APARECE “BAJO OTRA FORMA”: LA EUCARISTÍA DEL CAMINO

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No pocos se dirán estos días de pandemia y confinamiento:” ¡Qué pena no poder celebrar diariamente, dominicalmente, la Eucaristía! Y … mientras tanto, los templos vacíos. Menos mal que en las pantallas (TV, ordenador, tableta, teléfono móvil) encontramos la posibilidad de Eucaristías telemáticas”. Y todos quedamos tan convencidos de que eso no es una “Eucaristía real”. Quizá por eso, sea providencial meditar sobre el relato evangélico de este tercer domingo de Pascua (26 de abril 2020), que nos presenta una de las primeras apariciones pascuales de Jesús, bajo forma de Eucaristía itinerante que concluye en la Eucaristía doméstica. No vaya a ser que el Señor se nos aparezca “bajo otra forma” y ni nos demos cuenta. Cuando el evangelista Marcos se refiere a los dos discípulos de Emaús, dice que Jesús se les apareció “bajo otra forma” (Mc 16,12) en aquel camino hacia Emaús. Y ¿en qué consistió ese “bajo otra forma”? El evangelista Lucas -cuyo evangelio hoy proclamamos- nos da la respuesta: bajo la forma de una Eucaristía del Camino. En ella hubo liturgia penitencial, liturgia de la Palabra y Liturgia de la Mesa. ¡Entremos en el relato!

Durante el camino

Jerusalén – Emaús – Jerusalén, un viaje de ida y vuelta: es el marco simbólico de la transformación que se produce en el corazón de dos discípulos o tal vez un discípulo -Cleofás- y una discípula innominada-, o tal vez un Cleofás con su esposa. En el transcurso de este camino tiene lugar la aparición eucarística del Señor a ellos dos (Lc 24,13-35) en varios momentos.

Hasta la primera parada (Lc 24,13-17): ceguera y torpeza

El Resucitado se acerca a ellos en su camino: lo habían emprendido por propia iniciativa y con despecho.

Los dos habían decidido abandonar el grupo comunitario de Jerusalén y alejarse de la ciudad. Así se pusieron en estado de di-misión.

La relación entre los dos no era abierta, serena: conversaban pero “discutían” e iban enfadados. Estaban encerrados en sí mismos.

Un tercero se hizo presente “mientras hablaban y discutían”. ¡Era Jesús! Pero ninguno de los dos fue capaz de reconocerlo.

Los discípulos detienen su marcha. Se paran con rostro triste. Hablan y Jesús escucha (Lc 24,18-24). La relación dual se convierte en triangular. Se abren al “extraño” que se ha puesto a su lado y los acompaña.

Le cuentan su decepción: “Esperábamos que liberase a Israel”. ¿No sabes lo que ocurrido en Jerusalén estos días? ¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no te has enterado?

Hacen referencia a un -para ellos- “débil signo”, al que no prestaron el mínimo valor: ¡unas mujeres nos sobresaltaron diciendo que estaba vivo! Otros que habían ido a la tumba vacía, pero a él no lo vieron. Pero nadie en el grupo de Jerusalén dio crédito: “nos las creyeron, no los creyeron” (Mc 16,11-13). Ellos son los primeros a quienes el fracaso les hace saltar y abandonar el grupo.

Jesús está con ellos y sus ojos “no lo reconocen”.

Desde la parada hasta entrar en casa (Lc 24, 18-29): la Palabra enciende el fuego en el corazón

Tras la parada prosigue el camino y entonces Jesús toma la iniciativa: habla y los discípulos escuchan (Lc 24,25-29). Les presenta el gran proyecto de Dios ya trazado desde antiguo: Moisés y los Profetas hablaron de todo esto: Jesús se lo hace ver. Todo el Antiguo Testamento comienza a iluminarse. Les da la clave para re-leerlo con una luz nueva. ¡Comienzan a contemplar al Resucitado en las Sagradas Escrituras! Se trata de la Resurrección en la primera lectura y el salmo de cada Eucaristía dominical.

Ellos comenzaron a comprender: dirían más tarde que les ardía el corazón mientras el Desconocido, hablaba. Descubrieron que el Profeta que tenía que venir, el Mesías davídico, el Hijo del Hombre, el Pastor de Israel, el Profeta-Mensajero de la Buena Noticia (Mebasser), el Señor apocalíptico, era Jesús. Pero que ese Jesús era también el Siervo sufriente, el que tenía que dar su vida, sufrir y morir para entrar en su gloria.

Una conversación de este tipo requiere tiempo. Emaús está lejos. Pero se sienten tan interesados por el que habla, que cuando llegan a Emaús le piden: “¡quédate con nosotros!”. Quieren que les siga ofreciendo el regalo de su presencia y su palabra. Jesús se convierte en una presencia deseable por sí misma. Pero el Extraño no es todavía reconocido en su radical “extrañeidad”. Es necesario seguir teniéndolo presente.

Dentro de la casa de Emaús (Lc 24,30-32)

La experiencia decisiva no acontece en el camino, sino en el interior, en situación de descanso, en torno a una mesa.

La palabra anunciada se convierte ahora en palabra celebrada.

Jesús parte el pan con sus dos discípulos tal como lo hizo en la última cena. Se lo da y, en ese preciso momento, desaparece. En sus manos queda el “pan eucarístico”.

Es entonces cuando acontece el reconocimiento total de la fe: ¡está vivo quien antes estaba muerto! Sus ojos se abren. Descubren al Maestro y se redescubren como discípulos.

Durante el ahora eucarístico hacen una anamnesis de cómo les ardía el corazón mientras les hablaba por el camino. Pero él desapareció de su vista. Jesús se ha hecho presente en cuanto “extraño”, presente en su ausencia y ausente en su presencia. Se hace ver en los símbolos eclesiales de su ausencia: el pan eucarístico.

Retorno a Jerusalén (Lc 24,33-35): de la di-misión a la Misión

Los dos discípulos volvieron inmediatamente a Jerusalén, porque en ellos se había producido una transformación.

No fue necesario un “ite missa est”, porque enseguida comprendieron que tras la dimisión venía el momento de la Misión. “Ite missa est” no está bien traducido con el “Podéis ir en paz”. “Missa est” nos habla de Misión. “Ha sido enviada”. La Eucaristía es fuente y culmine de la Misión de la Iglesia. La Eucaristía no es un hecho aislado y desconectado de la vida. Tras la Mesa hay que salir hacia el centro de la Misión y después… ¡los discípulos a hacer discípulos! ¡Desde la di-misión a la Misión!

La conclusión añadida al evangelio de Marcos relata que tras anunciar lo que les había ocurrido en el camino, los otros “no les creyeron”. En cambio, el evangelista Lucas -relator de esta historia- dice cómo ellos también los Once, comenzando por Simón Pedro, compartieron con ellos la misma experiencias del Resucitado.

La Eucaristía: conversión y aparición

Aparición bajo forma de Eucaristía itinerante

Estamos, pues, ante una experiencia pascual percibida o relatada con rasgos inequívocamente eucarísticos. El evangelista Lucas -con su relato- nos está indicando que:

Nosotros podemos ser los discípulos de Emaús. Que eso mismo que a ellos les sucedió, puede acontecernos en especiales ocasiones de nuestra vida: momentos de decepción, de abandono, de desesperación.

En medio de nuestras discusiones, el Señor Jesús se hace presente. No para dar razón a uno en contra del otro, sino para abrir los ojos a una nueva perspectiva. ¡Que cuando se lee con discernimiento y fe la Palabra de Dios, se encuentran claves de interpretación y de serenidad.

Que cuando un seguidor o una seguidora de Jesús parte el pan y lo reparte no puede dejar de sentirse muy cerca de Jesús, aunque no lo vea. Que cuando estamos reunidos en torno a la mesa el Señor está con nosotros.

No solo la Eucaristía de la última Cena… ¡también las comidas del Resucitado!

Decía Joaquín Jeremías que la Eucaristía tiene tres raíces: las comidas de Jesús con la gente durante su vida pública, la última Cena, y las apariciones del Resucitado en la comunión de la Mesa. Creo que tenía razón. Ese es el horizonte para comprender la Eucaristía, que no queda reducida a un mero acto ritual o celebrativo, sino que acontece en diversos registros, en diversos escenarios. Que la cuestión no está en “ir a misa todos los domingos”, sino en vivir en contexto eucarístico nuestra vida y comunión con la Palabra y con el Pan de Dios.

La Eucaristía -como celebración litúrgica-está configurada como auténtica aparición pascual, como la Eucaristía itinerante de Emaús. ¿De qué sirve una liturgia de la Palabra y su comentario homilético, si no nos hace arder el corazón? ¿De qué nos sirven comer el pan si no lo reconocemos? La celebración eucarística intenta llevarnos a ese momento de “pasmo” en que adoramos la Presencia de Jesús. Las comidas familiares y festivas son siempre un inicio eucarístico.

La Eucaristía es un Maranatha. Un grito por la venida y presencia del Señor. Hoy que nos vemos amenazados, con tantos hermanos y hermanas nuestros que están muriendo, con tantísimos otros que se encuentran hospitalizados en lucha entre la vida y la muerte… podríamos caer en la tentación de los discípulos de Emaús: dimitir de nuestra fe, renunciar a seguir integrados en la Gran Comunidad de Jesús.

Las eucaristías comunitarias de los primeros cristianos se celebraban en las casas, en reunión fraterna, sin crear excesivas rupturas rituales con la normalidad de la vida, evocando las palabras y gestos del Señor, embargados por al expectativa de la Parusía y el gozo definitivo de la resurrección, dispuestos a compartir los bienes con los necesitados y a procurar entre todos la unanimidad y la concordia. La celebración de la fracción del pan se desbordaba rebosante en la vida de los fieles. Y la vida penetraba con toda su fuerza en la celebración.

Plegaria

¡Qué pena, Señor Resucitado, Jesús de Emaús, que hayamos reducido tu Eucaristía a un tiempo ritual delimitado! ¡Qué pena que nuestros recursos para hacerla atractiva e incluso divertida nos impidan caer postrados como Tomás ante ti, después de su incredulidad, y adorarte diciendo: “¡Señor mío y Dios mío!”. Con la Eucaristía de Emaús, nos enseñas Jesús a vivir el camino de nuestra vida, como una permanente Eucaristía, en comunión con la Palabra y esperando el momento de sentarnos a tu Mesa y reconocerte al partir el pan”.