VIDAS COMPLEJAS EN COMUNIDAD

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Cuando soñamos con la felicidad es recurrente volver a expresiones de sencillez, encuentro con quienes comprendes, vivir sin otra pretensión que gozar por estar vivo, amanecer y descansar después de un día tranquilo… En la misma línea va la expresión frecuente, –sobre todo en la edad madura o en tiempos de cansancio–, y es la necesidad de volver a casa. Me pregunto muchas veces sobre nuestro concepto de casa, nuestro lugar, nuestra pertenencia real. Me tienen que perdonar pero cuando me encuentro ante un grupo de consagrados o consagradas intento presentar cada vida a Dios y agradecer cada historia, pero también interrogarme ¿a quién pertenece? ¿Dónde está su casa? ¿O su querer?, ¿o su pasión?, ¿o su vida verdadera? ¿Dónde está la razón que lo hace o la hace feliz…? Todo eso me pregunto, porque quizá sea mi propia pregunta porque, como sugiere Tolentino de Mendonça, a veces, son más importantes las preguntas que las respuestas que podemos ofrecemos.

Hace tiempo, me contó mi padre que en un antiguo bar de provincias, su propietario, lleno de emoción, una mañana, levantó la voz para proclamar solemnemente: «Hoy es un día de alegría, por eso está invitada a su consumición toda la comunidad». La razón es que se casaba su hija. Pero el asunto es que no todos entendieron si estaban invitados o no. Un grupo de asiduos se acercó a la barra para congratularse del festejo y, por supuesto, para darse por invitados. Pero estaban ocupadas dos mesas más. No se movieron y, perplejos, al final preguntaron qué debían por su consumición. Estaban en el bar, pero no se sentían dentro del titular «comunidad». El propietario les explicó que también se refería a ellos y ellas y que estaban, por supuesto, invitados y los despidió amablemente. Me he acordado muchas veces de esta anécdota real para iluminar nuestras adhesiones y pertenencias; nuestro estar y pertenecer.

No acabo de ver claro que todo lo que teje nuestra pertenencia consiga, en realidad, hacer de los consagrados y consagradas, vidas compartidas. Por una razón muy concreta y es esta: La vocación para la vida consagrada es una vocación para el encuentro, para la comunión y para la bienaventuranza compartida … y si esto es así, ¿cómo puede ser que configuremos la vida compartiendo tan poco? ¿Cómo hemos podido alcanzar unos niveles de funcionalidad tan expresivos que el solo hecho de plantear una convivencia un poco más intensa nos pone a la defensiva? ¿Cómo hemos reducido la vida en comunión a una serie de servicios imprescindibles y horarios pactados para satisfacer únicamente necesidades básicas? ¿Cómo es posible que quien ha recibido una llamada para el encuentro, la reconciliación y el perdón –que eso es la vida consagrada– termine por conformarse y no eche de menos algo más?

Se me ocurre que puede haber dos explicaciones posibles sobre lo que nos está pasando. La primera de ellas es que somos una confluencia de vidas complejas. Por el trayecto de siglo y también y, sobre todo, por configuración genética y la formación recibida. Nos hemos hecho expertos en hablar y hablar de todo menos de lo verdaderamente importante: de la verdad que circula por nuestra vida. No considero que sea por encubrimiento, sino por falta de destreza, por falta de amor. Hay actitudes que evocan que jamás se ha descubierto a Dios como amor… Por eso no se llega a saber lo que es la paz, ni interior ni exterior. Todo es conflicto. Todo es evaluación y, por supuesto, todo es competición. Son vidas muy complejas que efectivamente están haciendo un esfuerzo ímprobo por ajustarse a unas estructuras comunitarias que ,sin embargo, jamás se convertirán en sitio amable para sus vidas. Viven en complejidad manifiesta y desenvuelven, a su alrededor, un estilo de vida y relación poco o nada equilibrado. Seguramente nadie se ha atrevido a abordar esta situación con ellos o ellas, por eso, sencillamente continúan con un periplo y estilo de vida de «emigrante», en sus cosas y recuerdos, aunque, en realidad, tampoco cuentan con sitio «amable» en su familia de sangre.

La segunda cuestión que puede estar afectándonos es todavía más delicada. Se trata de la comprensión personal de la vocación y el carisma. Tan peligrosa es la actitud tajante que se apropia la comunidad, como la escéptica que incapacita la valoración de nada que suene a común. Lo paradójico es que no es infrecuente que ambas se den en la propia persona. El resumen es que solo vale lo mío o mi visión. Así, puedo tener momentos en los que considero que las actitudes transgreden un valor incuestionable y momentos en los que todo me parece una carga innecesaria. La raíz del problema no es otro que la carencia personal para la oblatividad y para la relación. La raíz es la incapacidad para el amor. Por eso, los procesos de mejora quedan reducidos frecuentemente a «nuevos términos» que, más que cambiar el corazón, se convierten en añadidos formales. Lo que ayer eran normas y actos comunes de piedad, hoy pueden ser términos lingüísticos comunes que asumimos mientras no haya que practicarlos. No conozco ninguna comunidad que no reconozca o valore la fe, el tiempo libre, el ocio, el cuidado de la persona, la equidad, la sinceridad o el crecimiento personal, en cuanto a conceptos. Pero conozco pocas, donde estos valores sean los que cohesionen y marquen la vida de quienes en ella están.

La conclusión es más que evidente. Necesitamos no tanto volver al concepto de comunidad, cuanto a dejarnos convocar por ella. Y para hacerlo posible hay que desmitificar muchos conceptos gastados y centenares de verdades a medias. La primera de ellas es que un grupo de hombres o mujeres consagrados no viven juntos (o juntas) para sacar una obra adelante. La segunda es aprender a reconocer, de verdad, el valor y la originalidad de cada persona. La tercera que nadie tiene en propiedad el contenido de qué es o no es comunidad . La cuarta, que vivir en comunidad es solo una propuesta para quienes, de verdad, quieran. La quinta, que comunidad es solo un valor para quien valore convivir, encontrase, compartir y amar. La sexta, que la comunidad es misterio de Dios encarnado. Cuenta por tanto con la humanidad y ha de reconocer que hay caracteres, formas e historias, que no pueden jamás expresar juntos comunidad evangélica, sino fuerzas que conviven (más o menos armónicamente) en el mismo espacio y tiempo. La séptima, que hablar de comunidad para nuestro tiempo, necesita también hombres y mujeres que estén dispuestos a soñarla de nuevo, a proponerla, a crearla. Se trata de líderes para la comunión. La octava, que la comunidad es el espacio primero de transformación. En buena medida el porvenir de la vida consagrada está cuestionado porque las reformas planteadas no provocan la personalización de la pregunta: «¿estoy vocacionado o vocacionada a ser con otros?». La novena, que hay personas que ya no pueden cambiar y, sin embargo, estas personas no pueden condicionar la esperanza de quien sí puede hacerlo. La clave no es igualar desde la mediocridad. Necesitamos espacios comunitarios que quieran serlo y para quienes quieran vivirlo. La décima, que la esencialidad de una comunidad que genera vida es que quienes en ella están lo comparten todo. Y el todo es decidido y asumido por todos, adultos y enamorados de un bien mayor. Sin esta premisa, el carisma queda tasado en minutos o turnos… en migajas. Lejos de ser una fuerza de arrastre, se convierte en deber sin ninguna emoción y sin nada que decir al entorno.

Necesitamos perder miedo a la claridad y a las consecuencias de las palabras graves que tanto nos gusta usar. Discernimiento, oración, reflexión y búsqueda nos llevan a encontrarnos con el rostro de Jesús y, ese rostro, nos habla de vida compartida mirando hacia el Reino. Gastarnos en cuidar la soberbia, el orgullo, la acepción, la producción y la competitividad, además de manifestar una imagen distorsionada de Dios, evidencia soledad, rigidez, soltería y muerte.