Tal vez sea el mayor obstáculo, el “no” principal a emprender las reformas de la Iglesia. El miedo, necesario en muchos sentidos de la vida como alarma que nos alerta ante los peligros y los riesgos desmesurados, puede convertirse -de hecho, se convierte- en una parálisis que nos incapacita para cualquier cambio. Cuando, hace unos días, una persona me preguntaba el por qué de tantas reticencias y reservas ante “la reforma” proclamada y gestada por el papa Francisco, lo primero que se ocurría responder era: “por miedo”. Sí, por miedo, “mal consejero”, pueden explicarse muchas reacciones, algunas surrealistas o exorbitadas, a cualquier atisbo de cambio reformista, de renovación eclesial.
No son pocos los autores que sitúan al miedo en el origen de las religiones. Desde Lactancio y Lucrecio, en la órbita latina, hasta -con diversos matices- Feuerbach y los “maestros de la sospecha”. José Antonio Marina, el gran filósofo español, en su estupendo libro “Anatomía del miedo” no deja de referirse al miedo como virus provocador de muchas actitudes y sentimientos religiosos. Mardones llega a decir -aunque lo saquemos de contexto- que “la religión es hija del miedo”. Y cualquier analista religioso que se precie sabe que el miedo está en la genética de las religiones. Los poderosos también lo saben, sean eclesiásticos o no. Inocular dosis de miedo, amedrentar a la tribu humana, es siempre un recurso que no falla, un mecanismo de dominio y sumisión. El miedo se induce para anestesiar y castrar cualquier movimiento que pueda preverse como peligroso para los intereses creados, del tipo que sean.
Hay miedo a la reforma “franciscana”. A cualquier reforma, desde la que se escribió con mayúsculas, hasta la que alentó el Vaticano II. Y es que el miedo desestabiliza, desconcierta, desazona, produce perplejidad, desasosiego. El miedo produce miedo en una diabólica cadena de represión y servidumbre humana. El miedo nos impide pensar por cuenta propia, asfixia la criticidad, anula la creatividad y sofoca las “novedades” proclives a un posible fracaso. Tenemos miedo incluso a ser libres (Fromm), y preferimos la tranquilidad y la seguridad de lo que “siempre (o no siempre) fue así”. Una reforma eclesial a fondo, pluridimensional y no únicamente “vaticanocéntrica” nos produce miedo, incluso pavor, terror y una terrible fiebre de inseguridad. Remover las cosas, ponerlas en su sitio, rescatar al menos un hálito del carisma iniciático perdido a través de tantos siglos de pecado y egoismo, devolver al laicado el protagonismo usurpado, caminar junto al pobre y apostar por las víctimas, abandonar una vida burguesa y placentera, pletórica de seguridades y parabienes, impulsar una Iglesia “de salida”, misionera, cómplice de los más pisoteados por la provocada y planificada crisis de humanidad en la que nos han ahogado las minorías avaras e insaciables, abrazar la diaconía y renunciar voluntariamente a la autoridad legítima pero ensuciada de poder y usía, peregrinar a las fuentes del “amor primero” dejando el cobijo y guareciéndose a la intemperie, arrostrar lo imprevisible, lo políticamente incorrecto, lo inseguro y lo inestable, optar por lo malvisto en detrimento de lo previsto, en definitiva (y esto puede ser lo que más miedo nos dé): colocarse confiadamente en las manos del Padre para que convierta y transforme nuestas vidas, nuestra “religión” y nuestras apatías, acedias e instalacionismos… ¡da miedo! Es más segura y analgésica una Iglesia/museo que una Iglesia/tienda de campaña.