Sin embargo, el anuncio de la resurrección va creciendo. Incluso, aunque no creen en las mujeres, Pedro y Juan corren al sepulcro. Y Juan ve el silencio de las señales y cree. Los dos discípulos del camino reconocen a Jesús en un albergue y regresan a Jerusalén. El mismo Resucitado viene al encuentro de Pedro y de los discípulos atravesando las puertas que habían cerrado. Y Jesús extiende las manos ante las dudas de Tomás: «Pon aquí tu dedo, y ve mis manos». Poco a poco, en torno a aquello que primero declararon imposible, los discípulos de Jesús ahora se reúnen y viven.
Siempre tendremos que sumergirnos en el sentido de la muerte de Jesús si queremos entender el sentido de su resurrección. También, como Magdalena tenemos que peregrinar bien temprano, aún de noche, hasta el sepulcro. Tenemos que entrar en el sepulcro, siguiendo a Pedro y Juan, e interrogarnos como ellos: ¿qué muerte fue aquella que estas gasas envolvieron? ¿Por qué murió Jesús que estuvo enrollado en este sudario ahora vacío? En nombre de qué, ofreció su vida? Tendremos que recorrer nuestro camino de Emaús y escuchar de Él: «¿no debía el Mesías sufrir todo esto, para entrar en su gloria?». Normalmente, vemos para creer –es esa la forma más común de andar por la vida–. Sin embargo, el Resucitado nos enseña que solo creyendo podremos ver; solo aceptando no tocar el cuerpo del Resucitado lo podremos tocar; solo acogiendo el misterio y la distancia podremos verdaderamente vivir la intimidad pascual.