Más allá de lo cómico de la anécdota, asoma la nariz en forma de caricatura eso que solemos llamar en nuestro dialecto: “resistencia al cambio”, un tema sobre el que hacemos aspavientos y al que acusamos, con bastante razón, de muchos de los problemas que arrastramos en la vida consagrada, sin muchos resultados aparentes de enmienda y solución. Tenía pensado decir algo sobre ello, uniéndome al desgarramiento de vestiduras ante nuestra pecaminosa pesadez, pero se me han cruzado por el camino los personajes de aquella parábola de Jesús (Lc 13,6-9): una higuera plantada en medio de una viña, instalada al parecer en su cómoda costumbre de no dar fruto; el propietario harto de su esterilidad que decide mandarla a paseo y ordenar que la corten; el viñador que inexplicablemente encariñado con ella, la defiende, busca argumentos a su favor y promete someterla a cuidados intensivos.
Y yo, que tantas veces me he visto a mí misma con mirada intransigente de falsa propietaria y he emitido sentencias implacables tipo “lo-tuyo-es-un-caso-perdido” o “a-tu-edad-no-tienes-remedio-chica”, me he sentido de pronto bajo la mirada de un Viñador (¿cómo no escribirlo con mayúscula?) que apuesta por mí, confía en mis posibilidades y me habla de cambio y de nuevo comienzo.
¿Cómo no intentar practicar esa misma mirada sobre este colectivo de “higueras-de-pocos-higos”, plantadas en la viña de la vida consagrada? Es verdad que a ratos somos un poco decepcionantes: ni cumplimos con las expectativas eclesiales que prometíamos, ni damos los resultados que cabría esperar de nosotros. Y encima se nos ha contagiado la intransigente conjuntivitis del propietario y calificamos como “higuera mustia” los tiempos que nos toca vivir, la Iglesia, la congregación o la comunidad concreta a la que pertenecemos. Desde ahí nos apuntamos a la banda sonora tipo: “el mundo va a la deriva y se aleja irremediablemente de Dios”; “la gente no quiere saber nada de religión”; “como congregación hemos perdido ya el tren del futuro”; “esta comunidad mía no tiene arreglo”; “sé que tengo defectos, pero a mi edad ya es imposible cambiar”; “con tal persona no hay nada que hacer”; “yo ya no participo en reuniones ni asambleas, total para qué si no sirven de nada…”.
Urge sabernos personalmente mirados por los ojos del Viñador y adiestrarnos también nosotros en esa forma suya de contemplar la realidad. Siendo conscientes de que, si conseguimos reaccionar con su misma terca paciencia, no será cosa nuestra sino de ese incomprensible amor suyo que nunca se retira.