«¿A dónde iremos?» es la respuesta de Pedro ante la pregunta de Jesús: «¿También vosotros os queréis ir?». En el Evangelio de Juan, con el final del discurso del Pan de vida, se desatada la primera gran crisis entre sus discípulos. Era demasiado escandaloso todo lo que decía. Un hombre que se define como Hijo de Dios y que encima ofrece su carne y su sangre como alimento que sacia aquí y ahora y que perdura en una vida que ya no tiene fin.
Demasiado concreto y cotidiano, un Dios inmensamente diminuto y accesible, en contra de los miles de puertas prohibidas que había que atravesar en Templo para llagar al Santo de los Santos en el que solo podía penetrar, una vez al año, el Sumo Sacerdote de turno, procedente de una estirpe elegida. O de las miles de normas paralizantes que había que cumplir (todavía hoy) para tener un cierto acceso al Dios de nuestros padres.
Por ello la fe solo puede venir del Padre. Solo Él tiene esa capacidad de poder transformar las seguridades en las que encerramos nuestras imágenes de Dios, adaptadas a nuestras miopías e intereses, para romperlas con ese gesto sencillo que heredamos desde el inicio de la Iglesia: la fracción del pan.
Con Pedro también podemos decir «¿A dónde iremos?», cuando simplificamos la existencia, cuando optamos por reconocer a Dios en la fragilidad de esa donación de pan y de vino, de Cuerpo y de Sangre, en mesa común y abierta a toda la humanidad.
Que a pesar de nuestros escándalos sigamos creyendo.