(Bonifacio Fernández). ¿Porqué seguir escribiendo sobre Jesucristo y el seguimiento de Cristo? ¿No está ya todo dicho y redicho? ¿Qué más se puede añadir a la experiencia de los grandes seguidores de Jesús como son Orígenes, Gregorio de Nisa, Agustín, Francisco de Asís, Domingo de Guzmán, S. Kierkegaard, D. Bonhoeffer, Charles de Foucauld…?
La pregunta y el planteamiento no son inocentes. Revela, tal vez, la secreta convicción de que la Palabra está ahí, que es perenne, que la teología, más merecedora de tal nombre, participa también del carácter de permanencia. Y, sin embargo, las cosas no son del todo así.
Nosotros cambiamos. Y cambiamos velozmente. Los conocimientos de que hoy disponemos se parecen poco a los del pasado. La experiencia de nuestra existencia individual y colectiva está hoy alimentada por fuentes nuevas, al menos con nuevas aguas. Las magnitudes del universo se han agigantado. El enigma del mundo que nos rodea parece cada vez más inabarcable.
La teología tiene su historia.
La espiritualidad tiene su historia
La salvación tiene su historia.
Vivimos en una sociedad cambiante: la familia, los estados, las universidades.
Como hombres y mujeres seculares y posmodernos tenemos a nuestras espaldas –y espero que en nuestros corazones– las revoluciones científicas, tecnológicas, culturales, antropológicas, digitales. Hemos vivido la modernidad, la posmodernidad; estamos en tiempo de globalización, en la sociedad de la información digital. Sufrimos el purgatorio del escepticismo con respecto al interés por la verdad, del relativismo con respecto a las convicciones, de la sospecha ideológica con respecto a las instituciones; sufrimos la desarticulación del sujeto en fragmentos y el esfuerzo por construir la identidad de forma abierta e inclusiva.
Esta situación de aceleración de la vida, gracias a las nuevas tecnologías, nos plantea, en toda su radicalidad, el problema de nuestra forma de vida. ¿Qué sentimiento global de la vida nos va quedando? ¿Un sentimiento trágico o un sentimiento efímero de la vida o un sentimiento nihilista o escéptico de la vida? ¿Qué expectativas tenemos de la vida? Nos parece que el tiempo del vivir es demasiado corto para poder conseguir una vida lograda y plena en sus potencialidades? ¿Tenemos la impresión generalizada de que esta vida no merece la pena ser vivida? ¿Será que la nostalgia del pasado y el miedo al futuro nos están privando de vivir el tiempo real que es el presente con sus oportunidades y sus dones?
¿Predomina el sentimiento de insatisfacción y de cansancio en los hombres y mujeres de hoy? Es cierto que se da la paradoja de que tenemos muchas más posibilidades para ser felices, pero no nos sentimos más felices que en otras épocas.
Es cierto que nos preguntamos qué esperamos de la vida, qué puede darnos y qué no está en grado de ofrecernos; pero la cuestión más radical es si la vida espera algo de nosotros para que nuestra vida tenga sentido. Si desgajamos el tiempo de la vida de su anclaje en la eternidad del proyecto de Dios y en la finalidad del mismo se nos queda corta por todas partes. Tal vez queramos retener el tiempo, pero la muerte no tarda; tal vez queramos ignorar el paso del tiempo y busquemos la forma de lograr el sueño de la eterna juventud, pero termina en el fracaso.
La perspectiva de tener una misión en la vida, de que la vida cuenta con nosotros supone en realidad que esta vida se mueve según un plan de libertad, que no es un mero destino. Y esta convicción básica supone que nuestro tiempo está anudado a la eternidad. El tiempo de cada uno constituye un leve eslabón en la cadena de las generaciones, pero la cadena tiene un origen y tendrá un final. Pretender reducir el tiempo de la vida al momento presente es reducir la existencia humana y meterla en un callejón sin salida.
Sin raíces en lo definitivo, la vida humana en el tiempo se vuelve más frágil, y, por ende, más manipulable y manejable por los poderes sociales, económicos y políticos. En el mundo de lo meramente provisional, los seres humanos fácilmente nos masificamos y renunciamos al protagonismo de nuestras vidas. Nos adaptamos a una forma de vida que no asume la responsabilidad personal de gestionar la propia vida como respuesta a la vocación de Dios al seguimiento de Cristo.
Como cristianos vivimos de la pasión por Jesús. Él es para el creyente consagrado el término de una búsqueda apasionada y continuada. Lo buscamos desde las posibilidades humanas de la acción, la inteligencia y el corazón. Recordamos que las primeras comunidades cristianas invirtieron mucha esperanza en la tarea de enseñarnos quién es Él, cómo vivió su origen y ambiente judío, por quién se tuvo, cuál fue su pretensión y objetivo vital, cómo fue su relación con Dios, con el Reino.
Otras generaciones se han acercado a Él con la misma pasión de amor utilizando los conocimientos de la filosofía, de la historia, de la psicología, de la sociología, de la literatura. El interés es conocerlo mejor. Descifrar mejor los gestos de su amor, penetrar en su persona-
lidad misteriosa. Saborear con Él los sentimientos de Hijo y las esperanzas de Mesías.