Una Eucaristía que nos deja iguales es un acto piadoso, sacramento truncado. Jesús viene pero tú no lo escuchas, lo inmediato te atrapa. No podemos quedarnos en la hostia del tabernáculo, sino salir hacia la hostia transformada en vida de personas y situaciones concretas.
Yo diría que la Eucaristía es la escuela de los afectos. Ella me enseña a amar y perdonar, como Jesús; a entregarme y servir como Él, a no ser autorreferencial, sino Cristorreferencial, salir de mí para ir al pobre, al excluido, al oprimido, ser el rostro misericordioso y compasivo del Padre, llenarme de paz y armonía, integrar mi fe con la vida. En pocas palabras, la experiencia eucarística es una experiencia de amor y el amor tiene el poder de transformar lo intransformable, de mover lo inamovible, de alcanzar lo inalcanzable, de revivir lo que está muerto, porque así es el amor.
Pero a veces no nos dejamos afectar. Ese es el resultado de una vida espiritual monótona, ritualista, convencional, instalada, de rezos y de siempre se ha hecho así. Jesús no se cansa de llamar a nuestra puerta y nos va transformando silenciosamente. Solo pide que lo escuchemos. En la Eucaristía entrega su vida, su pasión por el Padre, su amor a la humanidad, sus miedos, alegrías, fidelidad, misericordia, justicia restauradora. La Eucaristía recoge toda su historia, desde la encarnación, vida pública, muerte y resurrección. Jesús no se quedó allí con sus discípulos, sino salió para darnos su vida por amor. Cuando nos invita a repetir su modo de proceder, nos invita a hacernos eucaristía para los demás.