La pandemia es una más de las muchas desgracias que han aparecido desde los comienzos de la humanidad. Es una consecuencia de nuestra naturaleza finita. El mundo tiene sus límites. La limitación, el “no ser dioses”, es el precio de la vida. Pero, por suerte para nosotros, hay un Dios que dirige la historia y los acontecimientos. Pero no lo hace interviniendo y coartando nuestra libertad, porque entonces sería un Dios no consecuente con la maravilla del ser humano libre que ha creado. Dios siempre actúa a través de “causas segundas”, dicen los teólogos y repite el Catecismo de la Iglesia Católica. O sea, actúa a través de la inteligencia, la bondad y la libertad humanas.
¿Dónde está Dios en esta pandemia? En el esfuerzo de tantos médicos y sanitarios que, con pocos medios, jugándose a veces la vida, han hecho lo posible por curar a los enfermos. En la solidaridad de muchos cristianos que se han ayudado entre ellos y han ayudado a los demás. En la inteligencia de los especialistas que están buscando una vacuna. En la disciplina de tantas personas que han quedado confinadas en sus casas. En la oración serena de las monjas contemplativas. En la pena de quienes no han podido despedirse de sus seres queridos. En la sensatez de nuestros Obispos al dispensar el precepto dominical e invitarnos a la prudencia y a obedecer a las autoridades civiles. Ahí está Dios, ahí está su Espíritu de sabiduría e inteligencia.
¿Será posible que los creyentes no nos demos cuenta de eso? Pero, ¿qué catequesis y qué formación religiosa hemos recibido, si no nos damos cuenta de eso, y pensamos en castigos estúpidos, indignos de un Dios amigo, (“amigo”: a ver si nos enteramos), amigo de los pecadores. No he dicho de los cumplidores, he dicho de los pecadores.