Quien ha concelebrado hoy en la eucaristía de la facultad no es “de los habituales”. Así que, cuando en la plegaria eucarística ha recordado, después de a la Virgen, a “su castísimo esposo, San José”… me ha resultado inevitable sorprenderme. Y no es que no hubiera escuchado nunca la expresión, pero sí que me han asaltado un montón de preguntas. Por ejemplo: ¿qué diferencia hay entre ser “casto” y ser “castísimo”? ¿Por qué San José es “castísimo” y los demás sólo “castos”? Da la sensación de que ser “casto” cuando se estaba casado con María tenía un “plus” especial que justifica el superlativo que se les niega a otros. Vamos, algo así como ser célibe en un harén lleno de mujeres guapísimas y ligeras de ropa o, en su versión femenina, rodeada de varones atractivos y luciendo abdominales… ¡algo heroico que requiere añadir el “ísimo”!
Y me daba la sensación de que tendríamos que rehabilitar al pobre San José. A él le llama justo el evangelio (Mt 1,19) y cumplió lo que Dios soñaba para él… entonces ¿por qué recordarlo siempre por su castidad? No hace falta ser Freud para intuir la preocupación por salvaguardar la virginidad de María… y cuánto nos ocupa en la Iglesia “ciertos temas”.
¿No sería más adecuado recordar a San José, más bien, como el amantísimo esposo de María? Porque ¿qué sentido tiene una castidad que no nos lleve a declinar el verbo amar en todos los tiempos, en todos los modos y en todas las personas?