Cuando la “misa” nos divide…

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Hay que comenzar con san Pablo y con su primera carta a la comunidad de Corinto. En ella encontramos el primer texto sobre la Cena del Señor, escrito en el año 56. Y ya en ese primer documento eucarístico nos topamos con las quejas y los reproches de Pablo: “Y al dar estas disposiciones, no os alabo, porque vuestras reuniones son más para mal que para bien. Pues, ante todo, oigo que, al reuniros en la asamblea, hay entre vosotros divisiones, y lo creo en parte… ¿Qué voy a deciros? ¿Alabaros? ¡En eso no os alabo!” (1 Cor. 11,17-18.22b).

El primer documento del Vaticano II fue precisamente sobre la liturgia: la Constitución Sacrosanctum Concilium, aprobada en 1963, con solo 4 votos en contra. A diferencia del resto de los documentos conciliares, especialmente las otras tres grandes Constituciones y algunos Decretos y Declaraciones, la Constitución sobre la Liturgia fue aprobada con relativa celeridad en el primer período conciliar; algo que llama la atención: quizás los padres conciliares no supusieron muchas dificultades ni en el contenido ni en la recepción posterior de la misma. Tal vez no calcularon el cambio copernicano que iba a representar para la Iglesia ni cómo sería -probablemente- el texto de mayor incidencia real en la vida de los cristianos. Y es que ningún documento ha “calado” tanto en los cristianos de a pie como esta Constitución. El resto, en buena parte, o no es suficientemente conocido, o permanece en el ámbito de minorías eclesiales, o sus repercusiones prácticas no se perciben como expresión propia del Concilio. Pero la liturgia, especialmente la eucaristía dominical, es el primer y gran encuentro  de  las comunidades con el misterio de Dios en Jesucristo; tal vez, para la gran mayoría, el único.

Pero la celebracíón de la eucaristía, como en tiempos de Pablo, está siendo en no pocos casos, fuente de malestar y discrepancia. Permanecen en nuestra Iglesia concepciones  diversas acerca de la celebración eucarística. Para un sector eclesial la liturgia debe continuar siendo “la forma oficial del culto externo de la Iglesia”, y no “fuente y culmen” de toda la acción de la Iglesia, como nos dice el Concilio. Para no pocos, la eucaristía/misa debe mantener “un tratamiento encorsetado, simétrico y artificial, con un esquema fijo: sujeto, ministro, materia y forma, intención, condiciones para la validez, etc.”, como nos recuerda J.M.Bernal que se presentaba en los manuales preconciliares. Celebraciones con un fuerte sentido rubricista, inamovible, “sacral”, ceremonial, con una mínima y discreta participación laical, manifestación de una piedad individualista, donde la dimensión de banquete pascual y convivencia festiva ceden ante el sentido de sacrificio ritual y adoración eucarística; misas “para rezar”, no celebraciones dinámicas y participadas de la comunidad.

Lo más lamentable es que la celebración de la Eucaristía, la Cena del Señor, raigal en la fe y en la vida de los cristianos, y momento privilegiado de comunión y fraternidad, se venga convirtiendo en arma arrojadiza entre unos y otros. Lo captamos en la vida diaria y en algunos blogs religiosos de las redes sociales. Basta recordar las reacciones en pro o en contra que levantaron las decisiones del papa emérito Benedicto XVI con su motu proprio Summorum Pontificum  (2007) sobre la liturgia romana en la forma anterior a la reforma de 1970, en el que se admite de nuevo la llamada “misa tridentina” vigente hasta el Concilio.

Y como pez que se muerde la cola podemos releer las palabras de san Pablo que abren este post: “¿Qué voy a deciros? ¿Alabaros? ¡En eso no os alabo!”.