VR EN LA SEMANA LAUDATO SI’ (IV)

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Dios en verde

«Si de verdad queremos construir una ecología que nos permita sanar todo lo que hemos destruido, entonces ninguna rama de las ciencias y ninguna forma de sabiduría puede ser dejada de lado, tampoco la religiosa con su propio lenguaje. Además, la Iglesia Católica está abierta al diálogo con el pensamiento filosófico, y eso le permite producir diversas síntesis entre la fe y la razón. En lo que respecta a las cuestiones sociales, esto se puede constatar en el desarrollo de la Doctrina Social de la Iglesia, que está llamada a enriquecerse cada vez más a partir de los nuevos desafíos».

(Francisco, Laudato si’, 63)

En la entrega de hoy vamos a abordar el capítulo II: “El Evangelio de la creación”. Aquí nos introducimos de lleno en las cuestiones bíblico-teológicas.

La gran afirmación que hace de pórtico a todo el capítulo es que ciencia y religión no se excluyen mutuamente, como algunos afirman desde la modernidad. Sino que pueden entrar en un diálogo enriquecedor, cada una desde su perspectiva.

El Apartado I, “La luz que ofrece la fe”, se va entretejiendo a partir de esa afirmación primera. La complejidad de la crisis humano-ambiental exige una pluralidad a la hora de abordar la búsqueda de soluciones. Por ello, los distintos saberes y disciplinas han de complementarse mutuamente.

La Iglesia católica tiene una larga tradición de diálogo y de inclusión de la filosofía en el seno de su reflexión. Diálogo fe-razón, por un lado, y Doctrina Social de la Iglesia, por otro, son dos argumentos de peso a tener en cuenta para la deseada búsqueda pluridisciplinar de las respuestas a esta crisis.

Contando con todo ello, también se afirma que las “motivaciones de fe” llegan a producir “grandes convicciones” que mueven a las personas hacia un actuar en favor de lo más débil y frágil: los seres humanos y los sistemas ambientales. La cita que se recoge de Juan Pablo II es lo suficientemente clara: “Los cristianos descubren que su cometido dentro de la creación, así como los deberes con la naturaleza y el Creador, forman parte de su fe”. En este sentido, aún queda un gran trabajo por realizar en la actualización de la mayoría de los patrimonios carismáticos-espirituales de los institutos religiosos. No se trata de forzar los contenidos del fundador (que en muchos casos no intuían esta realidad, ni tenían porque hacerlo), sino de recoger las aportaciones ecoéticas para ir encarnándolas en los documentos y, sobre todo, en la vida cotidiana. No es un apéndice más con tintes “espiritualizantes”, sino que forma parte de las grandes afirmaciones de fe que se van desvelando y concretando con el paso del tiempo.

En el Apartado II, “La sabiduría de los relatos bíblicos”, se hace un pequeño recorrido por algunos textos (todos del AT, salvo una mención bastante marginal del Apocalipsis). Comenzando por los relatos de creación del Génesis y siguiendo con la historia de Caín y Abel, los Salmos y algunos profetas, se van desgranando algunas ideas clave que enumeramos:

– Los relatos están compuestos desde un “lenguaje simbólico y narrativo”, por lo tanto, hay que leerlos desde esta perspectiva. No pertenecen a otros tipos de lenguaje como el científico-técnico, por ello no se pueden emplear para rebatir o argumentar en este otro ámbito.

– Desde la creación se establece un mundo de relaciones en el ser humano: Dios-prójimo-tierra. Todas estas relaciones están unidas y son interdependientes. Pero esta dependencia relacional se rompe y queda herida como fruto del pecado, cuando pretendemos ocupar el lugar de Dios y nos negamos a reconocer nuestros límites. Pero si aceptamos esta sana fragilidad de sabernos hijos y no dioses (también los no creyentes), podremos descubrir que no somos los dueños de nada: “la tierra nos precede y nos ha sido dada”. Es más: “Dios niega toda pretensión de propiedad absoluta” de la tierra y del prójimo.

– Lo que antes era una relación armoniosa ahora se convierte en un conflicto, no solo a nivel externo sino también interno (dentro de cada uno de nosotros) por querer ocupar el lugar de Dios.

– La armonía perdida todavía es posible y real, y de ello tenemos muchos ejemplos en la humanidad. El Papa cita a San Francisco de Asís como modelo de relación armoniosa con todas las criaturas, llegando a decir que es “como una sanación de aquella ruptura”. Por lo tanto, la esperanza no solo es posible, sino que es real y actual. Al hablar de Noé se hace patente: “¡Basta un hombre bueno para que haya esperanza!”.

– En algunos relatos bíblicos los demás seres vivos son sujetos de protección por parte de Dios. Por ello, no se pueden considerar como meros objetos al servicio del ser humano. Incluso ellos (también los objetos inanimados), en algunos Salmos, alaban con su sola presencia al Dios del que proceden. Y aquí se inserta una cita de los obispos alemanes que vale la pena tener muy en cuenta: “Se podría hablar de la prioridad del ser sobre el ser útiles”.

– Para nuestro género de vida actual también han de tenerse en cuenta los ritmos de la naturaleza y los necesarios “descansos”, que están íntimamente unidos al orden de la justicia y la solidaridad. Ese sentido tienen las instituciones bíblicas del Shabbath (semanal), el año sabático (cada siete años) y el jubileo (cada 49 años). En todos ellos descanso-alabanza (también de los animales y las tierras de cultivo), perdón de las deudas y distribución de los bienes a los más necesitados, están íntimamente unidos. Es el intento de una vuelta a la armónica creación primera, en la que no existía la propiedad excluyente, sino el compartir que crea comunidad y comunión.

Esto toca de lleno el centro de nuestra vida por el Reino y la capacidad de ser signo, aunque sea frágil y minoritario. Nuestras comunidades y misión han de tener muy en cuenta esta faceta de descanso que crea justicia y solidaridad, para poder escaparnos de ese activismo que solo suele disfrazar un vacío interior y la búsqueda de uno mismo, aunque esté envuelto por el celofán de un esfuerzo bondadoso y de una laboriosidad ejemplar. Los tiempos gratuitos, que no significan no hacer nada, hoy son muy necesarios para significar que regalamos lo que nos fue regalado y perdonamos lo que nos fue perdonado.

También supone una revisión de las formas de propiedad que tenemos, no solo a nivel personal, sino, sobre todo, institucional. Por ejemplo, el uso que hacemos de los inmuebles en los que vivimos o realizamos la misión, las inversiones que tenemos en fondos o valores que, por lo menos, son dudosos éticamente, algunas obras que solo buscan el beneficio económico sin tener en cuenta el bien social, la capitalización  que, a veces, se hace tan alegremente… Todo ello no es lícito para nuestra forma de vida. Es más, deberíamos ser mucho más claros y diáfanos a la hora de mostrar la información económica a nivel interno y a nivel externo, buscando estándares éticos elevados que hoy ya se exigen a formas de economía social y solidaria.

El Apartado III lleva el título de “El misterio del universo”. La primera clave que nos ofrece el Papa es fundamental: en la tradición judeo-cristiana decir “creación” es más que decir naturaleza, ya que implica un proyecto amoroso y providente de un Dios, que sigue estando presente y actuante en ella. Este amor es, incluso, definido como “ternura”, “cariño”, que abraza todos los seres y todas las cosas, “hasta la vida más efímera del ser más insignificante”.

Por otro lado, la tradición religiosa a la que pertenecemos, también se encargó de “desacralizar” la naturaleza. Es decir, la naturaleza no es Dios. Ello implica que el ser humano tiene una responsabilidad en su cuidado (cuidado otorgado por el mismo Dios).

Es más, ante nuestros ojos la creación se manifiesta como bella, pero también como frágil. Esta fragilidad de la naturaleza apela a replantearnos nuestra acción sobre ella y, también, a terminar con el mito del “progreso material sin límites”, que tanto daño ha causado y sigue causando.

A partir del número 79 de este apartado y hasta el final del mismo, se complica un poco el lenguaje y los conceptos. Se quieren abordar muchas cuestiones “teológicas” y “filosóficas” en un espacio muy breve:

– La evolución y el puesto principal que el ser humano encuentra en ella, que supone un salto cualitativo distinto al mero dinamismo evolutivo (acción directa de Dios por amor).

– El carácter abierto de la creación y la necesaria cooperación del ser humano en su desarrollo.

– El problema del mal en una creación que es buena y bella por principio (por ejemplo cómo explicar enfermedades o fenómenos naturales destructivos, que no tienen nada que ver con la acción directa del ser humano y que tampoco se pueden explicar por la presencia de un ser maléfico e independiente de la acción de Dios).

– El lugar del Espíritu Santo en este “sistema abierto”, como actor que nos ayuda a sacar bienes de los males “naturales” y a potenciar nuestra creatividad.

– La relación entre la autonomía y libertad de los seres y ecosistemas, por una lado, y la “presencia divina” que forma parte de ellos mismos, pero que no los puede condicionar como si fuesen marionetas.

Todas estas cuestiones son simplemente esbozadas y hubiesen necesitado de un desarrollo más pausado y, por tanto, más claro.

Esta claridad, que se echa un poco en falta en el Apartado III, la encontramos en el desarrollo del Apartado IV: “El mensaje de cada criatura en la armonía de todo lo creado”. En él se da sentido a una visión de conjunto (“holística”), que hace contemplar el todo de la creación sin quedarnos en las pequeñas partes aisladas del conjunto, para percibir la presencia de Dios y su impacto en nuestra experiencia de Él. Esta visión está en consonancia con las tendencias filosóficas y ecológicas que siguen este mismo camino desde presupuestos científico-técnicos.

Se habla de la creación como una “revelación” que se “añade” a la Escritura: “Podemos decir que, junto a la Revelación propiamente dicha, contenida en la Sagrada Escritura, se da una manifestación divina cuando brilla el sol y cuando cae la noche”. Esta idea “teológica” no es nueva, pero sí que existe una novedad en el carácter interdependiente de toda la creación, como un libro que se ha de leer en su conjunto y no por pequeños capítulos. Es más, de ello se desprende que “ninguna criatura se basta a sí misma, que no existen sino en dependencia unas de otras, para complementarse y servirse mutuamente”.

De este modo, historia y naturaleza (creación), quedan íntimamente unidas. Nos da la imagen, más completa, de un Dios revelado en los acontecimientos concretos de nuestras vidas individuales y sociales, pero también en ese conjunto indivisible de lo que percibimos, admirados y agradecidos, con todos nuestros sentidos y del que formamos parte.

El Apartado V lleva por título “Una comunión universal”. La afirmación de la que se parte es que todas las criaturas tenemos un Padre común (un mismo Creador) y ello nos une con “lazos invisibles”.

Por tanto, este origen común ha de suponer un “respeto sagrado, cariñoso y humilde” para con todos los seres y ecosistemas, sin olvidar que la creación no es Dios y que el ser humano tiene una responsabilidad mayor debido a su “valor peculiar” en todo este conjunto.

No todos los seres tienen la misma relevancia ética y lo primero que debería tener en cuenta el ser humano es a sus prójimos, en primer lugar a los más pobres y olvidados. La conclusión lógica de Francisco es evidente y alerta de posibles abusos: “Todo está conectado. Por eso se requiere una preocupación por el ambiente unida al amor sincero hacia los seres humanos y a un constante compromiso ante los problemas de la sociedad”. De este modo se puede crear una “comunión universal” en la que “nada ni nadie está excluido de esta fraternidad”.

El siguiente Apartado es el VI y lleva por título el “Destino común de los bienes”. En él se recoge toda la tradición de la Iglesia, desde la Patrística hasta los últimos documentos de la Doctrina Social de la Iglesia. Ello implica la referencia siempre mantenida por la tradición y el magisterio de que la propiedad privada está subordinada a este destino común de los bienes y siempre ha de tener una función social.

Por ello, no habrían de caber ni privilegios ni exclusiones apelando al derecho a la propiedad privada, ya que la tierra ha sido creada por Dios para todo el género humano. Todo ello se concreta con una cita de Juan Pablo II: “La Iglesia defiende, sí, el legítimo derecho a la propiedad privada, pero enseña con no menor claridad que sobre toda propiedad privada grava siempre una hipoteca social, para que los bienes sirvan al destino general que Dios les ha dado […] no es conforme con el designio de Dios usar este don de modo tal que sus beneficios favorezcan solo a unos pocos”.

La novedad de la encíclica recae en la extensión de este destino común de los bienes en referencia a las generaciones futuras. Ellas también forman parte en la actualidad de los herederos de los bienes (no solo económicos sino también de disfrute estético, como ya se dijo con anterioridad en la encíclica).

Nadie es dueño, solo somos simples administradores y cuidadores de un futuro posible a los que han de venir: humanos, seres vivos y ecosistemas. Y termina con una frase de los obispos de Nueva Zelanda que ahonda en esta perspectiva y se preguntan qué significa hoy el mandamiento de “no matarás” cuando “un veinte por ciento de la población mundial consume recursos en tal medida que roba a las naciones pobres y a las generaciones futuras lo que necesitan para sobrevivir”. En este 20% nos situamos nosotros.

Y el último Apartado, el VI, nos habla de la “Mirada de Jesús” en relación con la creación. Jesús continua la tradición de su pueblo que entiende a Dios como Creador, pero da un paso más al mostrárnoslo también como Padre.

Un Padre que tiene una preocupación y un cuidado exquisito con todas las criaturas: “¿No se venden cinco pajarillos por dos monedas? Pues bien, ninguno de ellos está olvidado ante Dios” (Lc 12,6) o “Mirad las aves del cielo, que no siembran ni cosechan, y no tienen graneros. Pero el Padre celestial las alimenta” (Mt 6,26). Se destaca su capacidad de admiración y comunión con la naturaleza. Y, sobre todo, que no fue “un asceta separado del mundo o enemigo de las cosas agradables de la vida”. Aquí la cita de Mt 11,19 tiene gran importancia porque nos da una imagen de Jesús que, a veces, solemos dejar de lado: “Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen que es un comilón y un borracho”. Él es el que contempla y disfruta de los bienes de la naturaleza y no alguien que “despreciase el cuerpo, la materia o las cosas de este mundo”.

Por ello, se tendrían que corregir muchos de los dualismos que todavía hoy sobreviven en la concepción cristiana y que no le son propios, sino herencia de otras cosmovisiones como la griega: no puede haber una oposición entre materia y espíritu.

Es más, en la encarnación (“se hizo carne”) la misma Trinidad asume en la persona del Hijo a todo el cosmos creado y por ello “desde el comienzo del mundo, pero de modo peculiar a partir de la encarnación, el misterio de Cristo opera de manera oculta en el conjunto de la realidad natural, sin por ello afectar su autonomía”. Así, creación, encarnación y resurrección afectan no solo a los seres humanos, sino a todos los seres vivos y a sus ecosistemas, a su conjunto. Y no sólo al final de los tiempos donde todo será reconducido en Cristo, sino también en el aquí y ahora de una “presencia luminosa de Dios” en todo ello.

(M. Tombilla, Dios en verde, en VR (2017) 123-4.34-39).