La vida consagrada está llamada a volver una vez más a lo esencial. Es en realidad lo que siempre han intentado los fundadores de institutos, al descubrir o recrear un antiguo carisma evangélico. Pero tal vez hoy haya que hacerlo más radicalmente, desde la misma Palabra de Dios “sin glosa”. Lo esencial en los variados estilos de vida consagrada es volver al estilo de Jesús: conocerlo por experiencia, internalizarlo de modo inédito, o reproducirlo creativamente en nuestro tiempo. La historia nos da experiencia y perspectiva, pero también nos llena de estructuras caducas, antigüedades y polvo.
Volver a lo esencial es tarea de cada persona: nadie puede hacerlo por nosotros. Tampoco hay recetas para concretarlo. Es una búsqueda propia, indelegable, que responde a las iniciativas del Espíritu Santo en el corazón creyente del bautizado. El consagrado o la consagrada es esa persona que libremente ha decidido “ponerlo todo” para convertirse en icono viviente de Jesucristo. Su único propósito en la vida es justamente ese: a decir de Pablo, no querer saber de otra cosa, sino de Jesucristo, y de Jesucristo crucificado (¿transfigurado?). “Para mí, la vida es Cristo” (cf. Gal 2, 19-20).
Esta actitud supondrá un posicionamiento existencial, en primer lugar, ante Dios: como hijo en el Hijo Unigénito, como Templo de Dios, como hermano de todo varón o mujer que vienen a este mundo, y de un modo particular, de los más pobres e indigentes. Supone optar por la humanidad desde el perdón y la misericordia, desde la solidaridad fraterna o sororal, con una pasión por la Vida que nace de lo Alto a manera de “don”. Hacer el camino de Jesús, desde el corazón de Jesús, en actitud desapropiada como Jesús.
Este posicionamiento existencial supone asumir una mística de la encarnación, capaz de descubrir que las realidades, personas, cosas y acontecimientos “no son sólo” lo que a primera vista parecen. Invita a mirar en profundidad, a observar atentamente, a escuchar obediencialmente. Se trata de un posicionamiento profético, ya que cuestiona la mentalidad light de una sociedad líquida que reduce todo lo anterior a un “no ser sino”. Denuncia las tomas de postura idolátricas, que absolutizando lo que no es Dios opacan la capacidad sobrenaturalmente icónica de lo real.
La mística de la encarnación se abre a una mística pascual: allí donde parecía acontecer la muerte y la sin razón, nace la sabiduría y la esperanza teologal. Donde el sentido común decía que no había sino muerte, la persona consagrada proclama que hay vida en abundancia. Los acontecimientos, personas y cosas tienen interpretaciones más hondas y significativas que las realizadas regresiva y apresuradamente hasta el momento: lo icónico emerge de una lectura más plena que la de una desencantada idolatría. En este sentido, la persona consagrada es un creativo hermeneuta del mundo, que realiza su tarea fundamentalmente apoyado en la fe.
“Que bien sé yo la fonte do mana y corre, aunque es de noche” (Juan de la Cruz). La hermenéutica de la fe será siempre una interpretación hecha “a la intemperie”. El desasimiento al que invita el símbolo nocturno revela una luminosidad insospechada en la vida. La que sabe ver a Cristo transfigurado oculto en la desfiguración del pobre; la que advierte signos de optimismo en donde otros claudican; la que percibe que algo “no es sólo” donde otros piensan que “no es sino”. Y la razón última, es que todo acontecimiento y persona están de algún modo unidos, por la encarnación, a la Pascua del Señor.
De este modo, la presencia trinitaria inunda, se adentra y trasciende las vicisitudes de la historia humana. El Dios semper maior es un Dios semper minor, pero también semper intimior y trascendens. Esta experiencia da a la vida consagrada un natural tinte ecuménico e interreligioso. La mística pascual es siempre mística comunional, donde todos y todo tienen cabida y logran de algún modo manifestar la presencia envolvente, inmanente y trascendente del Misterio Absoluto, que se expresa catafática (=vía afirmativa) pero imperfectamente en lenguaje humano, dejando inevitablemente espacio para la experiencia apofática (=vía negativa) del que es semper magis.
Los votos como expresión de esta búsqueda
Si bien no siempre existieron formalmente como tales, los tres votos clásicos de pobreza, castidad y obediencia ponen de manifiesto lo esencial de la opción de vida consagrada. Desde lo dicho anteriormente acerca del cambio de época y el desafío de una vuelta a lo esencial, pero también desde los recientes aportes de la psicología y las ciencias humanas, es que podemos releer estas expresiones de consagración. Las mismas impregnarán no sólo la vertiente personal de la propia vocación, sino también sus implicaciones comunitarias y apostólicas.
¿Qué significa ser pobre? Haber captado el sentido más plenamente sacramental de las cosas. Haber descubierto que las mismas, porque “no son sólo”, pueden mediar un encuentro con el Señor: Él puede manifestarse sacramentalmente por medio de ellas, y ellas pueden convertirse en camino de ofrenda, alabanza y acción de gracias a Dios. La persona pobre trasciende el utilitarismo mercantilista y pragmático (post)moderno, sin dejarse encandilar por ese afán de poseer que convierte al mundo en anémica expresión opaca.
Para ser pobre hay que “desapropiarse” (J. Garrido). Quien es capaz de desapropiarse, puede percibir el “don”: porque no codicia ni conquista, valora y agradece. El “don” es lo no exigido ni exigible, lo que acontece, lo que se revela inesperadamente, lo que se recibe en acción de gracias para ser luego retornado a su origen. La persona desapropiada es humilde, no tiene pretensiones, no es petulante ni retiene con avaricia. Tiene las manos abiertas para dar y recibir, si bien tiene muy claro que “hay más alegría en dar que en recibir”. El pobre comparte, se anima a ponerse en el pellejo del prójimo, da de lo que recibe, se alegra de que lo propio llegue a ser “nuestro” y, en todo caso, útil a los demás.
¿Qué significa ser casto? Haber captado el sentido más plenamente sacramental de las personas. El otro o la otra “no es sólo” lo que un economicismo a ultranza proclama: un consumidor. Tampoco el mero número de la política, o el funcionario de una organización. El prójimo es un hijo de Dios, valioso en sí mismo, icono irrepetible del Hijo de Dios con mayúsculas. Icono del mismo más allá de su condición social, de su sexo o educación. Icono y prójimo con el que se puede establecer una vinculación gratuita, no interesada, en actitud de disponibilidad, alianza y donación.
La persona casta no busca manipular, ni poseer del modo que sea, a su prójimo. No reduce ni oprime, sino que libera: cree y apuesta a lo mejor del otro. Intuye que existe en su interlocutor un don aún no manifestado, una posibilidad latente, un “tú” que es más que lo que se revela. Por eso la persona casta es capaz de perdonar, conserva un corazón limpio, se maneja con intenciones transparentes. Revela una luz que procede de lo alto, su misma vida es icono transfigurado de Jesucristo (cf. VC 14).
¿Qué significa ser obediente? Haber captado el sentido más plenamente sacramental de la historia humana y sus acontecimientos. La persona obediente no es la que se limita a “hacer caso”, sino la que busca sintonizar con el proyecto de Dios que se va revelando en las vicisitudes de la vida cotidiana, como así también (ocasionalmente) en eventos extraordinarios. Obediente es la persona consagrada que se deja interpelar por la Palabra que el Padre le dirige, conducir por las mociones del Espíritu Santo; que no se limita a realizar exitosamente iniciativas y programas de orden meramente humano, sino que su pasión principal es la de vivir y reproducir creativamente el “aquí estoy” (cf. Hb 10, 7) de Jesucristo.
La persona obediente se mantiene siempre en disponibilidad, no canoniza sus opciones, sino que más bien las relativiza en referencia al Único que para ella es Absoluto. No tiene otro programa que el de dejarse envolver y conducir por el Amor, no se conforma con lo bueno sino que anhela lo óptimo (el magis ignaciano). Prefiere lo simple a lo complicado, “ir al grano” más que dar vueltas. No idolatra la obra de sus manos, sino que agradeciéndola, sabe remitirla a su Dios y Señor. Obediente es el místico de la encarnación que vislumbra el paso y la acción de Dios por medio de sus huellas y signos. Es el hermeneuta de la fe por excelencia.
Nuevos horizontes para la vida comunitaria
Hoy la vida de las personas no se circunscribe al ámbito familiar y local, sino que se despliega funcionalmente en espacios geográficos amplios y posiblemente distantes. La red de vínculos ya no es más la dada por los habitantes del pueblo o los vecinos del barrio, sino la que vamos entretejiendo de acuerdo a intereses e iniciativas. De ahí que tampoco la vida comunitaria pueda quedar restringida a quienes ocasionalmente viven bajo un mismo techo. En todo caso, no sería sólo esto.
Efectivamente, cada vez más, los vínculos significativos se van estableciendo en diferentes contextos y entornos, con diferente tipo de personas que comparten ideales y proyectos comunes. En la vida consagrada, la comunidad está compuesta por quienes viven en una misma casa, comen y rezan juntos. Pero también por una gama de personas, por ejemplo laicos, clérigos, amigos, y allegados que de algún modo expanden el potencial relacional del religioso. En ocasiones, es más fácil compartir con alguien de edad, criterios e intereses afines, que con personas más alejadas en el plano etario, ideológico u ocupacional.
Debido al proceso de creciente individuación, la vida comunitaria fue pasando de lo formal a lo afectivo, de lo pautado y dispuesto a lo libremente escogido, del cumplimiento a la vivencia. Por supuesto que todo esto tiene el riesgo del subjetivismo, pero también es cierto que esta nueva impostación salva a las personas del establecimiento de vínculos “huecos” o meramente jurídicos, vacíos de contenido humano y auténticamente teologal. Hoy se valoran, y con razón, los lazos entrañables y las vinculaciones cercanas, por encima de cualquier otra disposición canónica.
Como acontece en los matrimonios o uniones de hecho, también la convivencia e interacciones comunitarias en la vida religiosa exigen dedicarles tiempo: un espacio gratuito, lúdico, creativo, en lo posible no repetitivo y hasta espontáneo. Dado que la vida se tiende a plantear más funcionalmente en la sociedad industrial y posindustrial que en las sociedades agrarias, y que esa funcionalidad supone mayores dosis de elección libre por parte de las personas, los vínculos comunitarios sólo se sostendrán en el tiempo si existen proyectos comunes. Si no hay vida y emprendimientos comunes, difícilmente un vínculo devenga significativo y verdaderamente fraterno-sororal: con una sola cosa no alcanza.
Lo dicho, requerirá necesariamente una mayor dosis de madurez afectiva en las personas consagradas. Ésta se aleja de la rigidez normativa, y posibilita acciones creativas y flexibles, que se adecuan y adaptan a las nuevas circunstancias de la convivencia. Por supuesto que no se trata de crear o hacer de nuestras comunidades una especie de big brother. Pero sin un mínimo de sim-patía y em-patía sólo tendremos a-patía o incluso anti-patía. Hoy más que nunca los vínculos comunitarios tienen que involucrar la cordialidad afable y disponible.
Particular importancia tiene la relación entre varones y mujeres consagrados. Negada o temida a lo largo de numerosos siglos en la historia de la Iglesia (“Entre santa y santo pared de cal y canto”), hoy adquiere rango cuasi-sacramental. El signo escatológico, al que la vida consagrada remite, sólo podrá ser elocuente en la medida que incluya fecundamente este peculiar y creativo modo de vinculación humano. Hay que animarse a madurar modos sacramentales que evoquen trascendencia escatológica en el plano de la convivencia, del diálogo gratuito y de las iniciativas pastorales. Hoy una mera convivencia comunitaria acotada a personas del mismo sexo parecería decir muy poco.
Un último aspecto tiene que ver con el riesgo de fragmentación, o incluso, disolución. Al diversificarse los ministerios e iniciativas, las instancias comunitarias se tornan muy inestables. Acordar proyectos comunes se va tornando cada vez más difícil, y en todo caso, a lo más que parecería poderse llegar, es a la asunción de criterios compartidos que articulen acciones convergentes. De ahí la responsabilidad de cada persona por cultivar responsablemente el acercamiento hacia quienes conviven en una misma casa o trabajan en un mismo espacio pastoral.
Desafíos y perspectivas para la misión
La misión de la Iglesia está siempre referida al camino del hombre, por lo que constantemente tiende a manifestarse en nuevos ministerios e iniciativas. Esto es tanto más válido para la vida consagrada, que debe ser en este sentido signo elocuente del Reino escatológico ya presente en la vida de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. La fidelidad apostólica hace que no deban eternizarse los ministerios. Para seguir cumpliendo la misma misión, hace falta hacer cosas nuevas.
Esto exige capacitación permanente, ya que el mundo se transforma, las idiosincrasias cambian, las tecnologías se modernizan, los contextos socio-culturales mutan. Hoy no se puede cumplir responsablemente un ministerio concreto en la misión sin capacitación ad hoc. Hoy ya no puede librarse el aprendizaje a la mera experiencia de “ver y repetir”. Es preciso adquirir conocimientos, criterios de reflexión, habilidades y entrenamiento específicos. No se puede desplazar un grupo de jóvenes sin la debida información jurídica; no se puede predicar sin tener convicciones aquilatadas por el estudio; no se puede administrar un colegio aprendiendo contabilidad en el verano.
De ahí que hoy no resulte tan fácil cambiar de ministerio. Ni siquiera para alguien que ejerce la función de párroco o enfermera es sencillo pasar, sin más, improvisadamente, a otra parroquia u hospital. Tampoco para el que ejerce la docencia, es fácil pasar de una cátedra o disciplina a otra. Dominando, incluso, una determinada competencia, no siempre es sencillo desempeñarla en un lugar que en otro. La eficacia evangélica debe necesariamente madurar en un lugar, como el grano de mostaza, dándole tiempo hasta que ofrende su fruto.
A estas observaciones se oponen las urgencias institucionales. Cuando la vida consagrada queda atada al funcionamiento de instituciones, cuando de lo que se trata es que “las obras no mueran”, los que acaban muriendo son los consagrados. Ya sea en términos reales, por un sobre esfuerzo en términos de salud, o también por una especie de “no va más” que comienza a instalarse a partir de una determinada edad, cuando el desgaste es permanente y los horizontes de recomposición o satisfacción son casi nulos. Es lo que habitualmente se denomina burn-out.
Las enumeradas son algunas de las variables que deben ser incluidas en un serio discernimiento de la misión, en el que tanto la persona interesada, como la comunidad, el contexto pastoral y el entorno socio-cultural tendrán su aportación para hacer. Hoy el verdadero discernimiento exige hábitos de escucha multilaterales: a la Palabra que el Señor dirige en la lectura orante de la Biblia, a los “signos de los tiempos”, y sobre todo a las personas concretas que “advienen” a la vida, a las insinuaciones del entorno, y a los variados diálogos eclesiales. En este sentido, el discernimiento pastoral no tiene recetas únicas ni seguras.
Conclusión
Intenté delinear mis principales intuiciones con respecto a la vida consagrada y el cambio de época. Las mismas tienen el valor de una síntesis más que el de un análisis riguroso. Es como una batería concatenada de observaciones propositivas que podrán dar pie a futuras profundizaciones. En el fondo de lo que se trata es de proponer una vida consagrada humanamente significativa, pastoralmente elocuente, místicamente anclada en el proceso pascual del cambio de época.