VOLVER AL NOVICIADO

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Por supuesto que no se trata de regresar al que vivimos cada uno de nosotros, algunos allá por los años de Maricastaña, sino de rescatar algunas actitudes que nos acompañaron entonces y que, en tiempos post-coronavirus, vamos a necesitar.

Una de esas actitudes fundantes era la disposición a “dejar atrás”: familia, amigos, comodidades, horarios, costumbres… En mi caso y después del arrancón de la familia, decir adiós a mi perro fue un plus bastante costoso. Otra disposición básica era el aprendizaje: llegar a una casa de formación suponía adaptarse a un montón de costumbres desconocidas que iban desde el horario (“que manía tienen aquí de hacerlo todo tan temprano…”, pensaba yo), hasta el lenguaje (“Dios se lo pague”, “de mi uso”, “edificante”, “recreación”…), pasando por extraños usos como comer todo en un solo plato (las natillas del postre aunque lo anterior hubieran sido sardinas…), o doblar el hábito de una manera tan complicada que hoy hubiera necesitado un tutorial de YouTube. Pero nos habíamos decidido a soltar lo que fuera necesario y a aprender lo que hiciera falta. Y punto.

Pensando en la anormal normalidad que estamos estrenando, después del primer shock de la pandemia y teniéndola aún alojada entre nosotros, estamos ante otro tipo de noviciado para el que vamos a tener que echar mano de “virtudes” ya practicadas. Una primera cosa a “dejar atrás” es una marca identitaria de la vida consagrada: la prisa. Recuerdo haber comentado con mi familia cuando venían a verme al noviciado: “Aquí la mayoría de los trabajos que hacemos son para entretenernos y casi no sirven para nada pero, sea lo que sea, hay que hacerlo muy deprisa”. Nos han quedado huellas: cuando hay gente laica que come con nosotros, suelen decirnos: “A qué velocidad coméis”, “¿no hacéis sobremesa…?”, “¿por qué corréis tanto…?” y no digamos si se alojan en nuestras casas y somos nosotras (no consigo recordar a religiosos sirviendo mesas…) las que servimos: se quejan de que nos llevamos en seguida las fuentes y nos ponemos a recoger la mesa sin dejarles tiempo para conversar. Es solo un ejemplo, pero más vale que nos vayamos haciendo a la idea de que nos esperan tiempos de lentitud y de espera: porque la distancia espacial (los dos dichosos metros preventivos…) va a venir acompañada de su hermana gemela, la distancia temporal: a más espacios, menos personas; más tiempo para hacer lo que antes necesitaba menos. Si hacíamos varias cosas a la vez, ahora hay que espaciarse y esperar: a que llegue otro autobús en el que haya sitio, a hacer cola para hacer un trámite del banco, a conseguir un billete del tren que solo admite la mitad de pasajeros. A llegar con mucho adelanto a la parroquia temiendo que si llegamos tarde habrá quizá un letrero: “Aforo de misa completo. Esperen a la siguiente”.

Mejor que nos vayamos preparando. La paciencia es un fruto del Espíritu.