En el tercer domingo de Adviento descubrimos a un Juan dubitativo. El que había anunciado la luz, del que bautizaba con Espíritu y fuego, comienza a dudar. ¿Es Jesús el Mesías o tenemos que esperar a otro? Y es una cuestión que posa el desasosiego en el corazón del Bautista porque sabe que son momentos delicados para él. Está en la cárcel.
Jesús no responde con un sí o un no. Enumera las acciones que se suponía realizaría el Mesías: sordos que oyen, mudos que hablan, inválidos que andan, leprosos que quedan limpios, muertos que resucitan y pobres a los que se le anuncia la Buena Noticia.
Con todas estas pruebas aún existe la duda incluso en ese Juan incondicional del comienzo del Jordán. Duda que conduce al escándalo no pocas veces. ¿Cómo el Mesías puede comer con pecadores? ¿Cómo deja que le toque esa mujer? ¿Cómo cura en sábado y no se lava las manos antes de comer? ¿Cómo puede llamar felices a los parias de la historia? ¿Cómo de Nazaret puede salir algo bueno? ¿No es este el hijo del carpintero y sus hermanos y hermanas viven entre nosotros?
En realidad todo ello es escandaloso para los que tenemos una imagen de la divinidad “clásica”. Ya que el escándalo mayor es que se haga humano Dios. No puede ser como nosotros. No puede vivir nuestras alegrías y nuestras penas, nuestro amor profundo y nuestras inquietudes y dudas. Dios no puede ser así. Y menos con apariencia de “comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores”.
Adviento es prepararnos para la llegada del Mesías. Pero de ese Mesías que escandaliza nada más nacer al ocupar como cuna un pesebre. Dichoso el que no se escandalice de él.