¡“Amar a Jesús”! No lo demos por supuesto. No creamos que “amar a Jesús” es lo más sencillo y fácil de entender. Pensémoslo antes de dar una respuesta inmediata y afirmativa. Sería un modo superficial de abordar la cuestión y no responderla.
Hay una cuestión previa que hemos de plantearnos: ¿Qué significa –para mí– “amar”?
¿Qué significa hablar de “amor” cuando el destinatario de mi amor es Dios, Jesús, el Espíritu Santo? Es muy difícil responder. El mandamiento principal de la Alianza nos lo pide, nos lo exige:
“Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y al prójimo como a ti mismo” (Mc 12,30;
Lc 10,27).
Jesús le preguntó a Simón Pedro tres veces:
“Simón hijo de Juan, ¿me amas?” (Jn 21, 15-16).
Tomemos mayor conciencia de esta dimensión tan fundamental en nuestra vida de consagrados: ¿qué tipo de relación amorosa mantenemos con Dios nuestro Padre, con Jesús Resucitado, con su Espíritu?
Para ello propongámonos tres momentos de meditación: 1. Lejanía superada. 2. Riesgo asumido. 3. Don acogido.
Lejanía superada
¿Podemos amar a Jesús cuando de Él nos separan tantos siglos? ¿No estamos condenados a amar más la idea de Jesús (su doctrina, los valores que Él representó) que a Jesús mismo, cuya realidad nos es temporal y geográficamente inaccesible?
Amor a Jesús ¿amor a una idea abstracta?
Jesús no es una idea, no es un tema, no es un ideal moral o ético, no es “algo” capaz de entusiasmar. Pero es muy fácil caer en ese equívoco: se habla de valores, de propuestas, de… Pero no se conecta con la persona, Jesús es “alguien”.
Quienes sienten que Jesús es una “idea” recogen todos los datos neo-testamentarios sobre Él. Descubren en ellos una figura llena de simbolismo y atractivo, que representa todo lo que el ser humano sueña, desea: es el Jesús de los valores del Reino, el Jesús de los desfavorecidos, los pobres y los marginados, el Jesús de la ética humanizadora y liberadora. Lo importante no es Jesús mismo, sino la antropología integral que en su figura se descubre, la idea absoluta que en Él emerge: es el Logos, la Vida, lo Mesiánico y Apocalíptico, la Revelación suprema del universo, el Cristo cósmico.
Así como hay personas enamoradas de las matemáticas o de una teoría política, así también habría personas enamoradas de la cristología, de la teología, de los valores del Reino a cuyo servicio estuvo Jesús. El amor no es hacia Jesús, sino hacia su causa, hacia todo aquello que Él movilizó.
No es difícil que entre nosotros también se instaure este tipo de amor a los valores que Jesús representa; y que, en cambio, su persona no genere una relación íntima de amor.
Amor a Jesús ¿a tanta distancia y lejanía?
Hay quienes también se preguntan si no es una quimera amar a una persona tan alejada de nosotros en el tiempo, en el espacio, como Jesús de Nazaret que vivió en Palestina, hace 2000 años.
En nuestra profesión de fe ciertamente confesamos que Jesús “resucitó de entre los muertos y está sentado a la derecha del Padre”. Esto, lo traducimos así: Él está en medio de nosotros y así nos lo prometió: “estaré con vosotros, todos los días, hasta el confín del mundo” (Mt 28,20); pero, por otra parte, también confesamos que “subió al cielo” y que “vendrá” –en futuro–.
La confesión de fe en esa presencia-ausencia invisible del Resucitado y Sentado a la derecha del Padre en el cielo, se nos convierte en una nueva pregunta: ¿podemos establecer con Él una auténtica relación de amor? Los primeros cristianos sí podían decir: “Lo que hemos visto y oído, lo que han tocado nuestras manos respecto al Verbo de la Vida…” (1Jn 1,1-3).
En contraposición la primera carta de Pedro constata lo contrario:
“No le habéis visto y sin embargo le amáis (οὐκ ἰδόντες ἀγαπᾶτε,)” (1Pe 1,8).
¿Se puede amar a una persona cuya presencia escapa totalmente a nuestros sentidos?
Hay personas enamoradas de personajes históricos; los reconstruyen en sí mismos amorosamente, les dan culto, entablan diálogos imaginativos con ellos… Salvan así, la distancia temporal y espacial con la inteligencia emocional, imaginativa y afectiva. Pero ello, no supone una inter-relación real: un diálogo amoroso cierto, sino más bien imaginado. Distinto es el caso de nuestros seres queridos –con los que hemos convivido– que ya partieron a la otra vida, se encuentran en Dios, en su misterio, con los cuales seguimos manteniendo lazos de amor, pero también de ausencia.
La cercanía física, inmediata y el intercambio en el amor son elementos importantes en nuestra experiencia de amor. El poeta mejicano Alfonso Junco lo expresó magníficamente en su poema –que también hemos incluido en la Liturgia de las Horas– “Así: te necesito de carne y hueso… Carne soy y de carne te quiero… Los dos de carne y hueso”. Los seres humanos necesitamos la cercanía física, inmediata; sentimos la necesidad de expresarnos en un intercambio personal de amor mutuo como personas reales y concretas.
En el amor… siempre hay distancia
Pero, incluso en la cercanía física, siempre hay una distancia. Hasta cuando los cuerpos se unen se experimenta la distancia, la distinción. El amor es una tarea permanente, nunca cumplida. En el amor coexisten diversidad y unidad. En el amor al “otro” la diferencia se muestra en que no podemos absorberlo, ni someterlo, ni eliminar su peculiaridad, aunque intentemos superarlo.
A pesar de todo, la distancia espacial y temporal no hace imposible el amor. La fidelidad tiende un puente sobre la distancia que siempre separa a quienes se aman:
“La ausencia es al amor lo que el viento es al fuego; extingue lo pequeño, e inflama lo grande” (Roger de Bussy-Rabutin).
Si la distancia suprimiera el amor habría entonces que dudar si ese amor es auténtico: ¡el verdadero amor supera distancias y barreras! Por eso, se puede amar a Jesús por Él mismo, con amor verdadero, auténtico e inmediato:
“Podemos presuponer que Jesús vive en Dios Padre, y que su Espíritu se derrama sobre nosotros. Que Él toma la iniciativa en su amor hacia nosotros y que su Espíritu hace posible que lo amemos” (Karl Rahner).
Riesgo asumido
Los seres humanos nos relacionamos y amamos con diversos grados de intensidad.
En el amor de enamoramiento, en la amistad, salimos de nosotros mismos y nos aventuramos a la comunicación íntima con otra persona. El motor de tal comunicación no es la mera curiosidad, sino algo así como una puerta que se nos abre, un magnetismo que nos seduce y que nos permite recuperar una más clara identidad.
Lo que motiva nuestra entrega a la persona amada o amiga no son un cierto número de razones; no son suficientes. En la entrega al amor, a la amistad es inevitable correr un riesgo. La confianza en otra persona sobrepasa las razones que podamos aducir:
“toda relación de confianza y de amor tiene mucho de “exceso y de riesgo. Amar es una decisión arriesgada”.
Cuando el amor adquiere las características del “amor romántico” nos encontramos con “el mayor sistema energético individual de la psique”2.
Es arriesgado amar apasionadamente. Y más todavía a Jesús, rodeado de misterio, de cercanía y lejanía, de presencia y ausencia. Él mismo invitaba a sus discípulos a asumir ese riesgo: dejar padre, madre, hijos e hijas, posesiones por Él.
“Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre y a su mujer y a sus hijos y a sus hermanos y a sus hermanas, hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,26).
Pablo decía que todo lo consideraba “basura” comparado con Cristo Jesús:
“Es más, considero que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por Él perdí todas las cosas, y las considero como basura con tal de ganar a Cristo” (Flp 3,8).
El amor romántico hacia Jesús es aquel que emerge en las etapas místicas de la espiritualidad cristiana. San Juan de la Cruz lo plasmó bellísimamente en la estrofa 32 de su Cántico Espiritual:
“Cuando tú me mirabas,/ su gracia en mí tus ojos imprimían,/ por eso me adamabas/ y en eso merecían/ los míos adorar lo que en ti vían”.
Solo cuando aceptamos y amamos a Jesús por lo que Él es, y no solo por lo que sabemos acerca de Él, ni por la idea que de Él tenemos, solo, cuando nos arriesgamos a perderlo todo por Él, solo entonces comienza nuestra verdadera relación con Él, nuestra aventura.
Don acogido
El gran teólogo protestante Karl Barth decía que Jesús es nuestro “contemporáneo”. Él nos prometió no dejarnos huérfanos, sino que nos enviaría su Espíritu; y que el Espíritu haría memoria de Él y nos guiaría hacia la verdad completa. El Espíritu hace presente a Jesús resucitado en cada celebración Eucarística, en la proclamación de la Palabra de Dios, en cada uno de nosotros cuando el mismo Espíritu clama ¡Abbá!, ¡Señor Jesús! El Espíritu Santo actualiza en todo momento la presencia de Jesús y el significado de Jesús para la humanidad.
¡No sabemos amar como conviene! ¡El Espíritu viene en nuestra ayuda!
Hemos visto que nuestro amor tiene la capacidad de superar barreras de tiempo y de espacio. Pero, hemos de añadir que nuestra capacidad de amar está potenciada en nosotros por “el amor de Dios derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu que nos ha sido dado” (Rom 5,5).
Gracias al Espíritu y su amor derramado en nuestros corazones “podemos amar como conviene”. El Espíritu nos conecta con Jesús de la forma más sublime e intensa. ¡Podemos amarlo con inmediatez! Más incluso que cuando vivía con nosotros. ¡El Espíritu hace a Jesús nuestro contemporáneo! Gracias al mismo Espíritu, Jesús se nos acerca cuando deseamos amarlo, abrazarlo, estar permanentemente en su presencia. Y por eso, nos prometió: “estaré con vosotros todos los días….” (Mt 28,19-20).
El amor a Jesús no es solo nuestro, sino un amor en perichóresis, es decir, en circularidad –en danza– con el amor de Dios:
“Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que escucháis no es mía sino del Padre que me ha enviado” (Jn 14,23).
Cuando el amor se derrama en nosotros, amamos a Jesús y nos convertimos en discípulos, en seguidores suyos. No se trata de obediencia a una norma. Sino de puro amor.
“Podemos leer las Escrituras como cuando dos amantes se miran el uno al otro y viven juntos su vivir cotidiano. Dejamos que Él diga algo a nuestra vida” (Karl Rahner).
El Espíritu Santo nos revela a Jesús; derramado en nuestros corazones, hace en nosotros memoria de Jesús; nos hace reconocerlo de verdad en la Palabra, en el Sacramento, en la Comunidad, en la humanidad, en el cosmos.
Amar a Jesús es proceso, aventura, riesgo, promesa. El amor nunca se siente satisfecho. Siempre encuentra nuevas formas de presencia, de entrega. Se encuentra el amor a Jesús –como san Juan de la Cruz– subiendo al monte Carmelo, o llegando a la séptima morada –como Teresa de Jesús–, o bajando hasta la miseria humana y los descartados de este mundo –como Juan de Dios–. El encuentro amoroso y apasionado con Jesús tiene las expresiones más paradójicas que nos podemos imaginar
La Iglesia de quienes aman apasionadamente a Jesús
El Espíritu es el Testigo y Maestro interior. La Iglesia-comunidad de fe es para nosotros el testigo y la maestra exterior:
“El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven, Señor Jesús!” (Apoc 22,17).
Desde nuestro bautismo la Iglesia-madre nos ha cuidado, nos ha ido educando. Nos ha hablado de Jesús con mil lenguajes. Y así ha ido creciendo en nosotros la llama del amor a Él:
“No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en Él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación”(1Pe 1,9).
Y ¡todo gracias a la Iglesia! Gracias a esa comunidad que en cualquier parte nos ha ido saliendo al encuentro: la Iglesia familiar, la Iglesia de la escuela, la Iglesia de la parroquia, la Iglesia de nuestros seminarios, noviciados, escolasticados, teologados, comunidades, la Iglesia cómplice del Espíritu en la misión. Y la Iglesia presente en los miembros del Cuerpo de Cristo: en hermanos y hermanas individuales de hoy y de ayer que nos han impulsado a crecer en el amor a Jesús, en conocerlo más para amarlo más, en sentirlo en medio de nuestro mundo y más allá de las fronteras de la Iglesia.
La Iglesia de ayer y la Iglesia de hoy: entrar en ella es entrar en la escuela del amor a Jesús. Y es muy importante el testimonio de la Iglesia “hoy”, de la Iglesia “contemporánea”.
El Jesucristo vivo, presente a través del Espíritu en la Iglesia y en todos los miembros con los cuales formamos un Cuerpo nos muestra cuánto nos ama, y así hace arder nuestro corazón de amor hacia Él.
El amor a Jesús no entra en competitividad con otros amores. Podemos amar verdaderamente a cualquier persona sin que ese amor sea reprimido o atenuado por el amor a Jesús. El amor al prójimo es incluso un presupuesto para amar a Jesús. ¿Cómo podemos amar a Jesús a quien no vemos, sino amamos al prójimo a quien vemos? Amando al prójimo amamos a Jesús y amando a Jesús amamos al prójimo y al prójimo como hermano o hermana de Jesús.
La experiencia histórica de la Iglesia nos dice que es posible amar a Jesús, ir configurándose con Él, llegar a un amor apasionado como revelan los místicos, llegar a identificarse con su vida: “no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”, “el que murió y se entregó por mí”.
Nuestros Fundadores y Fundadoras acabaron sus vidas en-amorados de Jesús, identificados con Él. No fue fruto de su esfuerzo voluntarista, sino acogida de una gracia que cada vez los agraciaba más. No partió de ellos y ellas. La iniciativa fue de Dios. Así hicieron de Jesús el centro de su pensar, su querer, de toda su existencia.
Jesús: el amor que da sentido a nuestra vida
No es evidente que la vida humana tenga sentido. Hay quienes nos dicen que la vida se desvanece últimamente en el vacío, en la muerte. Nuestra fe cristiana nos dice lo contrario: la vida, la historia, el mundo, tiene sentido y finalidad. Pero, aunque nos lo diga, cuando nos preguntamos por el sentido total y definitivo de la existencia humana, nos encontramos con el Misterio: y a él nos entregamos calladamente, con amor y adoración. Nosotros no podemos dominar, captar, penetrar el sentido. Es el misterio que se apodera de nosotros. Pero ese misterio es el Misterio de Cristo Jesús. Él es la respuesta al sentido que Dios Padre nos ofrece.
En Jesús tenemos a un hombre que vive en actitud de insuperable cercanía de Dios, en pura obediencia a Dios y, al mismo tiempo, en solidaridad incondicional con los seres humanos. Esta doble solidaridad es mantenida incondicionalmente por Jesús. Por eso, murió y fue resucitado.
El destino y la persona de Jesús tienen un significado particular. Él nos declara que el amor de Dios que perdona y se entrega se ha vuelto hacia nosotros de manera definitiva e irrevocable. El Jesús aceptado definitivamente por Dios en su muerte-resurrección implica para nosotros también nuestra aceptación definitiva, a pesar de nuestro pecado y nuestra finitud. En Jesús descubrimos el Sí de Dios al mundo.
1 Lo hizo en su libro: Amar a Jesús, amar al hermano, publicado en español por la editorial Sal Terrae en 1983. Un año antes había sido publicado por primera vez en alemán con este título: Wass heisst Jesus lieben? Wer ist dein Bruder?, Herder, Freiburg 1981.1982.
2 Cf. Johson, Robert A., We. Comprender la psicología del amor romántico, Ed. Escola de Vida/Valores, Madrid 2016, p. 17.