En el evangelio de este domingo el evangelista Juan nos presenta a Jesús desde la boca del Bautista, como prolongación del domingo pasado en el que contemplábamos el bautismo de Jesús.
Y sus palabras suenan a enigmáticas, como en un juego espacio-temporal de presencias y ausencias, de precedencias casi imposibles, de solo agua y de Espíritu que cambia la realidad. Pero, sobre todo, es el testimonio de un creyente.
Creyente confuso como nosotros a veces que va a pedir las credenciales mesiánicas a Jesús desde la cárcel, porque duda y tiene miedo.
Pero también creyente convencido, como nosotros, que sabe desde lo profundo que está delante del Cordero, de aquel que es el único capaz de la más asombrosa maravilla: quitar el pecado del mundo. Y esto no es un simple truco de prestidigitación sacrificial. Es la profundidad entrañable de Dios hecho carne que es capaz de meterse en medio de la oscuridad más tenaz para iluminarla con su luz que come con pescadores, que restaura vidas rotas, que llama a la comunidad a los que ya no pueden creer en la humanidad, que pronuncia nuestro nombre en medio del mar o como jardinero en una tumba impotente porque no puede contener en sí la Vida…
El Cordero que en el momento penúltimo (el último y definitivo es la resurrección) no abre la boca ante las acusaciones y venganzas mezquinas porque ya lo había dicho todo con el bien que había regalado a aquellos que no podían acceder a él porque estaban privados de Dios oficialmente.
Juan creyente, entre luces y sombras, pero convencido de que está ante ese Cordero que es el único Pastor de todas las misericordias.