AGILIDAD EN LAS SUCESIONES: BUCKINGHAM Y LA VIDA RELIGIOSA

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Sucedió ayer. Occidente con la respiración contenida porque iba a hacerse público un comunicado en Buckingham Palace. Un antes y un después. Cambio generacional. Abdicación… Un sinfín de conjeturas llenaron buena parte de la mañana y las tertulias. Al final, un escueto comunicado nos decía que el duque de Edimburgo, que cumplirá 96 años, dejará la agenda pública… ¡en otoño!

Me hizo pensar en nuestras sucesiones dentro de la vida religiosa. En los relevos generacionales. Recordé las quejas frecuentes de algunos que creen no tener sitio «por culpa de algunos mayores» y también, lo mucho que nos cuesta cambiar, aunque hemos convertido la palabra cambio «en motor para saber que estamos vivos». No hay mejor modo de que las cosas sigan como están que hablar mucho de cambio, novedad o giro. Quizá lo más apropiado sea el giro porque a la vuelta, nos reencontramos con estilos del pasado a los que les ponemos etiqueta de nuevos.

También he pensado en los liderazgos de nuestro tiempo. Creo que, –es verdad que lo digo sin mucha pasión– mejores que los anteriores. Hoy no se entiende un liderazgo personal o personalísimo. Son de carácter corporativo, coral, armónico… incluso comunitario. En este sentido, las sucesiones, serán casi clamores. Logros de un sentir comunitario lleno de emoción. Llegaremos, por fin al cambio, porque vamos a ponernos de acuerdo en el maravilloso hallazgo de la emoción que a todos y todas nos envuelve y comprende. Dejarán de sucederse las decisiones parciales, circunstanciales y llenas de prejuicios. Dejará de gobernarse pensando en unos pocos para que puedan seguir viviendo su «consagración entre algodones», luzcan los esfuerzos, por mínimos que sean, y haya un cuerpo congregacional que, silenciosa e incomunicadamente, saque adelante la «producción» de la congregación. Sí, por paradójico que parezca, la crisis de una familia religiosa y de su gobierno no se mide tanto por los funerales propios, lo elevada que sea su media de edad o el reducido número de personas en activo que la componga. La crisis está en la capacidad para generar silencio interno. Las sumas de «no merece la pena decir nada» que se van acumulando en un «debe» de muerte. El número de personas –con vocación de «nosotros»– que, sin embargo, sostienen su identidad en una independencia absoluta respecto a la que dice ser «su familia». Andrés, que ha vivido la ruptura de su matrimonio hace unos meses, me decía –cuando todavía estaba con su mujer– que no hay nada más duro que hablar del amor que tienes a la persona con la que vives, cuando ya no es amor, ni recuerdo del mismo. Me pregunto si algunos y algunas tendrán recuerdos de amor en su congregación. ¿Habrán experimentado sentirse queridos? ¿Se conformarán «celebrando» con que, al menos, algunos y algunas se quieran? ¿Habrán aceptado que el paso por la vida consagrada es soledad?

Y es que toda esta deriva sobre el liderazgo, a partir de la «agilidad en las sucesiones de Buckingham y en la vida religiosa» me ha hecho pensar en la tarea fundamental entre nosotros: Recuperar a las personas, a todas las personas. El liderazgo de la vida consagrada, que sea ágil, ­–tenga la edad que tenga–, es el que se inspira en el Padre que, día y noche, sueña y planea la vuelta del hijo que decidió apartarse, por eso, al amanecer, sale a la puerta y abre los brazos. No ve al hijo, pero tiene la esperanza de que el hijo lo vea y decida volver y así celebrar la fiesta verdadera de la comunidad.

He releído estos días un artículo de Joan Subirats de hace unos años, me parece muy sugerente algo que entresaqué del mismo sobre el liderazgo: «En junio del 2013, en plena revolución ciudadana en las calles de Sao Paulo, la prensa se acercó a una chica que parecía que dominaba el cotarro y tras entrevistarla sobre los motivos de la indignación que colapsó la ciudad, le preguntaron su nombre. Ella, orgullosamente, dijo: “apunten, mi nombre es Nadie”[1]». Y ciertamente, es un signo de este tiempo. El liderazgo del cambio necesita esa fuerza anónima del «nadie» porque hemos tenido demasiadas propuestas de «salvación» que han engordado a sus protagonistas debilitando la comunidad. Lo importante es que esté asumido y claro que nuestro nombre es nadie, aunque como bien apunta Subirats: «Podemos seguir reivindicando que somos Nadie, pero siempre que tengamos claro quiénes somos Nosotros[2]» y ahí sí que tenemos problema. Porque no está cuestionado el liderazgo, está cuestionada en sí la comunidad.

[1] Subirats, J. Nuevos y viejos liderazgos en El País (05.10.2014).

[2] Subirats, J. Nuevos y viejos liderazgos en El País (05.10.2014).