PARADOJAS

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Dice el diccionario de la RAE que es «propiamente lo contrario a la opinión común». Aunque quizá, lo más exacto sea reconocer que es contrario al sentido común. Lo cierto es que paradojas hay en abundancia. Y en el campo de la vida consagrada, por ser «una vida especial», crecen con fuerza.

El problema de las paradojas es cuando dejan de ser un fenómeno estilístico de exageración o explicación y entran en la normalidad. Así una sucesión de paradojas, convertida en estilo de vida, llegan a «desconfigurarnos» hasta dejarnos sin estilo… evangélico.

Sugiero algunos ejemplos que en estos días me hacen pensar en la paradoja de nuestra vida. Nos llama la atención la ruptura dentro de la clase política, pero no las rupturas con la persona que vive en la puerta de al lado; nos escandaliza el mal uso de los bienes públicos, pero somos tremendamente misericordiosos con nosotros mismos cuando no ofrecemos a todos o todas la verdad de nuestra vida. Juzgamos con dureza a quienes tienen actitudes parciales en sus elecciones o visiones, pero nuestra «visión evangélica» está plagada de dioptrías que nos conducen a seleccionar constantemente entre aquellos o aquellas con los que contamos y a quienes soportamos. Podríamos seguir con un sinfín de paradojas que simplemente anuncian que el sentido evangélico de la existencia está haciéndose o, según me dicta la esperanza, en crecimiento.

Pero hoy quiero fijarme en una paradoja que me parece especialmente elocuente y dolorosa. Estos tiempos son propicios para los cambios. La reconfiguración comunitaria. La oxigenación de las relaciones, procesos y proyectos. Son tiempos de nombramientos y nueva visión. Ya saben, ese ejercicio tan nuestro y, a la vez, tan paralizado que posibilita que la «savia» circule con novedad y sin trombos por las vías de la misión y la comunidad.

En los cambios o destinos nos falta normalidad y nos sobra paradoja. Por ejemplo, es paradójico el morbo que despiertan. ¡Solo por ello y para que algunos vivan, debería haber propuestas de cambios todas las semanas! Hay personas que necesitan hablar y soñar con cambios, aunque ellas no cambien. Es la paradoja de la inmovilidad.

Pero hay otro fenómeno paradójico y es nuestra reacción con quienes cambian. A veces… demasiadas, todo consiste en un silencio respetuoso, un punto y seguido… un ya pasó. No tendría importancia si hablásemos de encuentros puntuales, relaciones de café, o coincidencias en bus… Pero no, paradójicamente, se trata de «convivencias» de décadas. Con infinidad de proyectos y salmos disfrutados en común. Con sueños, esperanzas, disgustos y enfados compartidos. Con vida tejida y gastada en el mismo espacio y lugar. ¿Será que lo que vivimos no es vida y solo es una parodia? ¿Será que la condición de quienes nos proponemos y aceptamos la vida de discípulos y discípulas consista en entender la relación como paradoja?

La vida, para que merezca la pena, tiene que doler. Tiene que saber a lucha y amor. Tiene que gastarse, recrearse y regenerarse. Uno ha de tener conciencia que vive y con quién vive porque es donación, enseñanza y complemento. Es alteridad y necesidad para que «yo sea yo». De no ser así, se pierde, se difumina o evapora sin sentido y lentamente –porque en la vida consagrada también hemos hecho del paso del tiempo una paradoja–.

Quizá la gran renovación que necesitamos los consagrados pase por transformaciones sencillas. Tanto como saber despedirnos y acogernos como personas que no han perdido el amor y no han reducido la relación a pura paradoja.