Se pregonan los derechos humanos como logros de la modernidad, quedando al descubierto su falta de puesta en práctica, tocando numerosas aristas referidas a las instituciones del mundo global. Es la tarea específica, el actuar.
Los documentos papales, tradicionalmente, no citan sino a otros papas, a sí mismo, a sus dependencias más cercanas; ahora, aparecen en la palestra pensadores, –a veces controvertidos–, conferencias episcopales de la periferia, con la hábil y extraña virtud de proclamar asuntos complicados con una llaneza que entiende hasta el más iletrado. He allí, a mi parecer, lo más novedoso, aunque en línea de continuidad con buena parte de los escritos y gestos del Papa venido del fin del mundo. Es el “lenguaje” de Francisco que hay que aprender a leer.
Pero me ha sobrecogido en la primera lectura de esta extensa Encíclica, más allá de lo social, porque sobresale por todos los poros “la convicción cristiana” del autor, con una apertura tal que, no creo que resulte ajena al pensamiento plural, global, del variopinto mundo de hoy. No es un texto cómodo porque está plagado de interrogantes y cuestionamientos, para que el futuro sea más claro, desde la incertidumbre del presente, puesta en claro por la pandemia del Covid-19. El camino está lleno de tropiezos que mueven mucho más que a la inactividad o la desesperanza, a la creatividad y la alegría.
A las sombras de un mundo cerrado, se invita a la esperanza audaz que sabe mirar más allá de la comodidad personal y llena el corazón de cosas grandes. ¿Con quién nos identificamos?, con nosotros mismos o con los demás, especialmente los más débiles. Acaso, ¿no es lo que el examen de conciencia diario nos llama a pedir perdón y tomar la senda del buen samaritano?
El prójimo, el otro, es casi siempre un extraño en el camino. Retomar la parábola del que va de Jerusalén a Jericó y se encuentra con alguien tirado en el camino. Nos preguntamos, quién es mi prójimo, porqué nos “aproximamos” selectivamente. El necesitado, de lo que sea, es siempre molesto e incómodo. Es el migrante, el abandonado, la viuda, el marginado. La medida: quien no ama al prójimo a quien ve, no ama a Dios a quien no ve. Convertir al extraño en prójimo es tarea ineludible para que la justicia y la paz reinen. Sin ello no hay fraternidad por lo que la historia se repite hoy. Es el desafío. Sin propósito de enmienda no hay conversión.
Los capítulos tercero y cuarto, pensar y gestar un mundo abierto y un corazón abierto al mundo entero, señalan el camino de la fraternidad. Sin el rostro concreto del otro a quien debemos amar, no podemos madurar ni alcanzar la plenitud. Abrir el corazón al mundo entero plantea retos, como el de poner muros, fronteras que impidan que el otro, el migrante, bajo las muchas formas de ser extranjero, nos cierra a las diferencias. Hay que aprender a valorar las identidades culturales y religiosas para que tenga rostro la fraternidad humana.
Los siguientes capítulos, desde la dimensión más amplia de la política, postulan la siempre nueva cultura del diálogo para encontrarnos y ayudarnos mutuamente. Hay que generar procesos de encuentros porque la paz social es artesanal y trabajosa. Recuperar la amabilidad para que la agresividad no nos arrope. El reencuentro solo es posible curando las heridas. Los que han estado duramente enfrentados conversan desde la verdad, clara y desnuda, ya que el perdón libre y sincero es una grandeza que refleja la inmensidad del perdón divino. El aporte de las religiones a la fraternidad pasa por la defensa de la justicia en la sociedad, estableciendo amistad, paz, armonía, compartiendo valores y experiencias morales y espirituales en espíritu de verdad y amor.
La convicción cristiana es terreno abonado para sembrar fraternidad y amistad en este mundo ávido de amor a Dios y al prójimo. La ciudad de Dios la construimos en la ciudad terrena, escenario de libertad y amor sincero a toda la creación.