Dentro del ecosistema de las virtudes, ¿qué lugar ocupa la virtud del “amor”? Al final de estos retiros, si los contemplamos en su conjunto, sí que podemos decir que las virtudes que hemos meditado no son unidades aisladas, sino que todas ellas están sorprendentemente conectadas. Hay virtudes en las que se refleja el lado “humano” de nuestra “vida en Alianza con Dios, con los demás seres humanos, con la creación”: las llamamos virtudes cardinales. Hay virtudes en las que se refleja mejor el lado “divino” de nuestra vida en Alianza: las llamamos “virtudes teologales”: son la expresión de nuestro Dios volcándose en el ser humano y recreándolo con la visión de la fe, el imán de la esperanza y el fuego del amor.
Todas las virtudes forman un “ecosistema”: co-existen, se influyen mutuamente: no son estrellas, sino una “gran constelación” que brilla en el firmamento de una existencia humana donde el Espíritu de Dios todo lo interconecta. Emergen así, en nosotros, capacidades inéditas. La energía aglutinante proviene de Dios mismo y la llamamos “el Amor”. Nuestra vocación fundamental como seres corpóreo-espirituales es el amor.
El Concilio Vaticano II expresó la identidad más profunda de nuestra forma de vida consagrada con la frase inicial Perfectae Caritatis prosecutio: “El Santo Sínodo anteriormente, en la constitución Lumen Gentium, mostró que la búsqueda de la caridad perfecta, a través de los consejos evangélicos, tiene su origen en la enseñanza y en el ejemplo del divino Maestro” (PC,1).
La búsqueda del amor perfecto es la razón de ser de nuestro estilo de vida. A ello tienden los consejos evangélicos de obediencia, celibato y pobreza.
Pero resulta llamativo cómo el lenguaje del amor ha ido poco a poco obnubilándose entre nosotros y han ido apareciendo otros lenguajes. La revolución sexual –iniciada a finales de los años 60 o inicios de los 70 del siglo pasado– nos ha pasado factura.
– ¿Cómo entender el amor en ese contexto revolucionario? El eros lo invade todo. Lo erótico es el sonido de fondo de nuestras sociedades. Por eso, no es fácil distinguir entre amistad y eros, entre donación y necesidad. Incluso hay quienes detectan la “agonía del eros”, porque nos estamos volviendo “narcisistas”, auto-eróticos, cuando lo propio del eros es lanzarse hacia el otro. ¿Estaremos en el caos del amor, en la sociedad del desorden amoroso, también nosotros?
– Sobre la misma palabra “amistad” recaen sospechas: ¿cómo entenderla en el contexto de la teoría de género, dentro de las llamadas a la inclusividad y no la exclusión? ¿Ante los abusos sexuales –dentro de la Iglesia– es posible delimitar las fronteras entre amistad y eros? ¿Amistad y exclusión?
– La palabra “caridad” ha ido desapareciendo por la tendencia a comprenderla en clave asistencialista y ha ido siendo sustituida por “lucha y defensa de los derechos humanos (opción por los pobres y descartados)”, respeto y cuidado de la naturaleza. Hoy no se escuchan llamadas al amor, sino otras: “save the Children”, salvemos la hospitalidad, salvemos el planeta, salvemos las culturas…
En Navidad siempre cantamos: “¡Que ha nacido el Amor!”. Busquemos otra forma de hablar del amor que pueda ser hoy comprensible y seductora. Y, sobre todo, que re-nazca el amor bajo nuevas formas y llamadas en nuestra forma de vida configurada por la Misión y vivida en comunidad. ¡Busquemos de modo significativo hoy lo que siempre hemos denominado “caridad perfecta”!
Dividiremos este retiro en tres partes:
– “Como Yo os he amado”: Amor-Agape.
– “Vosotros sois mis amigos”: Amor-Philia.
– “Amor más fuerte que muerte”: Amor-Eros.
“Como Yo os he amado” – Amor-Agape
El amor no tiene uno, sino muchos rostros: el afecto, el eros, la amistad, la caridad. Los griegos disponían de cuatro palabras para designarlo: storge (afecto), eros (amor pasión), philia (amistad) y agape (amor de donación). Sobre el eros habló en tiempos antiguos Platón, quien lo llamó “hijo de la pobreza” y en los tiempos modernos Sigmund Freud. Sobre el amor philia o amistad nos habló Aristóteles. Agape es el amor del que nos habló Jesús.
San Pablo lo describe como “carisma”, don del Espíritu de Dios, el camino hiperbólico (1Cor 12,31), el carisma que ha de ser, ante todo buscado y deseado. El término que expresaba en el mundo del Nuevo Testamento esta peculiar forma de amor era “agape”.
El amor “agape” es la forma más sublime del amor: hace posible amar a todos, incluso a los enemigos, a los que nos son indiferentes, a quienes nos estorban o entristecen. Esta forma de amor –de la que se habla mucho en los escritos del Nuevo Testamento– describe un flujo de vida y energía que emana desde Dios y se vierte en los seres humanos (Rom 8,37; 2Cor 9,7); y, desde ellos, vuelve hacia Dios (Mt 22,37). Es más, el mismo Dios es definido como Amor-Agape (Jn 4,9,16). Y de Él se dice que “tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo (Jn 3,16).
Y cuando el cuarto Evangelio nos explica la razón por la que Dios ama a su Hijo, nos dice: “porque Él entrega su vida” y, eso es necesario, para que el mundo comprenda que el Hijo ama al Padre Jn 14,31). El amor del Padre por el Hijo existe desde antes de la creación y Jesús se lo dio a conocer a los discípulos, de tal manera que el amor que el Padre tiene al Hijo pudiera estar presente en ellos (Jn 17,26). Jesús les dice a quienes están enemistados con Él que el amor del Padre no está en ellos (Jn 5,42).
Jesús ama a Marta, a María, a Lázaro, pero de manera especial a su discípulo amado. Cuando tuvo lugar en el cenáculo el lavatorio de los pies, el cuarto evangelista nos dice que fue expresión de un “Amor extremo” de Jesús hacia los suyos, que estaban en el mundo.
Y ese amor de Jesús estaba llamado a prolongarse por medio de los discípulos, que debemos estar dispuestos a dar la vida los unos por los otros. El amor de Jesús hacia nosotros se convierte en la auténtica norma de amor mutuo entre nosotros, discípulos y discípulas. Así queda descrito: “para que os améis mutuamente como yo os he amado para que os améis unos a otros”. (Jn 13,34;15,12.17)
El elemento arquitectónico central del amor es el ejemplo de Jesús: «como Yo os he amado». Este tipo de amor es universal. Ha de hacerse realidad en todas las circunstancias de la vida y en relación a todas las personas: el prójimo (Rom 13, 9) y los enemigos (Mt 5,44; Lc 6, 28,35), porque Dios nos amó cuando éramos enemigos suyos (Rom 5,10).
En especial hay que amar a los hermanos en la fe (1Jn 2,10; 3,10,14; 4,20,21) y a los propios familiares (1Ped 3). Es llamativo que la carta a los efesios exprese el amor de los maridos hacia las mujeres con este mismo verbo y lo haga en estrecha analogía con el mandamiento del amor que Jesús propuso a sus discípulos. Veámoslo:
«Vosotros, varones, amad a vuestras mujeres. Como el Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla por medio de la purificación del agua en la palabra…
Así también los hombres tienen que amar a sus mujeres como a su mismo cuerpo» (Ef 5,25-28).
De nuevo en este texto se repite la petición de que los maridos amen a sus mujeres. Y en el centro arquitectónico, como elemento decisivo, se presenta el ejemplo de Jesús: «como Cristo también amó a la Iglesia y se entregó por ella».
En el diálogo entre Jesús y Pedro, después de la resurrección junto al lago Jesús pregunta tres veces a Pedro si lo ama. No es claro si le pregunta si lo ama más que los otros discípulos, o más que a sus redes, sus compañeros, su familia (Jn 21,15-23). Las dos primeras veces Jesús le pregunta si lo ama en el sentido de agape, en la tercera de philein. El Señor mismo quiere verificar el amor que le tiene su discípulo.
El amor de agape es un amor que excede con mucho las capacidades del eros y de la philia o amistad, pero no se opone a ellos, sino que los lleva a su culmen. El agape nos dice que es posible amar a los enemigos, a los que nos son indiferentes, a quienes nos estorban o entristecen. Es un amor del todo peculiar. Es un carisma que viene de Dios y se derrama en nuestros corazones. Es el amor de todos los amores: el que los consagra y los reconfigura en la “ecología del amor”.
“Vosotros sois mis amigos”: – Amor-Philia
Sin la amistad la vida es un error. En la amistad encontramos los humanos una de las condiciones indispensables para ser felices y un refugio contra la desgracia. La amistad consiste «más en amar que en ser amado». Para que haya amistad se necesita igualdad. Aristóteles dice que la amistad no es una pasión, sino una virtud. La amistad es amor, es deseo, pero no es eros. Amor de amistad es celebrar una presencia, una existencia. No es pedir, sino dar gracias. El mejor amigo, la mejor amiga, es aquel o aquella a quien más se ama, pero sin echarle de menos, sin sufrir, sin padecer; es aquel o aquella que mejor nos conoce, con quien se puede contar, con quien se comparten recuerdos y proyectos, esperanzas y temores, felicidades y desgracias. La amistad es una virtud, no un deber. Cuando el amor está presente todas las virtudes surgen espontáneamente. Por eso, el verdadero amigo es generoso, valiente y entregado hasta la muerte. El amor a uno mismo es lo primero; la amistad es su proyección, su extensión en los prójimos. «Amarás al prójimo como a ti mismo».
La época antigua y medieval valoraba más el amor de la amistad que requiere renuncia, sacrificio y es racional, que el amor de eros, sentimental y considerado entonces como un amor menor. En cambio, a partir de la época romántica hasta ahora, el amor que más se valora es el amor-sentimiento y, por lo tanto, el amor que se expresa en el cuerpo, en el deseo. El elogio de la amistad ha ido cediendo ante la exaltación del amor de sentimiento.
La exaltación contemporánea del colectivismo, de la solidaridad, ha motivado también una puesta aparte del amor de amistad. E incluso se percibe la tendencia a juzgar que en el fondo toda amistad seria y sólida es, en realidad, homosexual. El gran autor inglés C.S. Lewis, autor del famoso libro sobre Los cuatro amores, escribió al respecto:
«Los que no pueden concebir la amistad como un amor sustantivo, sino solo como un disfraz o una elaboración del eros, dejan traslucir el hecho de que nunca han tenido un amigo»1.
La amistad nace del compañerismo, del pensar juntos, de hacer algo en común, de tener una base conjunta para la convivencia. Por eso, es hoy, más frecuente que en el pasado, la amistad entre hombres y mujeres; porque trabajan juntos, porque se ha superado la mera reclusión de la mujer en las tareas domésticas.
Con todo me parece también necesario observar que también existen «amistades peligrosas». La amistad puede ser una escuela de virtud, pero también una escuela de vicio:
«La amistad es ambivalente: hace mejores a los hombres buenos y peores a los malos… El elemento de separación, de indiferencia o de sordera, por lo menos en algunos aspectos, frente a las voces del mundo exterior, es común a todas las amistades, sean buenas o malas o simplemente inocuas… El peligro de las buenas amistades consiste en que esta indiferencia o sordera parcial respecto a la opinión exterior, aunque necesaria y justificada, puede conducir a una indiferencia o sordera completas»2.
El amor-pasión (eros) y el amor-acción (philia) pueden ir a la par, aunque no se confundan. Es lo que Montaigne llamaba «la amistad marital»3. Eros y philia se mezclan casi siempre; pero cuando eros se ve satisfecho se desgasta y muere; mientras que philia se engrandece cada vez que se ve satisfecha.
La cuestión es que con el amor de eros solo amamos a una persona, con el amor de amistad lo más que conseguimos amar es a diez o veinte personas. Millones y millones de personas quedan fuera de nuestro amor.
“Amor más fuerte que muerte” – Amor-Eros
Entre los lazos amorosos fuertes está el amor erótico: la pasión amorosa, el amor de los amantes, de los esposos, de las parejas. En el mundo griego se denominaba eros: ¡un término muy utilizado en el siglo I y que nunca aparece en el Nuevo Testamento.
Es un amor que nace y muere, que aparece y desaparece, que excede por todas partes, pero no da certezas, por eso, es un amor que tiende hacia la institucionalización, al mismo tiempo que se hace muchas preguntas; es un amor con rasgos sagrados, que produce “una geografía sacral del mundo” (F. Alberoni).
“Existe el amor que sufre y es pasión; existe el amor que se hace o que se da, y es acción” (A. Comte-Sponville).
Paul Evdokimov recuerda que san Gregorio de Nisa entendía que el eros se despliega en agape y en amor al prójimo y que se afirmaba que «Dios es el generador del agape y del eros». Y concluye que “el eros, movido por el Espíritu Santo, corre al encuentro de la Agape divina”.
La teóloga norteamericana Sallie McFague ha escrito una teología del amor en la que incorpora las diversas perspectivas para hablar del amor. Propone concebir el mundo como “cuerpo de Dios”. Advierte, ¡eso sí!, que el ser y la acción de Dios no quedan reducidos a su presencia corporal (embodiment) en la creación visible. Ella nos dice que Dios no crea el mundo a modo artesanal-técnico, sino materno: “Creo en Dios Padre-Madre creador”; por lo tanto, en cuanto Padre-Madre Dios genera el universo, como creatura que nace de sus entrañas. El universo es así contemplado como una encarnación del ser divino. Por eso, todas las creaturas tienen una condición “filial” (F. Durrwell). Dios ama su cuerpo, lo alimenta, lo cuida. Dios ama al mundo como una madre a su hijo, como un amante a su amada, como un amigo a su amigo4. Por eso, el amor trinitario es materno o agape, de amante o eros y de amigo o philia. Al eros divino le asigna Sallie la redención, que implica sufrimiento, salir de sí, amor celoso. El Espíritu es asociado a la amistad, a la alianza de amor. En consecuencia, cuando decimos que Dios es Amor, decimos esto y muchísimo más: el amor todo lo conecta e interrelaciona.
Nuestro amor humano en todas sus formas, nuestra comunión con toda la creación, hacen circular el amor por el mundo. Así, todo se ve envuelto en el amor. El indiferentismo religioso es el gran enemigo de la auténtica religión del amor. En la indiferencia renunciamos a amar y a ser amados. La indiferencia nos lleva a renunciar a la voluntad de vivir. Hay instituciones que provocan tal falta de pasión amorosa, que empobrecen al ser humano.
La vida consagrada es carisma, es camino hiperbólico, cuando en ella prende el amor en todas sus formas, siempre que estén configuradas por el súper-carisma del amor-agape, que el Espíritu derrama en nuestros corazones.
1 C.S. Lewis, Los cuatro amores, Rialp, Madrid, 1994, pp. 71-72.
2 C.S. Lewis, o.c., 92-94.
3 Montaigne, Ensayo, III, 9.
4 Sallie McFague, The body of God: an ecological Theology, SCM Press, London, 1993.