“El programa ya existe”

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Tal vez tengamos que reconocer que la (nueva) evangelización, la transmisión de la fe, la misión “ad extra” o “ad intra”, la Iglesia “en salida” -de la que habla Francisco- “nos trae a mal traer” desde hace mucho. La Iglesia siempre lo ha procurado, en ocasiones lo ha conseguido; otras veces, sencillamente, “ha fracasado”. El mandato de Jesús de “id por todo el mundo anunciando el Evangelio” no es moco de pavo. Es una verdadera “empresa”, una tarea ardua y compleja. Y, no obstante, es siempre -ahora también- improrrogable.

Siempre lo hemos intentado. ¿Qué fue si no la “idea luminosa” de Pablo de inculturar el Evangelio, “tan judío” y circunscrito culturalmente a un pequeño e insignifcante pueblo, en las mentes y los corazones de “los gentiles”? ¿Cuál fue si no, el empeño valeroso y atrevido de Cirilo y Metodio en los pueblos eslavos? (Nos lo recuerda preciosamente Juan Pablo II en su encíclica tan olvidada “Slavorum apostoli”) ¿Y los grandes papas del Medioevo ante los pueblos “bárbaros”‘? ¿Qué pretendieron -aunque fueran torpemente abortados desde Roma- los proyectos inculturadores de los jesuitas Nobili, Mateo Ricci y alguno más, en el más extremo Oriente? ¿Y las conocidas “reducciones” del Paraguay, Brasil y otros lugares del Nuevo Mundo? ¿Y (san) Bartolomé de las Casas, y Montesinos…? Ese fue también el pálpito de Pío XI con la Acción Católica, “la niña de sus ojos”,  el siglo pasado. Y es lo que soñaba Suenens cuando a medidados del mismo siglo XX propuso “poner a la Iglesia en estado de misión”. Y fue, por supuesto, el texto casi insuperable de Pablo VI, “Evangelii nuntiandi”, que nos sacude diciéndonos.: “La tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia… Evangelizar constituye la dicha y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar” (EN, 14).

 

En la cima hay que colocar, por supuesto, el espíritu misionero que recorre todo el Vaticano II. Para continuar con “los nuevos areópagos” de Juan Pablo II o “el atrio de los gentiles” de Benedicto XVI. La “teoría”, o sea, la teología, el pensamiento, la preocupación, la urgencia de una (nueva) evangelización no es tan nueva, se retrotrae a los Hechos de los Apóstoles y las cartas paulinas. Pero no estoy tan seguro de que estemos tan afanados por emprender una evangelización/inculturación del Evangelio en “el corazón del mundo” donde nos ha tocado vivir. Tampoco estoy muy seguro de que estemos acertando, ni siquiera si lo estamos intentando honestamente: con rigor, con realismo, sin miedos, contando con análisis de las Ciencias humanas que nos ayuden, desde la oración, el diálogo, la “parresía”. Seguimos organizando congresos, asambleas, creando dicasterios e institutos desde Roma y desde realidades más humildes. Se siguen escribiendo libros, celebrando “Años” de la fe, o de la evangelización. Es difícil encontrar un “Plan diocesano de pastoral” que no tenga en cuenta el espíritu misionero, evangelizador; que no tenga la evangelización como objetivo. Pero tal vez sea hora de detenernos para repensar y sobre todo re-orar la dimensión misionera de la Iglesia, que “existe para evangelizar”. Es posible que se nos escape lo único realmente decisivo, lo que  movía a Pablo y Timoteo, a los apóstoles eslavos, a los papas lúcidos de la Edad Media, a Bartolomé de las Casas, a Nobili y a Ricci, a Junípero Serra, y por supuesto, a los últimos papas: tal vez se nos escapa lo principal: el mismo corazón del Evangelio que es Jesucristo, muerto y resucitado. Lo decía muy bellamente san Juan Pablo II en su “Novo millenio ineunte”: “No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros! No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo… Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz” (NMI, 29). ¿Se puede decir mejor?