El nacimiento en la carne, supone para Jesús una verdadera humanidad con todas sus consecuencias, y entre ellas el participar de las dinámicas y de los procesos físicos, psíquicos y espirituales propios de todo ser humano. Lucas lo tiene muy claro: Jesús iba creciendo…, o como les gustaba decir a los Padres de la Iglesia: «ese lento acostumbrarse del Espíritu a morar en la carne». Y en este sentido, la vida oculta de Jesús es fundamental para poder comprender al hombre adulto Jesús que a partir del Bautismo se hace públicamente presente por las tierras de Palestina. Jesús ha tenido que recorrer un largo camino, como lo hizo el Pueblo de Israel por el desierto, a través del cual se ha ido configurando, experiencialmente, una relación única y genuina con Dios que es la que nos anuncia, y los evangelios recogen, a través de palabras y gestos. En concreto, Jesús se presenta después de su Bautismo como el que anuncia la instauración de un orden nuevo de cosas que tiene a Dios como protagonista: el Reinado de Dios, pero no de cualquier Dios, sino de alguien que es su Padre y nuestro Padre. Anuncio nuevo, original por la experiencia y por sus consecuencias y, sin embargo, en continuidad con una larga tradición. Por eso se habla de continuidad y discontinuidad al mismo tiempo.
En este retiro nos proponemos encontrarnos de nuevo con Jesús el Cristo, conocer más a este Señor que no es un Dios lejano y distante. Es un Dios que no pone barreras entre Él y nosotros. Al contrario, aprovecha cada ocasión para hacerse el encontradizo. Es un Dios de vivos y no un Dios de muertos. Es el Dios de la vida, más íntimo a nosotros que nosotros mismos. Nos empeñamos en buscarle fuera de nosotros y así es muy difícil, por no decir imposible, que demos con Él.
Dios, en Jesús, se ha hecho uno de nosotros, se ha hecho humano, para que no-sotros no tengamos que abandonar nuestra condición y realidad humanas para encontrarnos con Él. Somos templos del Espíritu Santo (1Cor 3,16-17). Por eso, si hay un lugar privilegiado en el que habita y actúa el Señor, es precisamente en nosotros mismos. Quizás tengamos que ir aprendiendo a dirigirnos al Señor de otra manera: no como a alguien que está fuera de nosotros, sino como a Aquel que mora en nuestro corazón. Por esta razón es necesario el conocimiento propio, el conocimiento de nuestro propio corazón, porque la imagen que tenga de Dios está inevitablemente vinculada a la educación y a la formación recibidas. Conocimiento del Padre de Jesús, en el sentido bíblico de conocimiento. Un conocimiento amoroso, vivencial y transformador. Dice Dios en Ex 33, 20: «mi rostro no lo puedes ver, porque nadie puede verlo y quedar con vida». Esto lo interpretamos como que si vemos a Dios, Él nos destruye. Pero en realidad no quiere decir exactamente esto; su significado es mucho más profundo. Ver a Dios quiere decir conocerle, encontrarse con Él, y este encuentro no nos deja indiferentes. Contempladlo y quedaréis radiantes, proclama el salmo 33,6. Quien ve a Dios cambia, se transforma, muere al hombre viejo para renacer al hombre nuevo. El hombre viejo no queda con vida porque se transforma en una criatura nueva. Por consiguiente, nosotros ya no apreciamos a nadie por las apariencias y, aunque una vez valoramos a Cristo por las apariencias, ahora ya no. Por consiguiente, donde hay un cristiano, hay humanidad nueva; lo viejo ha pasado; existe algo nuevo (2 Cor 5,16-17).
Puede sucedernos que como creyentes sepamos que Dios es ‘Padre’, pero que no lo conozcamos en el sentido bíblico, experiencialmente, porque lo viejo no ha pasado y porque no existe algo nuevo en nuestra vida. No es, por lo tanto, un conocimiento transformador. Llamamos a Dios, ‘Padre’, y creemos en los evangelios, pero quizás sea solamente de una forma externa. Ser cristiano no es solo llamar a Dios, ‘Padre’, y creer en Jesús, sino experimentar que lo viejo ha pasado y que existe algo nuevo. O dicho de una manera más encarnada y concreta que verifica la novedad: «hermanos, entre vo-sotros tened los sentimientos propios de Cristo Jesús» (Filp 2,5).
Por consiguiente, un cristiano no es aquél que llama ‘Padre’ a Dios (eso lo puede hacer cualquiera). Con mucha facilidad hemos caído en un fácil “nominalismo” por el que creemos que por el hecho de denominar a Dios con el nombre de ‘Padre’, eso nos hace entrar en el régimen del Nuevo Testamento. Es algo mucho más serio y profundo. Quien tiene a Dios como Padre, es aquél que vive como hijo de Dios y como hermano de todos los hombres y mujeres. De ahí, que al cristiano lo conozcamos no por cómo denomina a Dios, sino en sus actitudes, y ese talante frente a la vida se manifiesta en frutos.
¿Qué características podríamos señalar de aquella persona que vive en actitud de filiación? Jesús es el Hijo, y su talante ante la vida es el de la filiación, por eso llamaba a Dios, ‘Padre’, y no al revés. Porque Padre es una expresión que engloba lo que Dios es para Jesús y que va a expresarse en unas actitudes concretas. Y por otra parte, este talante vital nos ayudará a redefinir lo que significa ‘Padre’, ya que, desgraciadamente, nuestras experiencias personales de padre, coinciden muy poco con la experiencia que Jesús tiene de su Padre. Vamos a detenernos en algunas de ellas: confianza, libertad y abandono.
Confianza
La vida de Jesús está totalmente referida a su Padre. Es una persona que vive confiadamente. Cuando digo que ‘vive’, no me refiero solo a su vida espiritual, sino a su vida en conjunto. No hay dos vidas: una espiritual y otra humana. La vida espiritual no es sino la única vida que tenemos pero vivida, inspirada y conducida por el Espíritu Santo. El Espíritu configura la vida entera del ser humano, y a esa vida poseída y guiada por el Espíritu Santo es a lo que llamamos vida espiritual, la del hombre espiritual.
Jesús tiene una actitud confiada ante la vida. Se sabe en las manos de su Padre. Se experimenta seguro, protegido, amparado, envuelto, sostenido por Alguien que le ama en lo más profundo de sí mismo. La vida así, merece la pena ser vivida. Ante los miedos y las amenazas que se presentan, como el salmista pone su confianza ante Dios: «Aunque camine por cañadas oscuras nada temo porque tu vas conmigo» (Sal 22). «Caerán a tu izquierda mil, diez mil a tu derecha, a ti no te alcanzarán» (Sal 90). Ambos salmos son un bellísimo canto a la confianza en Dios. Este sentirse y saberse amado en las mismísimas entrañas, le hace ver todo el acontecer de la vida con bondad y con benevolencia. Aunque tantas veces no entienda los planes de su Padre Dios, sabe que todo está envuelto, penetrado y atravesado por su Amor Incondicional.
Orientativamente se podría decir –siguiendo el punto de vista psicoanalítico– que esta actitud de confianza es la que tiene el niño que se sabe (saborea) amado por su madre. Es una actitud que, fundamentalmente, genera el amor materno. El Padre de Jesús también es Madre. Este amor materno le hace sentirse valorado y querido por dentro, y por eso no necesita que los demás le aprueben, ni que le den valor. En definitiva, la actitud de confianza la genera la experiencia vital y entrañable de un amor materno, por el cual uno se siente como un niño que es acogido y aceptado incondicionalmente.
Libertad
Jesús es el hombre libre, el hombre autónomo que no depende de nadie, solamente de Dios su Padre. No vive pendiente de lo que los demás piensan, sienten o dicen de Él. Actúa movido por una inmensa libertad interior que hace que sus actos
sean realizados con autoridad. La libertad lo hace creativo, innovador, valiente, capaz de dar razón de lo que hace y espera. Sabe lo que hace y porqué lo hace. Y las decisiones u opciones que toma no las hace depender del juicio de los demás. No es una persona sumisa que se guíe por “el que dirán”, ni tampoco un rebelde que reacciona sistemáticamente contra la autoridad y la opinión pública. Es una persona autónoma, con sus propios criterios, nacidos de la libertad y del amor. Es totalmente responsable de sus actos. No le importa si le entenderán o no. Si no le entienden no se siente incomprendido. Y cuando le quieren hacer rey, tampoco se deja seducir ni contaminar por la vanidad ni el prestigio. Es plenamente libre porque su única seguridad es el amor de su Padre Dios.
Desde la perspectiva psicoanalítica, la actitud de la libertad es generada por la experiencia entrañable del amor paterno. La función del padre en la educación del hijo es enseñarle a ser una persona adulta y autónoma, capaz de tener sus propios criterios y a no ser dependiente de la opinión pública. Le enseña también a desenvolverse con soltura en la vida y a saber afrontar las dificultades que ello acarrea.
El amor paterno que configura la actitud de la libertad, necesita estar sostenido por el amor materno que genera las actitudes de la confianza y de la seguridad incondicionales. Ambos son indispensables y se complementan.
Una oveja descubrió un agujero en la cerca y se escabulló a través de él. Estaba feliz de haber escapado. Anduvo errando mucho tiempo y acabó desorientándose. Entonces se dio cuenta de que estaba siendo seguida por un lobo. Echó a correr y a correr…, pero el lobo seguía persiguiéndola. Hasta que llegó el pastor, la salvó y la condujo de nuevo, con todo cariño, al redil.
Y a pesar de que todo el mundo le instaba a lo contrario, el pastor se negó a reparar el agujero de la cerca.
Abandono
Jesús es aquél que encomienda su espíritu en las manos de su Padre Dios. La libertad le confiere la capacidad para manejarse en la vida con realismo, es decir, le da entereza para afrontar el gozo y el sufrimiento, la vida y la muerte, los consuelos y las desolaciones. Aprende que la vida tiene sus límites, sus defectos, sus lagunas. Sabe que en su existencia va a haber luces y sombras que tendrá que asumir, aceptar, integrar y amar.
Acepta la incomprensión de sus amigos, la polémica que crean sus actuaciones, el escándalo que provoca entre sus correligionarios. Acepta que al bien que hace se le pague con el mal, y a la paz con la violencia. Acepta que sus amigos no entiendan su mensaje y lo interpreten con la mentalidad del mundo (prestigio), que lo tomen por blasfemo, que sus parientes digan que está loco, y que interpreten la misericordia con la que actúa, como faltar a la ley de Dios.
Acepta que le llamen borracho y pecador porque se reúne y come con ellos; aguanta la cabezonería de los suyos. Llega a aceptar que los hombres religiosos juzguen los signos que realiza como obra del demonio y que le procesen y condenen como a un malhechor blasfemo… a Él que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el demonio, porque Dios estaba con Él (Hch 10,38). Ve y padece el abandono de sus más íntimos amigos… Aparentemente, todo habla de que Dios no está de su parte. Y todo ello lo acepta con amor, con benevolencia, hasta el extremo de decir: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
Pero nada de esto se podría entender si no es desde la actitud de abandono en Dios Padre, un abandono total y ciego, porque aunque no entienda nada –aparta de mí este cáliz… (Mt 26,39)–, se abandona en los planes de Dios y no en los suyos propios. Su voluntad es la voluntad del Padre: «…pero que no se haga mi voluntad sino la tuya» (Mt 26, 39). O dicho con las palabras de Habacuc 3, 17-19 en el cántico de Laudes del viernes II: «Aunque la higuera no eche yemas y las cepas no den fruto, aunque el olivo olvide su aceituna y los campos no den cosechas, aunque se acaben las ovejas del redil y no queden vacas en el establo; yo exultaré con el Señor, me alegraré con Dios mi salvador. El Señor soberano es mi fuerza, Él me da piernas de gacela, y me hace caminar por las alturas».
El salmo 130, es una bella oración que recoge la confianza y el abandono en Dios: «Señor, mi corazón no es ambicioso ni mis ojos altaneros, no pretendo grandezas que superan mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre. Espere Israel en el Señor, ahora y por siempre».
Esencialmente, esto es lo que significa llamar a Dios, ‘Padre’. Estas tres actitudes son las de Jesús, las del Hijo del Padre, y estas tres actitudes son las que caracterizan a los hijos de Dios. Esta manera de situarse ante la vida, propia de la actitud filial, y las condiciones que señalaremos cuando hablemos del talante fraterno, son las que pedimos cuando oramos a Dios con el Padrenuestro.
Quien tiene a Dios por Padre, además de sentirse y saberse hijo ante Dios, sabe que todos los hombres y mujeres son también hijos de Dios, y, por lo tanto, se siente y sabe hermano de todos los seres humanos. Su actitud frente a ellos es la de la fraternidad.
Vamos a indicar dos condiciones para que se dé la auténtica fraternidad, para que se ponga en acción el amor mismo que Dios nos tiene a todos. Estas dos condiciones son: la humildad y la misericordia.
Humildad
La fraternidad se construye “desde abajo”. Cuando nos ponemos arriba, entonces siempre tenemos algo o mucho que perder. Quien se coloca abajo no tiene nada que perder; al contrario, lo tiene todo por ganar.
Cuando nos subimos encima de una silla vemos las cosas desde arriba, y no percibimos a los demás como iguales. Los subvaloramos, los vemos con una perspectiva que no es la adecuada para relacionarnos con ellos porque, o bien los despreciamos (les quitamos valor), o bien nos situamos en una posición de prepotencia que no posibilita un amor recíproco: hay que dar, pero, también, saber recibir. Por lo tanto, donde no hay aprecio y amor recíproco, no se da la fraternidad. Además, subido a la silla siempre corro el riesgo de caerme y, por lo tanto, de quedar en ridículo ante los demás, lo cual me acarrea el menosprecio sobre mí mismo.
Quien se coloca abajo, conoce lo que es el desprendimiento. El desprendimiento supone no acumular para uno mismo, porque cuando se acumula uno se pone a la defensiva y ve a los otros como una amenaza que pueden arrebatarle sus posesiones. Posesiones que no solamente son materiales, sino culturales, intelectuales, emocionales, etc. Si tenemos posesiones, no son para uno mismo, sino para compartirlas, para poner al servicio de los demás los dones recibidos, tratando de igualar las diferencias injustas. Donde existen diferencias injustas, no hay cabida para la fraternidad. Si nos aferramos a las posesiones entonces, además de sentir miedo a perderlas y la amenaza de que nos las arrebaten, nos obligará a armarnos para defenderlas, lo cual provocará violencia. Donde existe violencia, no hay cabida para la fraternidad.
Por otra parte, debemos tener en cuenta que la humildad es una opción que tomamos libremente. No por el mero hecho de no tener está ya conquistada la pobreza evangélica, porque podemos desear ser ricos y, aparte de crearnos amargura por no serlo, eso no crea fraternidad sino odio y resentimiento. Y repito, que no solo se trata de pobreza material, sino de otro tipo de posesiones que, por no tenerlas, me hagan sentir una persona acomplejada con respecto a los demás. Por eso, el complejo de inferioridad nada tiene que ver con la pobreza porque, más que conducirme a la fraternidad, me trae y lleva del servilismo al rencor.
Podemos hablar también de humildad cuando experimentamos la pobreza como limitaciones, heridas psicológicas, maltrato en la vida… algo que es común a todas las personas. Cuando esta pobreza es asumida y amada, entonces hermana porque crea concordia y unión de corazones al comprobar que todos estamos hechos del mismo barro.
Jesús no era ni un acomplejado, ni un amargado, ni una persona servil. No acumuló nada y lo que tenía lo daba generosamente. Su vida fue pura entrega y auto-donación. Jesús es el hermano universal porque no se puso por encima de nadie ni tampoco se situó nunca a la defensiva.
Un monje andariego se encontró, en uno de sus viajes, una piedra preciosa, y la guardó en su talega. Pocos días más tarde se encontró con un viajero y, al abrir su talega para compartir con él sus provisiones, el viajero vio la joya y se la pidió. El monje se la dio sin más.
El viajero le dio las gracias y marchó lleno de gozo con aquel regalo inesperado de la piedra preciosa que bastaría para darle riqueza y seguridad todo el resto de su vida.
Sin embargo, pocos días después volvió en busca del monje mendicante, lo encontró, le devolvió la joya y le suplicó: “Ahora te ruego que me des algo de mucho más valor que esta joya, valiosa como es. Dame, por favor, lo que te permitió dármela a mí”.
Misericordia
La fraternidad se construye desde la misericordia. La misericordia es el amor, que brota de las mismísimas entrañas, que ama incluso la miseria. Es un amor que, no solo ama lo bello, sino también lo feo. Es el amor que ama a cada persona, con sus cosas buenas y sus cosas menos buenas. Es el amor que va más allá de las apariencias, que mira al corazón, y en el corazón del otro descubre que está hecho a imagen y semejanza de Dios. Es capaz de traspasar lo feo, lo limitado, lo no amable del otro, y fijarse que, al igual que él mismo, es un ser único e irrepetible, amado por Dios. Si no se da un amor así, es imposible que exista fraternidad porque, tarde o temprano, uno va a encontrarse con la no-amabilidad del otro. Semejante escollo solo podrá ser superado cuando se va más allá de los sentimientos.
Este amor solo puede practicarlo quien ha experimentado la misericordia en propia carne; aquél que se ha sentido amado cuando no merecía serlo y no era digno de serlo. Un amor así, el amor misericordioso, le ha devuelto su dignidad de hijo de Dios. Por eso, la misericordia iguala, al devolver al otro la dignidad perdida.
Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia (Mt 5,7). Jesús es el Buen Samaritano, el que se compadece de la debilidad humana, el que apuesta y da la vida por los enfermos, pecadores, prostitutas, publicanos, etc. Jesús es el Misericordioso, el que devuelve la dignidad a lo más abyecto de la sociedad de su época. La misericordia genera agradecimiento y fiesta, produce una fraternidad agradecida. Perdona las ofensas y no lleva cuentas del mal; disculpa siempre. La misericordia es tolerante, respeta la diferencia y es capaz de crear comunión porque se fija en lo que une, en lo que es común, más que en aquello que separa y divide. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso (Lc 6,36). La Misericordia del Padre ‘necesita’ de nuestra miseria para poder manifestarse. “La fuerza de la vida cristiana y la fuerza de la Palabra de Dios está en ese momento en el que yo, pecador, me encuentro con Jesucristo y de ese encuentro la vida da un giro, cambia… Te da la fuerza para anunciar la salvación a los demás” (Papa Francisco).
Cuestiones para la reflexión y para compartir:
1.- Medita sobre la experiencia del salmista: contempladlo y quedaréis radiantes, a la luz de Ex 33,20: mi rostro no lo puedes ver, porque nadie puede verlo y quedar con vida. Compártelo en comunidad.
2.- Tu actitud esencial ante la vida, ¿es de confianza o desconfianza? Pon algunos ejemplos.
3.- ¿Te consideras una persona libre que se hace cargo de su vida? En dónde crees que tienes lagunas.
4.- ¿Afrontas con actitud de abandono tanto el gozo como el sufrimiento, la vida y la muerte, los consuelos y las desolaciones? Reflexiona en ello.
5.- “La fraternidad se construye desde abajo”. Medita personalmente sobre esta frase y compártela en comunidad.
6.- “La misericordia iguala, al devolver al otro la dignidad perdida”. ¿Qué resonancias te suscita esta idea? Compártelo en comunidad.
7.- ¿Con qué frase o idea te quedas de este retiro?