Meditación de cuaresma

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No está mal echar mano del recuerdo para recontar cuaresmas y propósitos. Seguramente nos reprochamos que hemos vuelto a caer en que íbamos a abrir el corazón «para lo mismo decir mañana…».Josean insiste en la necesaria libertad y agilidad para acoger la Cuaresma, para iniciar itinerarios desconocidos, para emprender, de una vez, el imprescindible éxodo que nos lleve solo a un sitio… a lo esencial.

La cuaresma parece momento apropiado para leer con atención los relatos del Éxodo, que nos recuerdan la liberación del pueblo judío de las esclavitudes de Egipto, y su posterior marcha por el desierto en busca de la tierra prometida (Ex 6-20; 32-34). Además, dichos textos podrían venirnos muy bien para meditar sobre ciertos aspectos de nuestra vida consagrada.

Porque los religiosos y las religiosas, como pueblo de Dios que somos, hemos de considerarnos siempre en éxodo, en marcha permanente, alejándonos de tantas esclavitudes que desdicen de nuestra consagración, nos paralizan y nos vuelven estériles. Pero, al mismo tiempo que huimos de todas esas opresiones –la otra cara de la misma moneda–, los consagrados hemos de perseguir sin tregua las promesas del Dios que nos llamó, confiados en su palabra, más allá de dificultades objetivas y cansancios, peregrinos en pos de una tierra prometida que adopta matices multiformes, cada día diferentes, cambiantes. Siempre en marcha, pues, siempre confiados…

 

Como icono iluminador podríamos elegir el tabernáculo del éxodo (Ex 25, 1-9; 33, 7-11; 40, 34-37), esa tienda que sugiere movilidad, inseguridad, proceso, cambio… Camino, en definitiva. Ese lugar particular que expresa la relación con Dios y con las demás personas en el caminar. Esa doble “pasión por Dios y pasión por la humanidad” que tan famosa se hiciera entre religiosos y religiosas hace algunos años.

La clave para comprenderlo todo podría ser ese concepto de “camino”: los religiosos y las religiosas somos peregrinos, vamos juntos, hay mucho trecho por hacer y la pista que debemos seguir no siempre está clara. Nos acosan las dudas, no faltan puntos en los que la orientación se pierde, pasos engañosos, nieblas y sensación de haberse equivocado, y quizás, incluso, necesidad de retroceder a parajes ya sobrepasados. En ocasiones se marcha de noche, a oscuras; otras veces el agobiante calor del astro rey, la fatiga física y moral, el desánimo o el desaliento frenan la marcha, o la vuelven cansina y desesperanzada.

Marchamos, en efecto, sofocados y abrumados, pero, al mismo tiempo, caminamos con la íntima convicción de que no viajamos solos. Por un lado, vamos hombro con hombro con nuestros hermanos y hermanas, compañeros de consagración religiosa, cómplices vitales, apoyos fraternos, brazos asociados en una misión común. Acompañamos y nos acompañan, asimismo, otras muchas personas de toda condición, que se hacen cercanos a nosotros y entran en nuestras vidas, reclaman nuestra atención, o nuestro servicio, y nos enriquecen con sus existencias. Pero, sobre todo, aunque a veces nos resulte complicado reconocerlo, marchamos también junto a Dios, nuestro Padre, que nos invita a amar y servir a cuantos van con nosotros.

El camino a menudo es áspero, desapacible y duro de verdad, pero yendo todos juntos, solidarios, al calor de esa íntima convicción de que Dios no abandona nunca a su pueblo, que Dios marcha a nuestro lado, que nuestras penas y alegrías son las suyas, somos capaces de superar todas las pruebas y avanzar gozosos.

De esta manera, para religiosos y religiosas vivir una espiritualidad del éxodo se convierte en algo primordial. Y es que ella nos empuja a sentirnos enviados por Dios a nuestros hermanos, los hombres, tantas veces alejados de la salvación. Porque una espiritualidad del éxodo nos consagra, por así decirlo, profetas del Reino que llega, obreros de la viña del Señor, testigos entusiastas de la actualidad de su Reino. La palabra de Dios es nítida en este sentido: “He oído sus gritos; vete, yo te envío” (Ex 3, 7-10), según le indica Yahveh a Moisés, al tiempo que le confía una promesa que le llenará de fortaleza y optimismo hasta en los momentos más complicados: “Yo estaré contigo” (Ex 3, 12). Bien sabéis que son llamadas, promesas, realidades que, después de tantos años, continúan siendo válidas hoy para nosotros, están aún cargadas de virtualidades.

Pero ponerse en camino, fiados solo de la palabra del Dios de las promesas, supone previamente atreverse a salir, considerar que nuestras seguridades, bien asentadas desde hace tanto tiempo y perfectamente conocidas para nosotros, nos esclavizan, nos impiden ser lo que debemos ser. Aventurarse a salir significa preferir la incertidumbre de lo desconocido a las sabrosas cebollas egipcias de la opresión y la esclavitud.

Por tanto, para atrevernos a salir, para decidirnos a salir, hemos de sentirnos, con total sinceridad, esclavos agobiados que quieren dejarse liberar por Dios, esclavos que no dudan en arriesgar sus falsas seguridades para adentrarse en las arenas liberadoras del desierto, confiados en la presencia del Dios de las promesas, partidarios entusiastas de las nuevas actitudes a las que nos él invita para conquistar nuestra libertad. De ninguna manera podemos ser liberados para reproducir una nueva situación de esclavitud; quedamos liberados para ser profetas entusiastas de un mundo nuevo.

Explicado desde otra perspectiva, una espiritualidad del éxodo exige dejar bastante de lado nuestras cuitas, olvidarnos en lo posible de nuestras congojas personales, para ponernos generosos al servicio de las personas que marchan a nuestro lado. Se trata, pues, de un proceso simultáneo de salida de nosotros mismos, para ir a encarnarnos en el mundo de la necesidad y de los pobres. Éxodo y encarnación, a un tiempo.

Pero decidirse a salir de Egipto y ponerse en camino no es suficiente. Para tener posibilidades reales de convertirnos en peregrinos de la promesa hay que disponerse en las condiciones adecuadas, porque, de otra manera, pretender atravesar el mar Rojo y marchar por el desierto se vuelven, sencillamente, un absurdo. Arriesgarse a entrar en ese mar significa haber abandonado los carros pesados, las armas, los pertrechos exagerados e inútiles, porque pesarían demasiado, se empantanarían en el fondo y nos impedirían avanzar. Pretender progresar en esas mismas condiciones por los arenales sería igualmente un despropósito.

Para escapar de la esclavitud resulta imprescindible cargar solo con lo que es esencial, abandonando tantas y tantas cosas que tal vez nos fueron útiles en Egipto, durante los largos años del oprobio, pero que ahora, en la travesía del mar Rojo y la peregrinación por el desierto, se vuelven una rémora. Ligeros siempre de equipaje, porque por el mar y por el desierto solo avanzan quienes van desarmados, sin otro punto de apoyo que la confianza perenne en un Dios que, pase lo que pase, nunca abandona a su pueblo.

Cómo no recordar aquí los juiciosos comentarios del llorado P. Camilo Maccise, mexicano, ex prepósito general de los carmelitas descalzos, a propósito del llamado “síndrome del Titanic”, que él glosaba en una entrevista para aplicarlo a religiosos y religiosas. Porque, según la opinión del Padre Camilo, la actual situación de la vida consagrada se asemeja a un espléndido trasatlántico que se está hundiendo y que no pocos religiosos tratan de mantener a flote como sea.

El Padre Maccise nos ponía en guardia frente a semejante tentación: “Más que hacer reflotar la nave, yo diría que tenemos que salir en las barcas salvavidas, en las barcas de emergencia, cargando con nosotros lo que verdaderamente es esencial. En esa gran nave, había muchas cosas que ya no eran esenciales; habían sido lacras del tiempo y las culturas, de los condicionamientos y tradiciones. Así pues, más que hacer reflotar esa nave, yo diría de salir en esas pequeñas embarcaciones, aceptando la pobreza propia de una pequeña embarcación, contentándome con lo que verdaderamente es esencial”.

Y el Padre Camilo argumentaba a continuación su propuesta: “Uno salva lo esencial cuando no puede salvarlo todo. Entonces tiene que escoger lo esencial y llevarlo a una playa segura, y desde allí volver a construir algo que, a la luz de la experiencia, no se convierta en otro Titanic que acumule tradiciones e instituciones, porque llegará de nuevo un momento en el que se sumergirá”1. Lo dicho: para atravesar el desierto se hace imprescindible partir solo con lo esencial, desprenderse de lo que ya no sirve, llevar el corazón muy libre y la confianza fija en Dios.

Estoy convencido de que el icono bíblico del éxodo puede resultar muy provechoso a religiosos y religiosas para analizar lo que es hoy nuestra vida y lo que sucede en ella, para orientarla en una dirección más cercana a lo que tal vez el Señor nos está pidiendo, y para convencernos de cuáles son las actitudes que se hacen indispensables para poder llevar a cabo, con suficientes garantías, este proceso exodal de conversión y encarnación que Él nos demanda.

Ahí tenemos la Biblia para empaparnos del espíritu del éxodo, y al Señor esperándonos en la oración para cargar nuestras mochilas de los escasos pertrechos imprescindibles para la marcha.

1 Refundar en fidelidad creativa, en FMS Mensaje 25 (1998) 10.11.