopales). Y luego ha habido 7 asambleas continentales (dos veces para Europa y África), a partir de los años 90, que pretendían plantear una estrategia de discernimiento y de evangelización en el contexto del nuevo milenio. A esto hay que añadir dos asambleas generales “extraordinarias”, una sobre el tema de las conferencias episcopales y la colegialidad (1969), y la otra de balance y nuevo impulso al cumplirse los veinte años del Concilio (1985). Y además hay que contar dos asambleas extraordinarias regionales, sobre Holanda (1980) y sobre el Medio Oriente (2010).
Probablemente es más interesante ver los temas que se han tratado, porque se pueden descubrir cosas útiles para comprender también el próximo sínodo. Al inicio hubo un tema general, y un tanto “militante”: “La preservación y el reforzamiento de la fe católica, su integridad, su vigor, su desarrollo, su coherencia doctrinal e histórica”, porque nos movíamos todavía a la luz de la gran y exigente documentación del Concilio. Y sin embargo, mirándolo bien, aparece un tema muy semejante en la agenda de preparación para el próximo sínodo del 2012: “La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana”. Y entre estos dos extremos se encuentran numerosos argumentos, a veces enlazados entre sí.
Empiezan a ser verdaderamente más dinámicos en 1971, en medio de la explosión de la crisis del clero (con miles de abandonos) y de la emergencia de la justicia social en un mundo en profunda transformación, tras el famoso fenómeno de la revolución cultural que siguió a los movimientos de liberación surgidos al final de los años 60. El Sínodo del 1974 será un verdadero acontecimiento “sinodal”, cargado de fuerzas transformadoras; el tema tratado fue: “La evangelización del mundo moderno”. En este Sínodo se confrontaron las nuevas experiencias europeas de crisis y de crítica y la pastoral dinámica y creativa de otros continentes. La exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi (1975) de Pablo VI sigue siendo hasta nuestros días uno de los grandes textos orientadores frente a los desafíos de la modernidad.
El Sínodo de 1977, sobre la catequesis en nuestro tiempo, pretendía completar el mismo argumento, pero Pablo VI era ya muy anciano y no pudo publicar la exhortación postsinodal, cosa que hizo su sucesor Juan Pablo II con la Catechesi tradendae (1979), orientando así el texto y la mens de manera mucho más introvertida respecto al anterior documento.
Los Sínodos de Juan Pablo II
En el largo pontificado del Papa polaco han tenido lugar muchísimas asambleas sinodales ordinarias y extraordinarias, tanto de carácter general cuanto de interés más continental o local. Sus dos primeros sínodos no tuvieron una temática estratégica, sino que respondían a algunas preocupaciones típicas de la mentalidad del Papa: la familia (1980) y la penitencia y reconciliación (1983). Pero a partir de la celebración del sínodo extraordinario para evaluar los resultados de los veinte años del Concilio (1985), las temáticas sinodales toman un ritmo nuevo: aparece una estrategia típica del Papa Wojtyla, de amplitud de miras y, a la vez, con el deseo de consolidar la identidad dentro de una situación de cambio memorable.
Se trata de los tres sínodos sobre los estados de vida en la Iglesia: laicos (1987), presbíteros (1990), vida consagrada (1994), además del que se ocupó del ministerio de los obispos (2001). Y luego de las asambleas extraordinarias para cada uno de los cinco continentes, empezando por Europa (1991), recién salida de la “glaciación roja” con la caída del muro de Berlín (1989). A continuación vinieron las asambleas para África (1994), América (1997), Asia y Australia (1998), concluyendo con una segunda vuelta para Europa a finales del segundo milenio (1999).
Todos estos sínodos han sido resumidos en sus perspectivas y temáticas por las respectivas exhortaciones postsinodales, a través de las cuales no solamente se volvían a tomar los principales temas discutidos en la asamblea, sino que también se corregían o ampliaban las perspectivas, se puntualizaban o rechazaban ciertos auspicios, se orientaban los relativos horizontes eclesiales según la sensibilidad y las interpretaciones que el Papa polaco y su Curia querían indicar. Si, por una parte, de ello se ha derivado un rico patrimonio de textos del magisterio al que es posible referirse en todos los ámbitos tratados, por otra, frecuentemente, los directos interesados han encontrado líneas de discernimiento cargadas de censuras y tutelas. De todas formas, esa decena de sínodos de los años 90 y los grandes acontecimientos en el contexto del Jubileo del año 2000 han mostrado la extraordinaria capacidad de Juan Pablo II de plantear una estrategia audaz de evangelización y de protagonismo de la Iglesia.
Los sínodos de Benedicto XVI
Convocado y preparado por Juan Pablo II, pero de hecho celebrado por Benedicto XVI, el sínodo del 2005 ha estado dedicado a un nuevo ciclo temático: “La Eucaristía fuente y culmen de la vida de la Iglesia”. Se debe precisamente al nuevo pontificado el completamiento de la reflexión sinodal sobre los fundamentos de la fe de la Iglesia con la asamblea sinodal número 12, dedicada a la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia (2008). El 2009 se ha celebrado también un segundo sínodo extraordinario para África, con la preocupación por discernir un sentido y una línea de evangelización en el enredo de las tensiones y las guerras por procura.
También en los sínodos celebrados bajo Benedicto XVI se ha producido la recogida de los frutos y de las perspectivas en exhortaciones postsinodales. Hasta ahora han sido publicadas solamente dos exhortaciones apostólicas postsinodales: Sacramentum caritatis (2007) y Verbum Domini (2010). Pero indudablemente son textos que reflejan la robusta y amplia cultura teológica del Papa, sobre todo en la segunda, con afirmaciones que tocan nudos teológicos en discusión y ofrecen perspectivas pastorales de largo alcance.
Y ahora, casi como en un proceso de retorno a las fuentes, el próximo sínodo tratará de la nueva evangelización: pero más que en perspectiva universal, en referencia más explícita y con una intencionalidad orientada al Occidente descristianizado, que está perdiendo su propio patrimonio de fe y de religión. Además, el hecho de que a este sínodo se hayan asociado otros aniversarios no de poca importancia: los 50 años del Concilio, el año de la fe y (de manera quizás poco pertinente) el 20 aniversario del Catecismo de la Iglesia Católica, permite, junto a un balance oportuno del viento conciliar, probablemente también una forzada reconducción “ad intra” de las preocupaciones sinodales y, por tanto, también “reducir a perímetros estrechos” un tema tan prometedor como es el de la nueva evangelización.
Recuperar el «soplo» del Concilio
La importante cita del sínodo sobre la Nueva Evangelización, según los textos preparatorios, los Lineamenta y el Instrumentum laboris, corre el peligro de convertirse, sin embargo, en un embudo muy estrecho que obligaría a llevar a cabo “estrangulamientos” dolorosos.
El primero de estos estrangulamientos ya estaría actuando desde hace tiempo: hacer memoria del impulso original y de la disponibilidad al diálogo del Concilio Vaticano II, para redondear sus puntas más originales, para desvitalizar sus originalidades en campo eclesial y socio-cultural, para renegar (si fuera posible) de sus esperanzas abiertas al futuro, poniendo de relieve los resultados no siempre positivos de sus reformas. Como todo concilio, también éste ha producido entusiasmos y creatividades no siempre equilibrados, así como resistencias obtusas y un vaciamiento solapado de sus exigencias, en nombre de una tradición fosilizada, aunque no antiquísima.
Huidas hacia adelante y bruscos frenazos son cosas naturales, sobre todo tratándose de un Concilio como éste, que ha tratado de explorar las oportunidades de diálogo con el mundo moderno, después de una larga estación de resistencias y exorcismos. Esto vale tanto para la vida de la Iglesia en general, cuanto para la vida religiosa en particular, donde el viento del Concilio ha producido –quizás más que en otros sectores eclesiales– una larga estación de creatividad, de refundación, de ruptura en busca de algo diferente, de experiencias audaces y de prolongada provisionalidad. Pero también forma parte del balance una serie de adquisiciones teológicas –basta pensar en la teología del carisma, en la recuperación del radicalismo evangélico, en la teología de la consagración, en la dimensión profética, en los procesos de inculturación, o en los nuevos modelos de fraternidad multi-versal– y una revolución coopernicana en la interpretación de esta forma de vida cristiana, que ya no es auto-referencial, sino que es contemplada en el corazón de la Iglesia, viviendo nuevos procesos, en diálogo con la cultura, con los nuevos desafíos socio-religiosos, los nuevos protagonismos descentrados, las nuevas antropologías, etc.
Más que unir fuerzas para una nueva guerra de religión o crear la fábrica de militantes para lanzarlos a los areópagos de la modernidad de cara a reconstruir la “societas christiana”, la nueva evangelización exige –como bien decía con palabras poco usuales el primer texto preparatorio del sínodo, los Lineamenta– que se acepte, ante todo, habitar los nuevos escenarios en los que nos movemos, para discernir los retos que de ello se derivan, los recursos que en ello se esconden, las esperanzas a las que podemos responder, y comprender que las respuestas dialogales (y no imperialistas) que podemos ofrecer.
Por tanto, no se trata de un balance del Concilio en vistas de una retractatio penitencial, para un retorno nostálgico al “mito” del pre-concilio cuando todo iba bien, no una amarga recriminación contra una generación que ha creído en el viento conciliar y le ha consagrado tiempo y pasión, creatividad y paciente servicio.
La irrupción de los pobres en la Iglesia, la epifanía de culturas y recursos antes marginados, el protagonismo de las mujeres, el papel de existencias simbólicas y de lenguajes críticos pero no ácidos, el impacto de la diferencia de género, la inseminación entrecruzada de religiones y visiones religiosas, el desplazamiento de los centros neurálgicos lejos del mundo occidental europeo, formando una red en todo el planeta, la fragmentación del modelo heredado en una explosión de modelos provisionales: todo esto no ha sido un equívoco, una fantasía de gente de poca fe, síntoma de una pérdida de fe y de esperanza, como a veces se piensa.
Han sido dones del Espíritu, que ha guiado –como un invisible amanuense– primero a los padres conciliares en la codificación de las perspectivas que había abierto la confianza en la historia, entonces en proceso de cambio, aunque menos rápido que actualmente. Y luego, acción también del Espíritu en la generación que ha creído en el Concilio y en su viento, y ha explorado –con certezas provisionales y parresia pagada a veces cara– los caminos del Espíritu en las entrañas de esa historia en rápida transformación.
El proceso no ha terminado todavía
El Concilio ha sido solamente una aurora, como ama repetir el anciano secretario de Juan XXIII, mons. Loris Capovilla, actualmente casi centenario. Quizás la vida religiosa se ha hecho la ilusión de que ya fuera día pleno, con el sol bien alto, y ha vivido según esa ilusión, creyendo que los objetivos que debían ser solamente prolegómenos, eran frutos definitivos. Efectivamente, vemos claramente que las numerosas experiencias vividas por la vida religiosa –tematizadas mediante articuladas teologías y paradigmas que ya son robustos– no han situado nuestra vida en una estabilidad consolidada.
Hemos recibido las “lluvias tempranas”, pero todavía queda tiempo para las “tardías” (St 5, 7). Hace falta paciencia y paciencia, no es posible des-construir el monolito construido durante siglos en unos pocos decenios de intensa actividad: hacen falta todavía algunas generaciones manos a la obra. Nosotros hemos realizado nuestra tarea con seriedad y tesón, bajo el impulso del viento conciliar: ahora quizás se ponen en evidencia los resultados frágiles y las contradicciones, más que el fruto maduro que hay que recoger. Tenemos que creer que el camino emprendido no ha sido una ilusión: el fruto del Espíritu que ha soplado sobre el Concilio, que ha soplado también después en nuestros capítulos y en la nueva redacción de los textos constitucionales. A lo mejor alguna vez habrá soplado mientras amainábamos las velas, mientras nos dominaba el miedo y la nostalgia, y no ha podido hacernos navegar más hacia alta mar.
El momento propicio del sínodo sobre la vida consagrada (1994) ha posibilitado un balance sereno y leal de los resultados y los sueños, de las utopías y los fracasos. Pero también nos ha dado la posibilidad de volver a encontrar las razones más íntimas y vitales de nuestra presencia en la Iglesia. La exhortación postsinodal Vita consecrata, si la leemos bien y con una mirada más intuitiva, constituye todavía hoy un texto paradigmático de valores esenciales, y es inspiradora de itinerarios epifánicos que no están aún agotados. Y ese texto tampoco ha concluido su enseñanza, ni ha agotado su fuerza persuasiva para nuevos caminos del Espíritu. Se trata de volverla a tomar en nuestras manos, como “exhortación” que nuevamente pone en vigor el Concilio y que en su “genericidad” llena de confianza, tan criticada por algunos, posibilita en cambio y abre nuevas estaciones de exploración, de experiencias, de comunión eclesial no puramente ritual, sino llena de pasión por un nuevo diálogo con los desafíos históricos.
Apoyándose con inteligencia en el Instrumentum Laboris
Es imposible entrar en la presentación del texto, ya otros se ocuparán de hacer una descripción más detallada. Se trata, de todas formas, de un texto que no pretende ser definitivo, sino solamente ser guía y planimetría de una temática compleja.
Ya el texto de los Lineamenta nos había parecido en algunos de sus párrafos original y sorprendente, sobre todo en el planteamiento general: no daba por descontada ninguna solución, dedicaba espacio al reto del discernimiento urgente y coral, exigía habitar los nuevos escenarios desde dentro, no como espectadores indiferentes. Y llegaba incluso a expresar la convicción de que “la nueva evangelización no es una reduplicación de la primera, no es una simple repetición, sino que consiste en el coraje de atreverse a transitar por nuevos senderos” (n. 5). Y más adelante añade que se trata, para todos, de la “manifestación al mundo de la fuerza profética y transformadora del mensaje evangélico” (n. 7), asumiéndonos también la tarea de un “lento trabajo de construcción de un nuevo modelo de ser Iglesia” (n. 9), con la “capacidad de partir nuevamente, de atravesar los confines, de ampliar los horizontes” (n. 10).
Ahora, el Instrumentum Laboris reafirma el desafío: “La Iglesia siente que es su deber lograr imaginar nuevos instrumentos y nuevas palabras para hacer audibles y comprensibles también en los nuevos desiertos la palabra de la fe que nos ha regenerado para la vida, aquella verdadera, en Dios” (IL, n. 8). Se debilita el discernimiento, viéndolo como estrategia de inserción , no como escuela interpretativa que desconcierta: “La nueva evangelización se ha transformado de este modo en discernimiento, es decir, en capacidad de leer y descifrar los nuevos escenarios, que en estas últimas décadas se han creado en la historia de los hombres, para convertirlos en lugares de anuncio del Evangelio y de experiencia eclesial” (IL, n. 51).
Es también muy iluminador, de cara a la estrategia propuesta, el siguiente paso sobre la finalidad del proceso de discernimiento: “Dicha lectura sirve también como autocrítica que el cristianismo es invitado a hacer de sí mismo, para verificar en qué medida el propio estilo de vida y la acción pastoral de las comunidades cristianas han estado realmente a la altura de su misión, evitando la ineficacia a través de una atenta previsión” (IL, n. 68). Pero luego, en el desarrollo de los diferentes elementos que están en juego, parece más importante revitalizar lo que ya existe, dando por descontado que es válido y eficaz, en vez de fomentar la creatividad y la inventiva que sugerían los Lineamenta. Esta última citación revela su estrategia y su sustancia: “Nueva evangelización significa dar una respuesta adecuada a los signos de los tiempos, a las necesidades de los hombres y de los pueblos de hoy, a los nuevos escenarios que muestran la cultura a través de la cual expresamos nuestra identidad y buscamos el sentido de nuestras existencias. Nueva evangelización significa promoción de una cultura más profundamente radicada en el Evangelio” (IL, n. 164). Estamos muy cerca del síndrome de Narciso: la autoestima nos lleva a creer que somos los mejores sin hacer ningún esfuerzo…
Pienso que puede ser una gran oportunidad para que la vida religiosa haga buen uso de las dos circunstancias: 50 años del Concilio y Sínodo sobre la Nueva Evangelización. No tanto para llevar las aguas al molino de una nueva evangelización que parece –a través del énfasis en el Catecismo de la Iglesia universal y el clima de desilusión y cansancio– más bien neo-apologética sin una creatividad audaz; sino sobre todo para seguir explorando y discerniendo dentro de los escenarios los desafíos, para elaborar respuestas adecuadas y no apriorísticas ni taumatúrgicas. Hay que volver a pensar de manera simple, al riesgo y al esfuerzo de lo incierto, para dedicarse a la búsqueda de una nueva santidad que nos abra al futuro, de una nueva evangelización que no esté muy influida por la memoria archivada, de un nuevo modelo de Iglesia que nazca en el seno de la Iglesia de los pobres y de la profundidad de la intimidad con Dios en Jesucristo.
Es necesario que estos nuevos escenarios vayan acompañados por nuevas respuestas y nuevos modelos, pero después de haber habitado y amado la historia “nueva”, que es seno y fuente de nuestra evangelización no puramente repetitiva, y tras haber dado escucha a retos y lenguajes a los que no estamos acostumbrados, o que creemos conocer sin verificarlo con paciencia y empatía. El párrafo del Instrumentum Laboris 114 repara, de alguna manera, el clamoroso silencio que estaba presente en los Lineamenta, sobre la vida consagrada, pero estamos aún bien lejos de sentirnos satisfechos: porque, pese al largo elenco de tantas memorias beneméritas y la alusión a tantos sectores que nos han visto protagonistas con paso profético, nos esperábamos una invitación decidida y confiada a intentarlo nuevamente, a explorar con parresia nuevos caminos y nuevas mediaciones. Se dice y no se dice, con un estilo de circunlocución artificiosa, que muestra el miedo a dejar demasiado espacio a nuevas utopías. ¿Acaso no será ésta una de las causas por las que los religiosos no se sienten cómodos en los sínodos? Se trata siempre con suficiencia su función eclesial, cuando no se la ignora o se la confunde con las cofradías y otros fenómenos asociativos secundarios: pero, ¿qué sería, en realidad, la Iglesia sin el fenómeno de la vida consagrada, como quiera que se la considere?
Yo creo, en cambio, que precisamente éste pudiera ser el momento oportuno, el kairos de un nuevo inicio para la vida consagrada, que hoy se encuentra en medio de una fatigosa lucha por sobrevivir en circunstancias inéditas y complicadas. No basta ser (o haber sido) importantes, hace falta ser significativos, sorprendentemente significativos: hoy más que nunca.