DE HOMILÍAS Y MEDIACIONES

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(Fernando Millán, O. Carm.). A raíz de los interesantes capítulos que el Papa Francisco dedicaba en la Evangelii Gaudium a la preparación de la homilía, a su contexto litúrgico, a su importancia como medio de evangelización y a las actitudes del predicador (EG, 135-159), participé en un grupo de reflexión aquí en Roma en el que se suscitó un vivo debate sobre las homilías. Las opiniones eran muy críticas. No es algo nuevo. Por ejemplo, en la revista española Vida Nueva, José Luis Corzo incluía hace poco en un estupendo artículo algunas opiniones de grandes creyentes de nuestro tiempo (Congar, Mauriac o el Cardenal Špidlík) en las que se ponía de manifiesto el malestar profundo que existe sobre este tema. Quizás la valoración más sorprendente era la del Cardenal Ratzinger quien afirmaba con cierta chispa humorística que “es un milagro que la Iglesia sobreviva a los millones de pésimas homilías de cada domingo”…

Volviendo al grupo de reflexión, me llamó la atención que una señora dijese que en tantas misas “oídas” durante décadas rarísimamente había escuchado algo interesante en la homilía. Sin embargo, otra mujer (y de muy buena formación teológica y humanística) señalaba que -aún reconociendo la escasa calidad y cercanía de muchas predicaciones- no recordaba alguna homilía en la que no hubiese encontrado algo interesante o sugerente, inspirador o provocativo…

No quiero quitar un ápice de crítica a las homilías mal preparadas, largas, moralizantes, lejanas de la realidad, repetitivas o todo a la vez. No es ese el tema del que quiero hablar. Pero sí quiero compartir que me sorprendió gratamente que aquella mujer -que culturalmente nos daba veinte vueltas a la mitad de los sacerdotes que estábamos allí- hiciese verdad lo que decía Santo Tomás: “Quidquid recipitur ad modum recipientis recipitur”, es decir, “lo que se recibe, se recibe al modo del recipiente” (Summa Theologiae, 1a, q. 75, a. 5). De otro modo -pero con la misma moraleja- ya lo decía el clásico (en este caso Plinio “el joven” que se lo oyó a Plinio “el viejo”): “Ningún libro es tan malo, que no contenga algo provechoso” (“Nullum esse librum tam malum, ut non in aliqua parte prodesset”). De hecho, el Lazarillo de Tormes, el Quijote y Borges (todos pesos pesados) se harían eco de esta frase y de la sabiduría consiguiente. En cierto modo, lo apuntaba también Juan de la Cruz en su célebre frase de la Subida al Monte Carmelo: “porque Dios es como la fuente, de la cual cada uno coge como lleva el vaso” (2 S, 21, 2).

Vuelvo a repetir que todo esto no justifica en absoluto las malas homilías ni es una excusa barata para que el predicador no mejore en su ministerio y lo tome más en serio. Y si es verdad que nos hacen falta predicadores que vivan con pasión y dedicación su ministerio, no es menos verdad que los “oyentes” (valga el término) tienen también que abrir sus corazones y -aunque a veces sea difícil- recibir alguna inspiración o algo que nos ayude a revisar nuestras vidas y a gozar de la buena noticia.

Pues andaba yo en esas cavilaciones y dudando si me convenía meterme en estos berenjenales cuando releyendo a Santa Teresa (en cuya obra siempre se descubre algo nuevo), me encuentro con esta perla: “Casi nunca me parecía tan mal sermón, que no le oyese de buena gana, aunque al dicho de los que le oían no predicase bien. Si era bueno, érame muy particular recreación…” (Vida 8,12). Es bien sabido que los sermones fueron una fuente grande de inspiración para ella y probablemente muchos de ellos fueran flojos o rematadamente malos. Teresa -que era humanamente muy aguda y espiritualmente muy inquieta- quizás intuía lo de la pobreza de las mediaciones y todo eso.

Pascal diría más adelante -y es verdad- eso de que “sólo Dios habla bien de Dios…” pero -como a la mayoría de los mortales Dios no nos llama por teléfono ni se nos aparece por la calle- pues tenemos que aceptar las pobres mediaciones, empezando por uno mismo. Y esto (me justifico por última vez) no es un aval para un pacto eterno con la chapuza, sino quizás el test y la prueba de una fe madura, arraigada, honda y, por ello, comprensiva.