¿CÓMO AYUDA LA COMUNIDAD CONSAGRADA EN LA INTEGRACIÓN AFECTIVA DE LA PERSONA?

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(Álvaro Rodríguez Echeverría. La Salle. Costa Rica). Seguir a Jesucristo hoy es lo que da pleno sentido a nuestra vida de consagrados y consagradas. Su persona despertó, lo que dijo Jeremías hablando de su vocación, una “seducción” irresistible, y que el profeta califica de “violenta”, para expresar la fuerza con que se imponía. Cuando los discípulos se sintieron atraídos por Jesús, no les importó dejar cuanto tenían para seguirle y dar un vuelco a su vida. La integración de nuestra afectividad nace de esta experiencia fundante que supone un itinerario personal, único e irrepetible, pero también, un sostén comunitario que nos permita luchar contra la mediocridad y superficialidad y vivir apasionadamente nuestra vocación.

Yo te llamé por tu nombre, tu eres mío (Is 43,1): Por una parte, soy alguien único y precioso para Dios, por otra, a nivel humano dependo en gran medida de los demás y a nivel espiritual mi amor a Jesucristo no es auténtico si no se expresa en amor a mis hermanos y hermanas. Aquí debemos situar el rol fundamental de la comunidad en la integración de mi afectividad. La relación afectiva con mis hermanos o hermanas es una mediación indispensable de mi relación con el Señor. Se trata de un apoyo en la doble vertiente humana y espiritual. A nivel humano el amor de mis hermanos me ayuda a saturar las valencias afectivas nunca satisfechas, que no hace necesario el tener que buscar compensaciones afectivas fuera del ambiente de la comunidad; a nivel espiritual mi relación con ellos me permite descubrir el rostro y la ternura de Dios y me impulsan a una auténtica amistad con Jesucristo, razón última de nuestro vivir juntos.

Nuestro vivir juntos demuestra el poder del amor de Dios que nos reúne y que, en definitiva, nos hace vivir como hermanos. Este mismo amor fraterno me lleva a una actitud fundamental y necesaria a toda persona: la de reconocer en principio y a través de mis actitudes prácticas, que el otro es un ser único y aceptarlo como tal. El reto es que cada uno de nuestros hermanos se sienta reconocido y apreciado como lo que es, y que hagamos nuestra la mirada de Dios sobre él: Este es mi hijo amado en quien me complazco (Mt 3,17). Solo en el amor y como pasión de amor nuestra vida comunitaria tiene sentido.