En la segunda carta a los corintios (8,9) podemos leer que el Señor Jesús, siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza. En las sociedades capitalistas uno se enriquece empobreciendo a muchos. Jesús se empobrece para enriquecer a todos. Él nos enriquece con su propia pobreza, pues todo lo suyo es una donación. Jesús, siendo rico con la riqueza insondable de Dios, se entrega totalmente para bien de los demás. La pobreza, vivida según el ejemplo de Cristo, es expresión de la entrega total de uno mismo, que tiene los ojos abiertos sobre las necesidades de los demás y el corazón misericordioso para socorrerlos. Es la pobreza de aquel que pone toda su confianza en Dios, y así puede anteponer los demás a uno mismo.
Los cristianos debemos esforzarnos en traducir esos principios evangélicos, de modo que el ser humano y su verdadero bien tengan la primacía en la actividad económica, así como en la organización social y política. Como decía Benedicto XVI (Caritas in veritate, 25), “el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es la persona en su integridad”. Considerar “al ser humano como un bien de consumo, que se puede usar y lugar tirar” ha dado lugar a una economía del descarte, en la que las personas son no sólo explotadas, sino consideradas deshechos, sobrantes (Francisco, Evangelii Gaudium, 53). Hay economías que matan. Por eso debemos buscar “una economía diferente, que da vida y no mata, que incluye y no excluye, humaniza y no deshumaniza, cuida la creación y no la despoja” (Francisco).