Arancha cumple en mayo 70 años. A lo largo de su vida ha hecho un poco de todo. Siempre dice, con gracia: «he vivido mucho y soy maestra de casi nada». Hace una década, más o menos, que ha dejado de tener cargos y encargos de su congregación. Son otras quienes guian y le han dejado ver de manera sutil, unas veces y, otras no tanto, que su tiempo ha pasado. Lo curioso es que quienes le han dado el «traspaso» o «traspié» son contemporáneas, más o menos. Al principio, la oración de Arancha consistió en preguntarse el por qué. Años delicados mientras se iba haciendo mayor para asumir un duelo que fuese, en verdad, rico… Ahora, una década después, dice que ha conseguido salir de una situación que la mantenía postrada por haber confundido utilidad con afecto; verdad con operatividad y misión con cargo.
Quizá, si hubiese afrontado la verdad de la vida y hubiese manifestado que se sentía sola, poco acompañada y querida, hubiese recuperado antes su verdad como mujer, consagrada y hermana. Pero Arancha siempre se movió –dice ella– en el «deber ser» más que en la verdad de lo que vivía.
Un día Arancha se rompió. Literalmente se quedó «sin tierra que pisar ni cielo al que clamar». Se empezó a preguntar lo que jamás se había permitido. Descubrió, con dolor, que su consagración era un título vacío porque le había faltado el amor. Que su entrega fue trabajo. Su misión, ella misma y su prestigio. Su fraternidad una sucesión infinita de negaciones a sí misma y su verdad. Su fe, una costumbre. Arancha describe ese tiempo de una manera gráfica diciendo: «me quedé sin yo». Fue en esa etapa cuando la conocí, o nos tropezamos. Sabe Dios.
Recuerdo que lo primero que me dijo fue algo así como: «no sé si quiero hablar… y si quisiera, no sabría por dónde empezar». Y habló, habló mucho y habló de Dios. Con nostalgia, desde el recuerdo, con dudas y con mucha soledad. Recuerdo que juntos nos conjuramos para reconstruir la vida como misión. Cómo pactamos formular desde lo que «puede ser» y nunca más desde el cómo «debería haber sido». Desde el presente hacia el porvenir y ya, jamás, desde el pasado para el ayer.
Desde hace diez años sé que Arancha es una mujer de oración constante y, como una «hormiguita», de acción incansable. Lee y saborea. Disfruta de la vida. Aprendió a compartir en serio y del todo con quien está con ella. Dejó de anhelar que estuviesen a su lado, la escuchasen o contasen con ella, quienes le han reiterado que no quieren hacerlo. Ha situado en el centro la comunidad en sentido teológico y no como dependencia. Trabaja diariamente la cordialidad y la información, aunque sabe que su vida a «algunas hermanas no les interesa». Ha luchado por la misión. Se ha ofrecido una vez, otra… ha buscado. Ha intentado orar las negativas institucionales, ha asumido el silencio y el precio de vivir entregada. Ha respirado con estoicismo la «murmuración sobre su individualismo», pero no ha desistido. Ha aprendido que su felicidad es darse… tiene el corazón muy lleno de nombres y le caben más. Le han pedido en dos ocasiones que cambie de comunidad. No lo ha dudado. A vuelta de email –porque así ha sido su acompañamiento institucional– ha respondido: «sí, cuando quieras». Y ha sabido hacerse, ser nueva… Porque a cada sitio llegó con lo puesto: su vida.
Ahora trabaja en un voluntariado al servicio de mujeres anónimas llenas de historias rotas. Escucha, acompaña, sonríe y llora con ellas. No las obliga a rezar, pero ora por cada una de ellas. Dice Arancha, que ha descubierto la fecundidad con 70 años. Vuelve a casa molida pero no permite que su cuerpo transparente cansancio. En todos estos años jamás ha recibido mención en su comunidad, ni agradecimiento en su congregación por lo que hace.
Ahora, fuerte y con madurez, dice que no lo necesita, aunque lo agradecería infinitamente. Su superiora mayor (y menor) todavía no han podido acercarse a ella, sentarse con ella, oír su respiración, emoción, alegría o soledad… Unas y otras, le dicen que no tienen tiempo. ¡Son tantos los compromisos!
Hoy Arancha me ha llamado. Solo me ha dicho que es feliz y que la vida tiene sentido. Me da pena lo que se está perdiendo la comunidad y la congregación de Arancha. Me pregunto cuántas personas tienen que romperse para que transformemos lo que no sirve. Y me consuela pensar que, como el caso de Arancha, solo hay uno.