La encíclica que acaba de publicar el Papa es una llamada a la fraternidad universal. Comienza recordando el encuentro de san Francisco de Asís con el sultán Al Kamil, al que visitó sin más armas que la Paz, el Bien, el respeto. El Papa confiesa que se ha “sentido especialmente estimulado por el Gran Imán Ahmad Al-Tayyeb, con quien se encontró en Abu Dabi para recordar que Dios ha creado todos los seres humanos, iguales en los derechos, en los deberes y en la dignidad, y los ha llamado a convivir como hermanos entre ellos”. La encíclica tiene un alcance ecuménico e interreligioso, más aún, un alcance universal, porque todos cabemos dentro del corazón de un Dios que no sabe de límites ni fronteras.
Es imposible resumir la encíclica en un post. Solo cabe invitar a su lectura. Son muchos los temas que, a lo largo de su páginas, van apareciendo: la irrupción de la pandemia del Covid-19 que ha manifestado nuestra incapacidad para actuar conjuntamente; las causas que no favorecen el desarrollo de la fraternidad; el olvido de los demás; el pensar solo en los propios intereses; el rechazo y miedo al inmigrante; el descarte de las personas “no productivas” que, sin embargo, son únicas e irrepetibles; las redes que nos empachan de conexiones, favorecen el insulto y obstaculizan el desarrollo de relaciones interpersonales auténticas; la injusticia de la guerra o la inadmisibilidad de la pena de muerte; las causas estructurales de la pobreza o el destino común de los bienes creados.
Comentando la parábola del samaritano misericordioso, Francisco plantea una pregunta fundamental: y tú, ¿con cuál de los personajes de la parábola te identificas, con los salteadores, con las personas religiosas, que se desentendieron del herido y pasan de largo, o con el que, sin conocerlo, lo consideró digno de dedicarle su tiempo? Son muy buenas las reflexiones sobre el amor, que nos pone en tensión hacía la comunión universal. Un amor que no sólo se expresa en relaciones íntimas y cercanas, sino también en las relaciones sociales, económicas y políticas. Resultan de sumo interés las consideraciones sobre la paz, el diálogo entre personas y pueblos, o el perdón, que no significa olvido.
La encíclica acaba recordando que las religiones están al servicio de la fraternidad. Afirma que “la violencia no encuentra fundamento en las convicciones religiosas fundamentales, sino en sus deformaciones”. Y también “el amor de Dios es el mismo para cada persona sea de la religión que sea. Y si es ateo es el mismo amor”.