AUTONOMÍA, LIBERTAD, FELICIDAD, ¡UNA TRÍADA INDISOLUBLE!

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                                                                                  ¿Es posible ser feliz, porque se es una persona libre y autónoma, y esto en la vida religiosa? Estoy convencida de que no sólo es posible, sino que es necesario, pues es una tríada indisoluble: sin autonomía no hay libertad, sin libertad no hay responsabilidad, sin responsabilidad no tengo en mis manos mi felicidad.
No es extraño escuchar en el colectivo social dos afirmaciones aparentemente discordantes: libertad no es hacer lo que nos da la gana, lo que significa que tenemos posibilidad de hacer lo que queramos ya que nuestra libertad es total, pero está en interrelación con otras personas; y no somos libres, estamos condicionados, es decir, asumimos que nuestra capacidad de decisión es limitada, escasa, incluso inexistente. ¡Una contradicción que asumimos como natural y en la que nos ubicamos en una u otra afirmación, según sea la situación o según nuestra propia conveniencia! ¿Es posible unificar estas dos posturas y entenderlas desde la unidad? ¡Por supuesto!.
Hay tres elementos fundamentales para comprender la autonomía en los que me basaré para explicarme: la experiencia de la libertad liberadora que tiene que ver con la responsabilidad y esta tiene que ver con los demás, pues se elije libremente y asumiendo que toda elección tiene consecuencias; la responsabilidad con horizontes: las periferias –lo que está fuera– y las fronteras –donde está el conflicto–; y el discernimiento como herramienta permanente de confrontación de la propia libertad y autonomía.

Autonomía: capacidad de auto-realizarse
Siguiendo algunas de las definiciones del diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, entendemos autonomía como la condición de quien, para ciertas cosas, no depende de nadie, libertad como la facultad que tiene la persona de obrar o no obrar de una manera u otra que le hace responsable de sus actos y felicidad como un estado del ánimo que se manifiesta en satisfacción, gusto, contento por la posesión de un bien. Podemos preguntarnos ¿cuál es el bien que se posee en la vida religiosa que nos permite experimentar que ésta es una vida feliz? Podría escribir muchas cosas referentes a la experiencia religiosa, la fe, la vivencia del evangelio como el mayor bien… e incluso podría llegar a espiritualizar sobre el tema, pero como no es lo que quiero, ni lo que buscamos, intentaré explicarlo desde otra clave.
Ese “bien” que nos hace posible la felicidad, es la capacidad de auto-realizarnos, de llegar a ser plenamente nosotros mismos para el encuentro radical con los otros. Es decir, se descubre en la opción de vida religiosa, en el carisma y misión de la institución de la que hacemos parte, la manera más feliz y más enriquecedora –para sí y para otros– de realizarse teniendo en cuenta la realidad personal, la propia historia, la percepción que se tiene de las necesidades del mundo y de la Iglesia, y las llamadas que se descubren en el Evangelio puesto que la autonomía se arraiga en el compromiso vital y se fortalece con la oración, en el encuentro con el Dios encarnado, desde la experiencia de fe.
Ser persona autónoma y a la vez interdependiente, es uno de los indicadores de madurez de la persona –entendiendo la madurez como la capacidad de autorrealización– que plantea Maslow: tener autonomía y a la vez una razonable dependencia de los demás que se manifiesta en el equilibrio entre polaridades aparentemente antagónicas. No se depende de la aprobación de los demás y a la vez se tiene la capacidad de escuchar y acoger la visión que tienen de mí misma las otras personas, se establecen relaciones que no son posesivas ni sumisas pero sí comprometidas y con capacidad de permanecer en la dificultad y el conflicto; hay convencimiento interior de ser el artífice de la propia vida y por tanto, no se coloca fuera de sí la responsabilidad de lo que se vive, sino que se asume la realidad como un dato ante el cual me sitúo y no como la causa de la felicidad o la desdicha; se asumen las consecuencias de las propias decisiones y se integran como parte de la realidad; hay independencia con respecto a la cultura y al medio que permite conservar la identidad, y a la vez se hace parte del grupo.
Dos indicadores claros de la propia autonomía son: la capacidad de interdependencia y conexión, y el modo de situarse ante las dificultades. Lo contrario a la autonomía es la heteronomía, ¡no la interdependencia! La autonomía implica la independencia y simultáneamente, la interdependencia y el sentido de conexión. La integración de la persona se mide en la interacción que se da entre el propio proceso de individuación con el sentido de conexión. Ni la individuación a costa de la conexión, ni la conexión a costa de la individuación: dos dimensiones inseparables para la comprensión de la autonomía. Sólo puedo ser yo en conexión e interdependencia con los otros, cuando he hecho propia la norma del grupo, y la acojo y la asumo no porque está impuesta desde fuera sino porque yo la elijo porque le encuentro sentido y me da sentido.
La autonomía, la libertad y la felicidad no son incompatibles con las dificultades, con una cierta frustración, con la capacidad de posponerme y replegarme a mí misma –diferente a apocarse– en ciertas circunstancias en ara de un bien común. Son incompatibles con la negación del propio ser, con no ser lo que soy, con la renuncia a sí misma: el empeño en agradar, en tener éxito, en ser reconocida, el miedo a no gustar, a ser censurada, a no ser tenida en cuenta, a no ser aceptada y aprobada por todos a mi alrededor, a no ser amada que lleva a desarrollar estrategias de relación que buscan más ganarse al otro que ser realmente lo que soy, ¡esto sí que es dejar de ser autónoma, libre y feliz! Ser persona autónoma y libre, es tener la capacidad de hacerme cargo de mí misma, con mis luces y mis sombras, con mis logros y mis dificultades, con los caminos llanos y las cuestas. Hacerme cargo de mí implica pasar de la heteronomía –depender del apoyo y la norma exterior– a la autonomía –depender del auto apoyo y la norma interior–.
La persona heterónoma que no se ha hecho responsable de sí misma, se deja paralizar por los obstáculos y explica con ellos la causa de su parálisis, se justifica en ellos y argumenta desde ellos porqué no puede ser feliz, se siente y se cree víctima de las circunstancias, y está convencida de que si fueran de otra manera, le permitirían ser y actuar de forma diferente y por tanto ser feliz: “¡si las cosas cambiaran o fueran de otra manera… yo también podría hacerlo!”. La sombra del “si no fuera” suele dar bastante cobijo a quien no quiere hacerse responsable de sí, no vive en libertad y no se hace cargo de que es el constructor de su propia felicidad: si no fuera por… yo podría, yo sería, yo haría. Se está siempre a la espera de que algo desde fuera cambie o sea de otra manera para poder actuar en libertad y autonomía. Por el contrario, quien ha sabido hacerse cargo de sí, se olvida del «si no» fuera por… y pasa al «esta es» la realidad, qué puedo hacer con ella, con respecto a ella, contando con ella.
Para la persona autónoma, que se ha hecho responsable de sí misma las dificultades se le convierten en retos por superar. No argumenta porqué no se puede seguir hacia adelante sino que se pregunta: con esta realidad, con esta situación que no es como quisiera, con esto que no contaba. ¿Qué puedo hacer para continuar? ¿Es posible cambiarlo? ¿Cómo? ¿Si no es posible cambiarlo, qué tengo que hacer para incluirlo y acogerlo como la realidad que me reta y no la que me paraliza?
La autonomía me permite mantener en mis manos la responsabilidad de mi propio bienestar ya que este dependerá de cómo me sitúe yo ante la realidad, de cómo convierta los obstáculos en retos, de cómo gestione los fracasos, los desaciertos y no de cómo sean o dejen de ser los otros, o de cómo “me” dejen o no ser las otras personas. Por esto hablamos de libertad liberadora, porque soy libre para elegir aquello que me libere a mí misma y me ayude a liberar a las otras personas.

Autonomía y obediencia ¿incompatibles?
Posiblemente este planteamiento sobre la autonomía este suscitando una pregunta: ¿es compatible el voto de obediencia con la autonomía? ¿No se renuncia a la autonomía cuando se hace un voto de obediencia y se asume que será otra persona la que tome decisiones sobre mí y por mí? Sé que esto se resuelve fácilmente si hablamos de que la obediencia es en diálogo y discernimiento, que no es imposición; pero sé también –lo escucho con frecuencia en mis talleres de crecimiento personal y en mi consulta terapéutica– que muchas veces se siente como imposición, como no posibilidad de elección, como obligación de aceptar porque no se puede decir no; también lo escucho en personas que tienen cargos de autoridad y se topan con la dificultad de la oposición de algunos religiosos y religiosas que, por un modo inadecuado de entender la autonomía y la libertad, no asumen la realidad grupal, ni las necesidades institucionales bajo el argumento de “tienen que respetar mi autonomía y mi libertad” y se resisten a aceptar cambios de lugares y/o tareas ¿Cómo conciliar esto?
Es determinante tener claro que con el voto de obediencia no se renuncia a la libertad ni a la capacidad de elección, sino que se incluye en ella un elemento más de discernimiento: el nosotros que constituye la institución de la que libremente he elegido hacer parte. ¿Acaso no es algo semejante a lo que ocurre en la vida de pareja, sin necesidad de hacer voto de obediencia? Cuando libremente elijo hacer un proyecto común con otro, libremente elijo dejar de tomar decisiones personales para tomar decisiones de pareja. ¡No porque se renuncia sino porque se invierte en algo que para mí tiene más valor y sobre todo que siento que me ayuda a realizarme más como persona y por tanto como creyente! Quizá el comportamiento final es el mismo, ¡pero qué diferente se viven las cosas si se hacen “porque me toca”, “porque no puedo hacer otra cosa” a si se hacen porque las acojo y las elijo dentro de una decisión anterior que me resulta significativa y dadora de sentido! Otra afirmación aparentemente contradictoria: también ejerzo mi capacidad de libertad y autonomía cuando elijo asumir situaciones o decisiones que en otras circunstancias no elegiría pero –insisto– que ahora las acojo no desde lo inmediato y lo que me significan y suponen en el momento, sino desde el conjunto global de mi vida y las opciones fundamentales que he elegido previamente y que me dan sentido.
A veces –más de las que me gustaría– me he topado en la vida religiosa con personas que sienten que se pone en cuestión su libertad y autonomía, cuando les piden que vayan a algún lugar o misión a la que no desean ir –o de la que no quisieran marcharse–, y finalmente van, no porque lo han elegido sino porque “me han mandado”. ¡Con cuánta amargura lo viven y cuánta amargura siembran a su alrededor! Y lo que es peor, me he encontrado también que estas personas, cuando se presentan las dificultades y retos propios de cualquier tarea y más aún de una tarea nueva, en vez de sentirse llamadas al crecimiento, a la búsqueda de soluciones, al desarrollo de habilidades y de aprendizajes, se “confirman” en su planteamiento de “no tenía que venir aquí” y responsabilizan a quién les envió, de su fracaso, su desdicha y su desgracia… Cuantas veces –generalmente de forma inconsciente– cuando no se asume la responsabilidad personal se hace todo lo posible para que quede demostrado que la culpa de que las cosas no vayan bien es de quien me envió y por tanto que quede en evidencia que se equivocó. ¡Y que quede claro que no sólo pasa en la vida religiosa, también en el ámbito familiar y laboral de los seglares!.
El peligro de la autonomía en la vida religiosa no es tanto la obediencia sino el modo de ejercer el poder y la autoridad, o de situarse ante ellos. No dejo de ser autónoma por obedecer sino por dejar el poder de decisión de otros sobre mí. Con que facilidad podemos esconder detrás de la obediencia la infantilización, la irresponsabilidad emocional, e incluso la postura de víctimas ante la realidad. No asumir la autonomía ni potenciar la autonomía de las otras personas es la mejor manera de no hacerme responsable de mí misma y por tanto tampoco potenciar a otros a que lo sean. Es por esto que los procesos sesgados de formación, las relaciones afectivas de dependencia y/o abuso, la infantilización de las personas adultas en edad cronológica, la manipulación y coacción en los procesos de discernimiento vocacional, e incluso la preparación académica o la ejecución de trabajos pastorales según la necesidades de la institución, más que las aptitudes de la persona, se convierten en auténticas amenazas para la autonomía, con sus respectivas consecuencias de irresponsabilidad emocional, ausencia de libertad e infelicidad e insatisfacción.
Sé que no podemos ignorar que en ocasiones la vivencia de la autonomía genera conflicto personal e institucional, e incluso, puede llevar a situaciones límites en las que toma la palabra la tentación del abandono; es un momento crucial que necesita vivirse en profundo discernimiento, con acompañamiento veraz y sobre todo, en el horizonte de la opción fundamental que da fuerza y sentido para tomar decisiones, asumir retos, elegir caminos, ¡y hacerle frente a las consecuencias que esto traiga!.
La persona autónoma tiene una gran capacidad de vida en común, interdependencia y conexión, ya que ha sido capaz de asumirse a sí misma y por tanto es capaz de quitarse del centro –en la búsqueda de reconocimiento desde fuera– para acercarse a las periferias –dónde están los excluidos– y las fronteras –donde habita el conflicto– y ser allí presencia integrada porque puede adaptarse, confrontar, aportar, estar en acuerdo y desacuerdo, sin que esto implique perderse a sí misma ni romper la relación. Sé que resulta paradójico, pero es así: la autonomía que hace referencia a personas individuales, sólo es constatable y sana si lleva a ser personas sociales y comunitarias. De lo contrario no sería autonomía sino egocentrismo, no sería individuación sino individualismo, no sería construcción de comunidad sino búsqueda de seguridades afectivas.

Condiciones imprescindibles: lucidez y autoevaluación
Para ser persona libre y autónoma es necesario ser persona con autoconciencia, autorregulación y automotivación: habilidades personales que ponen en funcionamiento y evidencian mi propia capacidad de gestionarme a mí misma y la realidad en la que vivo. También se requiere tener capacidad de empatía y destrezas sociales y de comunicación: habilidades interpersonales que me hacen ser en relación con otros. Es decir, para ser personas autónomas, con capacidad de decisión y de interdependencia, es imprescindible ser personas con lucidez sobre sí mismas, capaces de vivir en la verdad, de reconocer y acoger su propia realidad y a la vez mantenerse en actitud de autoevaluación continua y constante –que en nuestro caso de personas creyentes, equivale al discernimiento en y de la vida diaria–.
¿Y qué tiene que ver esto con el Evangelio? ¡Que nos obliga, pero no como imposición sino como elección! El Evangelio, la Escritura, nos marcan el norte, nos subrayan el modo, se convierten en un plus que queremos alcanzar, nos pone en el horizonte de la ética de máximos: paso de mi autonomía, mi libertad, mi felicidad, al compromiso con la historia, con el Reino, con la humanidad para la búsqueda de la autonomía, la libertad y la felicidad para todas las personas. Entendiendo así la autonomía, textos como: «Si alguno quiere ser discípulo mío, olvídese de sí mismo, cargue con su cruz cada día y sígame» (Lc 9, 23) o «Es preciso que yo mengue para que Él crezca» (Jn 3, 30) se llenan de sentido nuevo, porque no hablan de destrucción personal sino de decisión de ponerse al servicio del Reino, de asumir la cruz como consecuencia del compromiso. La lucidez nos permite ver, la libertad escoger, la autonomía actuar en consecuencia.
Es impensable hablar de autonomía sin conocimiento personal, para que pueda hacerme cargo de mí. Contrario a lo que en ocasiones puede pensarse, el verdadero conocimiento personal no me lleva al ensimismamiento ni el narcisismo, sino a la búsqueda imperiosa del encuentro con el otro, ya no porque necesite que me reciba, me apruebe, me confirme, sino porque he descubierto la bondad, la belleza, la unidad, la verdad que hay en mí “¡y el Dios que me habita!” y justo esa experiencia me lanza a la búsqueda del otro para ofrecer la riqueza que me habita. ¡Esta es la autonomía, pasar de recibir, recibir y recibir… a ofrecer, dar, e interactuar en un constante viaje de ida y vuelta!.
Visto desde este punto de vista, el discernimiento se convierte en una herramienta para verificar mi autonomía, mi libertad, mi felicidad con los criterios del Evangelio. Entendiendo el discernimiento como aquella actitud de autoevaluación constante de mi propia vida en confrontación con el Evangelio, que me lleva a elegir libremente con qué o quién hacer alianza: ¿con las invitaciones del Evangelio que llevan a la vida y vida en abundancia para todos? ¿O con aquello que va en su contra? ¡Es en el discernimiento donde pongo en juego mi lucidez, mi coherencia, mi capacidad de ser persona autónoma en relación con otros y comprometida de manera especial con quienes habitan en las periferias y las fronteras!
Como colofón de estas páginas quiero poner unas palabras que no son mías, son de una joven religiosa que hizo hace unos meses sus primeros votos y a la cual acompañé en un momento de su noviciado, razón por la cual no puedo citar su nombre. Cuando le pregunté qué diría ella sobre este tema, me escribió algo que quiero dejar aquí plasmado:
“La libertad es un terco camino de ida y vuelta desde el centro a la frontera: en la medida en que pierdo el miedo a buscar y reconocer mi verdad, voy conociendo caminos de libertad inesperados. Y entonces parece que tengo más espacio… y estoy como más ancha, más cómoda, más yo… Y así disfruto de mi vida y de otras vidas con más hondura y respeto, con más esperanza y gratuidad. Y de alguna manera, la vida se simplifica, como que va más rodada… Pero a la vez parece se deja entrever una riqueza de matices que me revelan la vida humana, cada vida humana, como un auténtico misterio”.
No puedo terminar sin referirme nuevamente a la pregunta inicial: ¿es posible ser feliz, porque se es una persona libre y autónoma, y esto en la vida religiosa? ¡Espero haber sabido argumentar con claridad suficiente para que quienes me lean puedan concluir conmigo que, no sólo es posible, sino que es imposible ser libre y autónomo sin que esto me lleve a ser feliz! Y que esto es compatible y posible en cualquier opción de vida ya que la autonomía me hace tener la experiencia honda de que no soy “yo” porque prescinda de los otros sino de que soy “yo” con y para los otros, porque elijo serlo, elijo hacerme responsable de mí misma a favor de los otros: ser una persona autónoma, emocionalmente responsable de sí misma, con capacidad de quitarse del centro para construir con otras personas la unidad, la comunidad.