A Francisco le gusta hablar de las llagas de Cristo, y por extensión inevitable, de las “llagas de la Iglesia”. Volvió a hablar de las llagas del Cristo muerto y resucitado en la proclamación de Juan XXIII y Juan Pablo II como santos “oficiales” de la Iglesia. Pero en otras ocasiones el papa argentino se ha referido a las llagas de Cristo y de su Iglesia; “a no escandalizarse de ellas…” Hacía mucho que yo no oía hablar de “llagas” de Cristo y/o de su Iglesia. Por mimetismo, supongo, algunos obispos están hablando también de “llagas”.
Inevitablemente nos remiten al clásico eclesiológico de Antonio Rosmini (1797-1855): “Las cinco llagas de la Santa Iglesia”, una obra escrita en el lejanísimo 1846. Rosmini fue sacerdote, filósofo y teólogo, y por encima de todo, un sufridor de la Iglesia de su época que se atrevió a ser crítico con su Santa Madre. Su libro, -junto a otra obra- fue a parar al Índice de libros prohibidos y el sacerdote italiano sufrió la condena del Santo Oficio. Su figura fue rehabilitada cuando ya Rosmini se había llevado a su tumba una triste e inmensa mochila de sufrimientos, tristezas, acusaciones e incomprensiones. Habría que esperar a antes de ayer, en 2001, para que esa condena fuera revocada. Benedicto XVI lo declaró beato el 18 de noviembre de 2007, más de dos siglos después de su nacimiento.
El mismo Rosmini dudó mucho al escribir su “crítica”, realmente amorosa y cargada de fundamento; finalmente se decidió y pagó las consecuencias. En un artículo de hace unos años, X. Pykaza sintetiza, con brevedad, los contenidos de sus famosas “cinco llagas de la Iglesia”. Me permito retomar las palabras de Pikaza: “La primera llaga era la separación entre el pueblo cristiano y el clero, sobre todo en la liturgia. Rosmini criticaba, especialmente, el hecho de que las celebraciones católicas resultaban con frecuencia incomprensibles para el pueblo. La segunda llaga era la insuficiente formación cultural y espiritual del clero; a juicio de Rosmini, el clero era incapaz de dialogar con la nueva cultura existente ya en su tiempo. La tercera llaga es la desunión de los obispos entre sí y de los obispos con el clero y con el papa. El problema era, a su juicio, la falta de fraternidad y diálogo en el conjunto del clero, pues cada obispo buscaba su parcela de poder… La cuarta llaga es la injerencia política en el nombramiento de los obispos. La quinta y última llaga es para Rosmini la riqueza de la Iglesia, es decir, los bienes temporales que esclavizan a los eclesiásticos”.
No es de extrañar que Rosmini fuera a parar al saco de los excluídos y heterodoxos. Escribir esto en pleno siglo XIX era verdaderamente osado. Pero nuestra reflexión puede ahondar más. Me pregunto si esas lacerantes “5 llagas” ya han sido cauterizadas; me pregunto, -incluso antes- si tenemos conciencia de su existencia, si las aceptamos, y si estamos dispuestos y disponibles a montar esa “Iglesia hospital de campaña” de que habla Francisco, para diagnosticar esas llagas, realizar una seria analítica, y procurar aplicar la terapia más adecuada. Me atrevó a pensar que las cinco llagas, -posiblemente ya infectadas por el transcurso de tanto tiempo, ¡dos siglos! (o más)- siguen gangrenando el frágil y maltrecho tejido eclesial. Y me hago una última -y seguramente, grave- pregunta: ¿habría que añadir más llagas a las 5 de Rosmini, hay “nuevas” llagas, nuevas heridas que restañar, estamos dispuestos a detectarlas, a diagnosticar bien, y, sobre todo, a emplear una terapia de choque que sea más eficaz que poner tiritas pastorales y betadine evangelizador en llagas tan históricas y en otras presuntas y más recientes metástasis? Las respuestas las dejo para quien tenga ganas de rezar y pensar, y tal vez, -si lo encuentra- releer el libro de Rosmini publicado hace años en editorial Península.