IDENTIDAD COMO “RELATO” Y FIDELIDAD “CREADORA”

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La identidad es inquieta. Es un relato. No una cosa, ni una marca permanente. Somos. Pero también somos lo que seremos.  La fidelidad a la propia identidad y a la identidad de los demás es, por eso mismo, compleja, estratégica. Es como surfear a través de olas inesperadas.

Le preguntaron en una entrevista al escrito Paulo Coelho: “¿Lleva 40 años solo con la misma mujer?” Y él respondió: “No; 40 años, sí; pero no con la misma mujer, ni ella con el mismo hombre. Si ella fuese la misma mujer, seguiría vistiendo con minifalda y sería como las viejas con bótox. Ella no tenía disciplina y yo se la he enseñado. Yo no tenía compasión y me la ha enseñado ella a mí. Creo que, durante este tiempo, he estado casado con cinco o seis mujeres diferentes, pero con la misma persona. No hay un solo día que no le diga: «Yo te amo». Y, luego, nos abrazamos. Es muy importante abrazarse. Y yo sé que ella me está bendiciendo en este momento”. Sobre esto quiero escribir ahora: la identidad como “relato” y la fidelidad “creadora”.

Desde hace unos años se oyen en la Iglesia voces que piden a cada cristiano, a cada forma de vida o de ministerio que cuide su identidad. Que cada uno sea aquello que tiene que ser; que ostente su propia identidad y no tenga reparo en aparecer socialmente como aquello o aquel que es.

Además sería propio de una sociedad democrática el aceptar las diferencias sin discriminación y permitirle a cada uno, a cada grupo, ser lo que son -siempre que no pongan en peligro los derechos de los demás-.

¿Falta de identidad, falta de pertenencia?

El poner el acento en la identidad de la vida consagrada se debe al hecho de que -según una percepción generalizada entre no pocos- esta forma de vida en sus distintas expresiones se está “secularizando”, es decir, perdiendo su identidad sagrada, consagrada, religiosa. Esto se detecta en la forma “aseglarada” de vestir y en la renuncia a los hábitos, en el estilo de casas religiosas que ahora se llaman “pisos”, en un estilo de vida aburguesado, laico -en sentido político-. Hasta la “misión” estaría siendo secularizada al convertirse en trabajo social, o en trabajo educativo, o en empleo administrativo, sin especiales referencias a la trascendencia.

Esta insistencia en la identidad -dentro de la misma vida consagrada- se debe al hecho de la frágil identificación con el propio instituto, que se percibe en no pocos de sus miembros. No hay especial dificultad en confesar la propia identificación con el carisma del fundador y del instituto. La dificultad surge cuando uno se ve confrontado con decisiones que no agradan, de las cuales uno disiente y que no van en la línea del propio proyecto personal. Entonces se detecta qué frágil es la alianza de pertenencia al grupo y la identidad carismática-institucional.

Esa falta de identificación -que no resiste las pruebas- se expresa, en primer lugar, en una crítica que se vuelve progresivamente menos cordial y más distante; en un disenso permanente, después; en una ruptura fácil y sin demasiados protocolos.

Nuevas formas de identificarse

La vida consagrada no es una excepción en la humanidad. En ella repercute lo que acontece en la sociedad, en el mundo, en nuestra época histórica. También en la sociedad hay grupos muy claramente identificados e identificables. Suelen presentar rasgos que denominamos “fundamentalistas”.

Pero, con la llegada de la lucha por los derechos civiles, la defensa de las libertades, el respeto a la persona y a su individualidad, nos hemos vuelto más tolerantes ante la posible “no identificación en todo” con el grupo de pertenencia. Las comunidades humanas se han vuelto más flexibles para dar cabida en ellas a las diferencias, más dialogantes para negociar los distintos puntos de vistas, más tolerantes ante el pluralismo interno.

El vivir en una etapa de nuestra historia caracterizada por la mutua interdependencia, la interconexión, la globalización, una nueva experiencia del espacio y del tiempo, ha hecho que tengamos una mentalidad mucho más dinámica y menos estática. Ya no definimos tan netamente las fronteras, ya no insistimos tanto en las diferencias, ya no vemos éticamente correcto el luchar violentamente contra los diferentes.

La época de la globalización nos ha abierto a la inter-culturalidad, al diálogo inter-religioso, a las relaciones inter-confesionales. Es evidente que esta apertura nos hace vulnerables a otros influjos y nos vuelve más eclécticos. Nos parecen bien las dobles o triples nacionalidades, las pertenencias a redes que nos llevan más allá de lo nacional, de lo estatal, de lo establecido. Nuestro concepto de ciudadanía se va haciendo cada vez más extenso, hasta abarcar el sueño de una ciudadanía mundial.

Visión “posmoderna” de la identidad

A esto se añade, finalmente, lo que llamamos “conciencia posmoderna”. Las nuevas generaciones, o los seres humanos de nueva generación, parece que llevan en sus genes una percepción distinta de la realidad. No se sienten movidos por los heroísmos e idealismos políticos o religiosos de otras generaciones. No les preocupan las grandes cuestiones metafísicas que han ocupado a los pensadores durante siglos. Se instalan con facilidad en el llamado “pensamiento débil”, no porque lo reduzcan a estado de debilidad, sino porque no quieren utilizarlo como un instrumento por encima de sus limitadas capacidades.

Utilizar la razón como un instrumento “poderosísimo” ha llevado a precedentes generaciones a querer explicarlo sistemáticamente todo, a inventarse meta-relatos no verificables, a vivir en el exceso intelectual, renunciando a dimensiones importantísimas del ser humano. Por eso, la conciencia posmoderna prefiere ubicarse en la limitación, en el pequeño relato. Acepta la realidad tal como la percibe y, por eso, no la magnifica, no la sistematiza ni la dogmatiza.

En este contexto, la identidad personal se percibe más como proceso, que como esencia; más como creatividad que como obediencia a un designio previo, más como opciones que se presentan que como sometimiento a una vocación irrefutable. Paul Ricoeur la ha definido así: “identidad narrativa”. La identidad no es un objeto fijo que se va fotocopiando, sino un relato histórico, humano, creativo, a partir de una semilla inicial, cuyas expresiones son impredecibles y que se despliegan en libertad y en correlación misteriosa con los contextos.

Cuando el posmoderno quiere identificarse, lo hace no por imposición, sino como gesto de libertad y de oposición a los integrismos. Puede adoptar el hábito, formas litúrgicas arcaicas, someterse a sistemas que no le parecen opresores; pero, también tiene siempre una carta debajo de la mesa: es la conciencia de su autonomía, fragilidad y movilidad – cuando sea necesario dentro del juego.

Si estas reflexiones responden a la realidad, entonces pueden servirnos para entender un poco mejor lo que nos está sucediendo. Yo lo resumiría en una de las categorías utilizadas por uno de los premios nóbel de literatura, Amin Malouf en su obra “Identidades asesinas”: se trata de la categoría de la “identidad compleja”.

“Identidades-asesinas” (Amin Malouf)

Me explico: a lo largo de nuestra vida, nuestra identidad personal se vuelve cada vez más compleja. Todos los procesos formativos, en todos los aspectos en que se realizan, configuran nuestra identidad. Nos vamos identificando progresivamente, pero esto no quiere decir, que lo hagamos armónica y equilibradamente. Hay en nosotros, con frecuencia, una especie de lucha entre identidades, o de negociación también entre ellas. No es fácil armonizar la identidad de artista -casi siempre un poco bohemio- con la de religioso “regular”, es decir, sometido a Regla, a horario, a no pocas prescripciones. No es fácil armonizar una fuerte identidad nacional, política, en una institución que exige disponibilidad, apertura. Y así, podría multiplicarse los ejemplos. El resultado es que, sin darnos cuenta, en una determinada etapa de la vida, nuestra identidad es una red de identidades diferentes, contrapuesta, negociadas. En esa lucha o negociación, alguna identidad pierde, otra identidad se impone.

Puede haber casos, en los cuales una identidad exija el sacrificio y la oblación de las otras. Si esto acontece hacia afuera… puede entonces asumir la forma de guerras de religión, terrorismos nacionalistas, fundamentalismos, choque de civilizaciones.

El mantenimiento de una identidad requiere, por lo tanto, un cierto grado de des-conexión, de alejamiento, de auto-protección y defensa. De no ser así, uno cae fácilmente en una pérdida de perfiles identificadores, aunque también comienza a ocupar espacios más amplios de encuentro con los otros.

La fidelidad a la Alianza: identidad como relato 

La identidad que la Iglesia quiere defender es, ante todo, la identidad de personas que han hecho un pacto y por lo tanto viven en alianza. La perspectiva de la Alianza es aquella que nos permite entender mejor el tema de la identidad y la pertenencia.

Vemos cómo desde el principio hasta el final, nuestra vida está entretejida de alianzas: la alianza familiar, la alianza formativa, la alianza de amistad, la alianza esponsal, la alianza religiosa. Nuestras alianzas tienen diversas valencias: unas son provisionales y transitorias, otras más estables y permanentes. A veces, hasta nos atrevemos a realizar alianzas irrompibles que valoramos mucho: ¡amigos para siempre!, ¡en alianza todos los días de mi vida!

Las alianzas van diseñando nuestra personalidad: la estimulan, la activan, la vuelven creativa, le dan consistencia. Hay alianzas que dan a la persona su configuración esencial y la conducen a la madurez y a conseguir la plenitud que le ha sido asignada. Pero también hay alianzas que a la larga se devalúan, deterioran y -en última instancia- resultan perniciosas, destructivas e insoportables. Es entonces cuando se quiebran las alianzas, tal vez se incumplen los plazos y se desechan las cláusulas pactadas. Esto sucede tras la traición de un amigo, o el deterioro de una relación matrimonial o esponsal, o la desidentificación con un grupo, una institución o una comunidad.

La Alianza religiosa, con nuestro Dios, no se entiende como una iniciativa nuestra: ¡nos es ofrecida! ¡llega a nosotros como un regalo inmerecido! El que nuestro Dios nos escoja como destinatarios de su Alianza es el mayor honor que le puede caber a un ser humano.

Cierto, que uno lo puede soñar, se lo puede imaginar, sin que el dato tenga la menor consistencia. Siempre ha habido personas iluminadas que se creían “elegidas” por la divinidad. No es a esto a lo que me refiero. La certeza de la Alianza de Dios ofrecida nos viene de nuestra convicción de fe que nos dice que Dios ha establecido ya una Alianza permanente, definitiva, sin vuelta atrás con la humanidad en su globalidad y que quiere establecerla con cada persona que viene y está en este mundo.

Llegamos a esa convicción cuando leemos la Palabra de Dios, cuando ésta es proclamada, y se escucha el deseo divino, ratificado después por Jesús y el Espíritu, de establecer con nosotros una Alianza nueva y de mantenerla para siempre. “Su hesed – o fidelidad amorosa a la alianza- es para siempre, de generación en generación”. Esta convicción de nuestra fe, nos lleva a entender cuál es la “identidad” de esta humanidad y a qué está llamada:

“Tanto amó Dios al mundo…” “Esta es mi carne… para la vida del mundo”. “·Esta es la sangre de la nueva y definitiva Alianza… ¡derramada por todos!”.

Y el Espíritu Santo, derramado sobre el mundo, sobre toda carne, en nuestros corazones, ratifica y cumple permanentemente esta Alianza ofrecida como gracia.

La humanidad, a pesar de todos los pesares, está marcada por la Alianza. La tierra y el cosmos, el tiempo y la eternidad, están marcados por la Alianza: Dios Abbá se ha desposado definitivamente con nuestra humanidad, con nuestra tierra, con el cosmos. Y ese desposorio se plasma en toda una serie de relaciones, de alianzas, que transforman la biodiversidad en comunión, la pluralidad en interconexión, la autonomía en interdependencia.

Funciona este mundo, cuando funciona la Alianza en todas sus interconexiones. La tierra está bajo el “arcoíris” cuando “todo funciona” desde la interconexión, desde la comunión. Donde hay comunión de los elementos, armonización, allí hay vida. Donde se quiebran las conexiones, se destruye la colaboración e interacción allí comienzan los procesos de muerte, las metástasis.

A nosotros, seres humanos, nos es concedido el don de conocer y re-escribir personalmente las cláusulas de la Alianza y comprometernos con ella. Jesús lo hace a través de invitaciones a nuestra libertad:

“Si quieres…. ¡sígueme!”. “¡Tomad, comed…. ¡esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros!”. “Si alguno me ama, mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él”.

Hay personas a quienes les ha sido concedida esta gracia: ¡de adherirse consciente y libremente a esa Alianza definitiva de Dios con nuestro mundo, con nuestra humanidad! Y también la gracia de experimentar que en esa Alianza no son tratadas como colectividad, sino también incluidas en ella con un rostro personal e individualizado, como un “tú aliado con el Tú”.

La alianza celebrada en el bautismo de los niños es real, cierta. Es oferta de gracia sin vuelta atrás. Pero le falta la respuesta personal e individualizada, aunque no le falte la respuesta colectiva y comunitaria. Cuando esa respuesta personal acontece, es cuando la persona descubre al Dios de la Alianza y siente en sí misma la fuerza para decir el “Fiat”, el “hágase en mí según tu Palabra”.

No me cabe duda, de que se favorece mucho esta toma de conciencia en los momentos iniciáticos de la vida consagrada. Ella se convierte en el gran catalizador de la Alianza. Favorece su descubrimiento, y hace fácil la aceptación y el compromiso con ella. Hay congregaciones o institutos que lo celebran simbólicamente imponiendo a sus miembros en la celebración de la Alianza definitiva el “anillo”.

Cuando respondemos a la gran Alianza y la detectamos bajo múltiples alianzas entonces optamos por el todo y adquirimos la gran identidad: “hijas e hijos de la Alianza”.

La identidad en la vida consagrada

Se ha pensado a veces que la identidad de la vida consagrada es incompatible con otras identidades. Bastaba profesar la pertenencia a la vida religiosa o consagrada para renunciar a la familia, a la patria, a la nación, a la propia lengua, a los propios gustos e intereses. Cuando se entendía nuestra identidad como “fuga mundi”, se suponía que propio nuestro era desidentificarnos mundanamente, para identificarnos religiosamente. ¡Sólo lo religioso nos daría identidad!

La perspectiva de la Alianza nos ofrece otra visión. La vida consagrada es, ante todo, una profesión permanente de Alianza. Y el mandamiento principal ya lo sabemos: “Amarás a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Y al prójimo como a tí mismo”. El amor en todas las direcciones, hacia Dios y hacia el mundo, hacia los amigos y los enemigos, nos vuelve personas de Alianza. La vida consagrada se caracteriza por una catolicidad innata: se siente destinada y enviada a “todos”, y ese “todos” implica una opción por los que ordinariamente quedan excluidos de la totalidad (desplazados, pobres, marginados, enfermos, ancianos, niños, mujeres…).

La vida consagrada intenta dar a sus miembros una identidad de amor, que consiste en establecer alianzas y re-identiUcarse con las más variadas realidades: procesos de inserción, inculturación, encarnación. Lo que tiene de bueno la identidad “consagrada”, entendida desde el Espíritu, es que no es excluyente, sino incluyente, no es aislante sino aglutinante. A la hora de identificarnos, los consagrados no encontramos esa identidad en lo que nos separa y hace distintos y superiores a los demás: la encontramos en aquellos pactos y lazos de unión que nos hacen ser “sal perdida y diluida en los alimentos” y “luz” que sólo se percibe en aquello que se ilumina. Jesús, nuestro Maestro, fue contado entre los malhechores, fue considerado “comedor y bebedor”, amigo de publicanos y pecadores… Su identidad iba siendo modelada por sus relaciones y alianzas. Al final, su cuerpo se hizo “iglesia”, un cuerpo incorporador, totalmente incluyente: perseguir a la Iglesia era perseguir a Jesús. ¡Qué bien lo entendió Pablo, cuando llamó a la comunidad cristiana “cuerpo de Cristo”.