ARRAIGOS Y DES-ARRAIGOS: la “nueva radicalidad”

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La nueva radicalidad -¡no me gusta la palabra radicalismo!- es la forma de seguir a Jesús, nuestro contemporáneo, hoy. Es una radicalidad amable y simpática: porque no es egocéntrica ni egolátrica; porque quien llega a las raíces se descubre enraizado en la naturaleza humana, en aquello que todos compartimos y por eso, se descubre y redescubre en el Otro.

¿Qué significa “volver a lo esencial”? Estamos tal vez en un tiempo de desconcierto. El pasado no nos convence. El futuro que éste presente nos depara no nos ilusiona. ¿Habremos perdido las raíces?

¿Cómo ir a la raíz?

¿Cómo conectarse con ella?

1. Desarraigos: Abrahán, primeros Discípulos/as y Monjes

Cuando un proceso formativo es iniciático, nos introduce en una nueva forma de vida. El paso de una forma de vida a otra comporta, entre otras cosas, un “desarraigo” y un nuevo “arraigo”.

La vocación de Abraham ha sido paradigmática para muchos de nosotros. Dios lo llamó a dejar su tierra, su patria, la casa de su padre, y le pidió que se trasladara  a otra tierra que él le iba a dar para ser allí el inicio de un nuevo pueblo:

«Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra» (Gen 12, 1-3).

La carta a los Hebreos entiende que este “desarraigo” del mundo paterno ha nacido de la fe, la obediencia, la esperanza:

“Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba. Por la fe, peregrinó por la Tierra Prometida como en tierra extraña, habitando en tiendas, lo mismo que Isaac y Jacob, coherederos de las mismas promesas. Pues esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. (Heb 12, 8-10).

De forma semejante, Jesús invitaba a sus discípulos a entrar en la vida (cf. Mt 19,17). Para ello, se hacía necesario también el desarraigo del mundo paterno, del mundo de las herencias. La incapacidad para el desarraigo fue simultáneamente incapacidad para el seguimiento en el joven rico. Sin embargo, los discípulos que le seguían, sí fueron capaces de dejar padre, madre, hijos e hijas, herencia… Así se lo expresaban los discípulos a Jesús, cuando respondió a Pedro:

«Pedro, tomando la palabra, le dijo: “Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué recibiremos, pues?” Jesús les dijo: “… Y todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna.” (Mt 19, 27.29)

La vocación a la vida consagrada o religiosa implica un fuerte desarraigo, no menor que el de Abraham y el de los discípulos que seguían a Jesús. Podemos dar nombre y rostro a nuestros desarraigos, que en determinadas ocasiones se hacen especialmente intensos y dolorosos.

Este “desarraigo” es entendido de formas diferentes entre nosotros:

Para unas congregaciones ese desarraigo se expresa en el cambio de nombre, de vestidos, de costumbres; de esa manera se expresa el cambio interior.

En otros grupos o institutos, la atención se fija, sin embargo, mucho más en el aspecto  interior que en el exterior: se pide un cambio de escala de valores, de conducta; pero no se atiende tanto al orden externo. Se mantiene el nombre, la forma más secular de vestir, la relación con la gente.

En el antiguo monacato este desarraigo era denominado “conversio morum” o conversión de las costumbres. Se suponía que el joven monje traía consigo algunas costumbres impropias de la vida monástica. Su tarea ascética consistiría en desarraigar de su corazón las raíces del mal para habituarse a vivir desde la virtud. Los grandes maestros espirituales como Evagrio o Casiano enseñaban el arte de ir desarraigando las males costumbres, o vicios, o pecados radicales, para entrar en la experiencia de la libertad en el espíritu, o llegar a la a-patheia, es decir, la superación de las pasiones negativas.

También hoy entramos en esta forma intensa de vida cristiana que es la vida religiosa o consagrada, con actitudes y costumbres contrarias a una forma de vida evangélica. Por eso, los procesos formativos iniciales, pero también continuados, tienen mucho que ver con el desarraigo. La nueva vida “en comunidad” y “en misión” exige arrancar de nosotros aquellas actitudes que son contrarias a esta forma de vivir como:

el egoísmo o egocentrismo,

la búsqueda de confort o comodidad,

el deseo de ser servido en lugar de servir,

el intento de definir mi horario, mis entradas y salidas etc.

o los apegos que impedirán la necesaria disponibilidad: como la relación demasiado intensas con los amigos y amigas, el deseo de permanecer o visitar muy frecuentemente el propio pueblo, o no pensar la propia vocación fuera de la propia patria, lengua, cultura etc..

Desarraigo y desapego son dos palabras que pertenecen al argot propio de los procesos iniciáticos y formativos, tanto en sus etapas iniciales, como posteriores. También hoy se nos invita a la conversión, a desarraigarnos de nuestra tierra, de nuestra patria, de nuestro mundo afectivo, en favor de una misión que ha de exigir de nosotros disponibilidad para ir a otros pueblos, naciones y culturas. Resultado de todo esto es un sinfín de desarraigos, desapegos, desprendimientos en nuestra vida.

2. Para Arraigar en otro lugar

No podemos vivir sin raíces, pues nos derrumbaríamos. Por eso, quien se desarraiga en un lugar, debe arraigar en otro: Abraham recibe el don de una nueva tierra y de una nueva paternidad sobre todo un pueblo. Los discípulos reciben como regalo el ser compañeros/as de Jesús, a quienes se les promete el ciento por uno y después la vida eterna; reciben también como regalo el “poder de Jesús” para expulsar demonios, curar enfermos, anunciar creíblemente la llegada del Reino, hacer obras “aún mayores” que las de Jesús.

Bien sabemos que nuestra forma de vida tiene grandes compensaciones, cuando es vivida con autenticidad. Jesús lo comparaba con la venta de todo para comprar un gran tesoro. ¡Se trataría de una excelente inversión! La verdad es que la vida consagrada –bien vivida- nos pide un  desarraigo para arraigar en algo verdaderamente consistente, nos pide vaciar nuestro cántaro para llenarlo de agua que salta hasta la vida eterna.

De todo esto se deduce que para decir un “sí” a la vocación hay que decir “no” a otras realidades, desprenderse de ellas, desarraigarse de ellas. El dolor que produce el desarraigo es muy fuerte. Se suele decir que nuestra vida implica muchas renuncias. No creo que sólo haya que decirlo de nuestra forma de vida. Cualquier forma de vida humana implica en las actuales condiciones no pocas renuncias. En manera alguna, deberíamos presentarnos como los “héroes” de la renuncia.

3. La nueva situación: ¿Re-arraigar?

Empleamos también otra palabra: ¡re-arraigar! ¿Qué quiere decir? ¿En qué consiste?

Las palabras compuestas con el prefijo “re-” se han vuelto muy frecuentes en estos últimos tiempos: hablamos de re-fundación, re-cuperación, re-novación, re-forma, re-estructuración… ¡Y ahora venimos nosotros con una nueva palabra “re-arraigar”, o “arraigar de nuevo”!

Sí. La hemos buscado con toda conciencia. Queremos relanzar una nueva ¡radicalidad! Vivir desde la raíz, proyectar desde la raíz, crear desde la raíz.

Un mal dentista me extrajo –hace ya bastantes años- varias muelas dañadas. Las extraía de raiz. Se evitaba de este modo el arduo trabajo de reconstruir la muela dañada a través de una endodoncia. Me di cuenta que, de seguir con este dentista, no muy tarde acabaría con todos mis dientes. No era cuestión de arrancar, sino de sanar raíces. Pero ante, su audacia, se hizo necesario suplir las raíces. Valga el ejemplo, para ver que cuando se extraen raíces, el ser humano se desvitaliza y queda privado de algo decisivo, esencial: de una fuente de vitalidad. Claro lo ideal sería disponer de nuevas raíces que plantar, para que el organismo recupere su vitalidad. ¿Es esto posible en el ámbito de la formación?

En este tiempo hemos asistido al arranque de no pocas raíces: algunas porque eran malas raíces, pero tal vez otras no lo eran.

En este “cambio de época” -que estamos viviendo- hemos sometido a revisión “la herencia recibida” (Gianni Vattimo), hemos abandonado visiones del mundo, formas de lenguaje y de conducta, viejos símbolos, para entrar en una nueva época. También en el ámbito de la vida religiosa el revisionismo con relación al pasado ha sido fuerte. Por eso nos preguntamos:

¿Todo lo que en este cambio de época, o en los procesos formativos se ha sembrado, es semilla buena?

¿Todo lo que se ha arrancado y hemos abandonado ha sido semilla mala?

¿No puede haber ocurrido en este tiempo que hayamos perdido raíces necesarias esenciales y que ahora estemos de alguna forma sufriendo las consecuencias?

¿Cuáles son las raíces que nutren actualmente nuestra vida, vuestra vida? ¿son las mejores? ¿no hay otras mejores?

4. ¡Cuidado! ¿Trigo y Cizaña?

Es importante escuchar en este momento, las palabras de Jesús. Él, en su parábola del trigo y de la cizaña, pone en boca del amo unas palabras bastante misteriosas e incluso incómodas. Ante la información de que alguien ha sembrado mala semilla en su campo y la propuesta de los servidores de arrancarla cuanto antes, él responde:

“No, no recojáis la cizaña; no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo, Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega, diré a los segadores: recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla y el trigo recogedlo en mi granero” (Mt 13,27-30)

Parece ser que Jesús está convencido de la dificultad que conlleva el  distinguir entre la buena y la mala semilla, al menos en sus etapas iniciales. Él prefiere que crezcan juntas para que al final el discernimiento sea claro. Tal vez, también, para que la semilla buena manifieste su poderío y validez sobre la semilla mala.

La incapacidad humana para saber si estamos habitados por semilla buena o mala, supone un serio correctivo a iniciativas precipitadas, unilaterales y un tanto fundamentalistas, que nos llevan a arrancar –cuanto antes- lo que nos convence. Así, algunos se han precipitado en expulsar de la comunidad a algunos candidatos, o en prohibir tajantemente lo que podría haber sido bueno, excelente….

Hubo un tiempo, especialmente en los años setenta, en el cual la propuesta formativa más progresista se caracterizaba por su “radicalismo”. La formación quería ser “rupturista”; intentaba introducir –como se decía- una “nueva vida religiosa”. En ese modelo se rompía absolutamente con el pasado. Las propuestas eran de contraposición al modelo tradicional y conservador. Un modelo intermedio –pero que no convencía- era el reformista. Este modelo no conseguía entusiasmar, ni centrar; sino que más bien dispersaba y confundía, porque eran “remiendos nuevos en un manto viejo”, “vino nuevo en odres viejos”. Parecía no haber alternativa, si no fuera porque se descubrió el modelo holístico, personalista, integrador, o ecológico, tal como algunos de nosotros lo denominamos. El modelo ecológico no quiere alinearse con la parte, sino con el todo. No le importa ser conservador, pero tampoco le importa ser progresista. Le interesa el todo. Por eso, acepta el desarraigo, pero cuando lo cree necesario el arraigo y el re-arraigo. El modelo ecológico de formación se expresa muy bien en las preguntas que colocamos en el folleto de propaganda de este encuentro:

podemos ser apasionados sin dejar de ser sensatos;

podemos ser sorprendentes sin dejar de ser fieles;

podemos ser innovadores sin dejar de ser leales;

podemos crecer sin perder las raíces.

¿qué raíces mantienen nuestra vida religiosa?

¿cómo recuperar una nueva radicalidad? ¿cómo redescubrir la identidad y misión?

Se trata, por consiguiente, de coordinar, armonizar elementos –al parecer contrapuestos-, como pasión y sensatez, sorpresa y fidelidad, innovación y lealtad, crecimiento y raíces. No vaya a ocurrir que la pasión nos haga arrancar la sensatez y el deseo de sorprender la fidelidad y la innovación la lealtad y el crecimiento renunciar a las raíces. O también al contrario: que nos pasemos de sensatos, de fieles, de leales, de radicales y nos cerremos a germinar en la dimensión de pasión, sorpresa, innovación.

En el fondo, uno tiende a pensar, que según la interpretación de Jesús, no es tan malo lo que a veces nos parece malo y no es tan bueno lo que a veces nos parece tan bueno. Nadie puede pretender ser experto en trigo y cizaña al principio. Hay que tener paciencia. Sólo al final se sabrá. El vivir el proceso en medio de la incertidumbre no es mala cosa.

El proceso formativo se caracteriza entonces no por un radicalismo unívoco, totalitario, totalizante, incapaz de convivir con otras formas de radicalismo, capaz de condenar la otra forma de radicalismo. Si no por soportar las consecuencias de un crecimiento conjunto.

Dando un paso más, hemos de jugar con la dualidad:

tiempo de morir, tiempo de nacer (espiritualidad),

tiempo de creer, tiempo de testimoniar (eclesialidad),

tiempo de plantar, tiempo de arrancar (Congregación),

tiempo de hablar, tiempo de callar (Comunidad),

tiempo de hombre, tiempo de mujer (género).

“Cada cosa tiene su tiempo” nos dice la Sabiduría del Qohelet o Eclesiastés.

No podemos hacerlo todo a la vez, pero tampoco hemos de privarnos de todo aquello que forma parte de la condición humana: no todo es morir, o creer, o plantar, o hablar, o tiempo de varón; también hay otro todo que es nacer, testimoniar, arrancar, tiempo de mujer.

¿Nos habremos olvidado de alguna de estas contraposiciones a la hora de entender nuestra misión o identidad?

En estos últimos años hemos descubierto con más nitidez que no hay solo verdad, bondad, belleza, sino también falsedad, maldad y fealdad. Y que estas realidades contrapuestas se entremezclan, creando un mundo de una cierta ambigüedad. Vivimos en el mundo de la ambigüedad, como escribía tan acertadamente Paul Tillich. Por eso, resulta tan difícil distinguir, optar, decidir. ¡Todo está tan entremezclado! Es muy fácil confundirse. Lo mismo sucede con las raíces. Arrancar unas raíces, supuestamente malas, puede convertirse en desarraigo de raíces buenas, óptimas.

Lo mismo sucede con el desarraigo. Ya no nos parece tan malo, lo que en otros tiempos era considerado malo: la relación con la familia, con los amigos, mantener ciertas costumbres, ciertos estilos. Hoy no pensamos que sea necesario cambiar de nombre, vivir una vida recluída. No venimos a la vida consagrada para desencarnanos, sino –en muchos casos- para insertarnos mucho más en la realidad. Lo que antes parecía infidelidad a esta forma de vida, por ser considerado incompatible, ahora no lo es. Durante el noviciado nos desprendemos de cosas que después volvemos a recuperar. A noviciados enormemente austeros y abnegados, suceden juniorados un tanto aburguesados, o tensos por búsqueda de libertades o recuperadores de costumbres perdidas. La cuestión que se plantea entonces es: ¿vuelven a renacer las viejas y malas raíces? ¿es cuestión de relajación?

5. La Radicalidad “de nuevo”

Voy a aventurarme a decir, a modo de ejemplo, qué buenas raíces hemos podido desarraigar en el proceso y que ahora deberíamos re-arraigar:

1. El método, el entrenamiento, la disciplina vital

Hemos tendido a reinventar cada poco tiempo nuestra vida y también nuestra misión. No nos ha interesado la continuidad, sino la fascinación de la última novedad. No hemos seguido un método vital serio, contrastado. Es la vida como zapping, probar de todo un poco, sin digerir nada. De ahí la pérdida de radicalidad. El mismo cuerpo se nos amuerma o se desconfigura cuando no responde a un proyecto ascético que lo mantenga en forma. La misión como zapping es así mismo un constante reinventar la misión para desconfigurar el cuerpo eclesial y no conseguir entrar seriamente en el cuerpo de la sociedad.

Queremos y debemos re-enraizar en nosotros

el arte de los buenos hábitos, del método de vida, de la disciplina. El esfuerzo por mantener el cuerpo y el espíritu –inteligencia- en forma. A ello corresponde una cierta disciplina, la adecuada utilización del tiempo, los hábitos que nos permiten ahorrar energías.

La pasión por la obra-misión bien planeada, bien y pacientemente elaborada, excelentemente realizada.

2. El sentido del misterio, de lo sagrado.

La convicción de la cercanía de nuestro Dios, de su amor hacia nosotros, la afirmación repetida de que se encuentra en los últimos, en los pequeños, nos ha llevado a una inconsciente minusvaloración de su grandeza y pérdida de sentido de lo sagrado. Al final hemos empequeñecido a Dios en nuestra conciencia, hasta el punto de ni siquiera hacer teología sobre él, debatir sobre su misterio, darlo por una realidad excesivamente obvia. Una vida “religiosa” basada en estas convicciones es la que estamos viviendo. Le falta sentido del misterio, de la adoración. Lo religioso se confunde con lo vulgar.

Queremos y debemos re-enraizar en nosotros:

El auténtico “temor de Dios”, estremecimiento ante su nombre, reconocimiento de su Grandeza, espíritu de adoración.

Rescatar lo divino de su vulgarización y volver a los grandes debates sobre Dios, pero en nuestro tiempo y expresar nuestra adoración con el lenguaje y las experiencias de nuestro tiempo. La recuperación del sentido de lo sagrado, no debe confundirse con la recuperación de los símbolos cortesanos de edades pasadas, sino con el redescubrimiento de cómo inventar a Dios hoy,

Sentido del misterio, de lo sagrado. Y, en consecuencia, no despreciar el carácter sagrado de nuestra forma de vida y persona. Me refiero a la sacralizad de Jesús, no a otro tipo de sacralidad.

3. El espíritu misionero, aventurero, utópico, escatológico, apocalíptico.

La valoración de la historia, de la secularidad, de las religiones, nos ha llevado a descubrir otras verdades, otras bellezas, y a redituar nuestra verdad y belleza, nuestra religión. Esto nos ha vuelto un poco relativistas y nos ha hecho perder el celo misionero. Hemos pensado que no era necesario entregarse tanto a la “causa” de Jesús; más bien, colaborar con la causa de los demás, que son válidas. Hemos tendido a valorar mucho lo de los demás, con perjuicio de infravalorar lo nuestro.

Por otra parte, hemos valorado mucho más la temporalidad. Aunque los problemas que llevamos entre manos sean muchos, sin embargo, apreciamos la vida, la historia que entre todos tejemos, la creatividad que nos caracteriza. El aprecio al tiempo nos frena el deseo de otros tiempos, sean pasados o futuros. El acicate hacia el futuro trascendente, hiere menos. Se prefiere el futuro del progreso, de la novedad, pero no un futuro que acabe apocalípticamente con este presente.

En la medida en que nos vemos situados en la sociedad del bienestar nos resulta más difícil acentuar en nuestra vida la tensión escatológica hacia el futuro que Dios nos va a regalar. Esto se traduce en saborear hasta con exceso esta vida, lo que ella nos ofrece como disfrute, entretenimiento… y un cierto cansancio ante lo religioso, la vida en el Espíritu, el crecimiento interior.

Siempre que en las iglesias de la Reforma, como en la Iglesia católica, se ha hablado de radicalismo o se ha empleado el término “radical” la referencia ha sido a la dimensión escatológica del cristianismo. El radicalismo de Jesús tenía que ver con ello. Recordemos aquella frase radical, que expresaba también su radicalismo vital:

“Buscad primero  su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura” (Mt 6,33).

La Iglesia pierde el instinto escatológico cuando se ubica cómodamente en esta historia, cuando asume el statu quo, cuando su despreocupación por el futuro y su centramiento en el presente, no tiene nada que ver con la confianza en la venida del Reino, sino en un asentamiento burgués en la comodidad.

Sí, creo que la Iglesia se ha ido acomodando, haciéndose un lugar, un espacio religioso, en el que se encuentra bien y en el que no hay grandes expectativas. La pérdida del aguijón apocalíptico hace que no sea muy luchadora, ni rebelde. Se conforma fácilmente con gobiernos poco innovadores, con políticas conservadoras, con todo aquello que mantiene el statu quo. Como toda esa gente que, aun sabiendo lo que se dice sobre Milosevic y los crímenes que bajo su gobierno se cometieron, han pasado devotamente ante su cuerpo muerto, como si de un héroe se tratara.

Re-arraigar la raíz escatológica y apocalíptica es un gran e importante empeño para nuestro tiempo. En el Sínodo sobre la vida consagrada, hace ya más de 10 años, decía el Cardenal de Malinas en su excelente intervención que estamos perdiendo en la vida religiosa el sentido de la “vida eterna” y todo lo que esa conciencia y sentido conllevan.

Re-arraigar la escatología significa introducir en la formación un elemento de inquietud

4. El espíritu de fidelidad: el cuidado por la llama, la vida como cuidado.

Estamos en tiempos en los cuales no es fácil la fidelidad. El movimiento, el deseo de novedad, la conciencia de que el ser humano ha de tener siempre la puerta abierta, hace difíciles las viejas fidelidades.  Por eso, ya no queremos hablar de “fidelidad a la oración”, “fidelidad al trabajo”. En una época posmoderna, como lo nuestra, la fidelidad está sometida a la experiencia y no la experiencia a la fidelidad. Esto nos hace vivir en una situación de “divorcio potencial”. En cualquier momento, difícil o no, nos puede alguien amenazar con un divorcio.

Es el joven que ante las dificultades “se piensa seriamente si seguir en esta Congregación o Comunidad”, es el religioso que ante un destino, o una circunstancia más favorable, abandona su grupo, su misión, su fe.

Necesitamos raíces de fidelidad. Y la fidelidad no hace de la obediencia a una ley de perennidad, sino del descubrimiento de la energía ínsita en nuestras grandes intuiciones vitales. La vocación es una gran intuición y lleva dentro de sí misma la semilla de la fidelidad. Una vocación auténtica, si es bien cultivada, tiene dinamismo de fidelidad.

Sólo en momentos de obcecación, de fantasmas, de demonios interiores, cuando las malas acciones nos incitan a la desconfianza, sólo entonces, la fidelidad se vuelve dura, obstinada y se traduce –sobre todo- en confianza, paciencia, o esperar contra toda esperanza.

La llama de la vocación ha de ser resguardada, cuidada, alimentada. Ese es el dinamismo de la fidelidad que hay que mantener en nosotros.

5. “No deseo grandezas que superan mi capacidad”: el rostro de la Humildad

La soberbia es la matriz de muchos males. La humildad nos abre a la gracia. Hemos crecido en autoestima. Hemos aprendido lo importante que es sentirnos personas, tener criterios propios, autoafirmarse. Esto ha sido un gran paso.

Sin embargo, también debemos recordar que no somos todo, que no somos el ombligo del mundo, ni de la iglesia, ni de la congregación, ni de la comunidad. El egocentrismo juega muy malas jugadas, porque nos impide disfrutar de los demás y nos vuelve envidiosos; nos hace tan autónomos que no nos permite descubrir la precariedad que nos envuelve, la menesterosidad e incompletud de lo que somos.

La humildad abre a la gracia. Ser un joven humilde es estar abierto a muchas posibilidades. Ser un joven soberbio es creerse que todas las posibilidades se tienen dentro de uno mismo. Lo que hace el soberbio poco a poco es esparcir su propia basura interior.

Sólo quien es humilde valora a los humildes, se siente entre ellos, los ama, se entrega a ellos. Sólo el humilde se vuelve partícipe de la causa de los pobres y de los humildes sin deseos de liderazgo, de éxito personal. Sólo el humilde descubre la humildad y discreción de Dios y se vuelve cómplice de su forma kenótica de salvar el mundo.

Conclusión

La nueva radicalidad -¡no me gusta la palabra radicalismo!- es la forma de seguir a Jesús, nuestro contemporáneo, hoy. Es una radicalidad amable y simpática: porque no es egocéntrica ni egolátrica; porque quien llega a las raíces se descubre enraizado en la naturaleza humana, en aquello que todos compartimos y por eso, se descubre y redescubre en el Otro