«Ábrete», tan simple y tan difícil al mismo tiempo. Ese hacerse esponjoso, nuevo, distinto a pesar de las limitaciones o, más bien, gracias esas espinas que llevamos clavadas en la carne. Un abrirse a lo que no es nuestro pero que está en lo más interior de nosotros mismos. Un dejar hacerse para no guardar bajo mil llaves el tesoro que portamos y que no nos pertenece. Un permitir que otros nos vayan entretejiéndonos deshaciendo la trama de ese tejido profundo que está creado, desde antes de los tiempos, para donarse, para dejarse deshilar. «Ábrete» nos dice Jesús con la autoridad de la misericordia, con la locura de lo gratuito, con la esperanza de la debilidad. «Ábrete» y deja dejarte, exponerte, soñarte por los demás, no como tú querrías ser, sino como en realidad eres: más pobre que rico, más débil que todopoderoso, más ignorante que sabio, más dependiente que autosuficiente. «Ábrete», deja que te abran para poder vender lo que tienes y comprar lo necesario, lo esencial. «Ábrete» y deja que los demás también se puedan abrir y entre todos perder, rompiendo la lógica aplastante del triunfo y del gran ganador que apabulla a los que menos tienen o menos son. «Ábrete» para poder ver y escuchar lo que tantas veces es invisible e inaudible, esos gritos silenciosos y esas formas escondidas que están por doquier y que hablan otros lenguajes.
«ÁBRETE»